domingo, 13 de octubre de 2013

EL DEBER CUMPLIDO

Por José Alejandro Ayuso

Como ya conoce la amable lectoría, en estos momentos soy persona amenazada de una demanda judicial ante el Tribunal Federal Distrital de los Estados Unidos del Distrito Sur del estado de la Florida, bajo la imputación de alegada difamación a un funcionario público en el prólogo de un libro que denuncia, pruebas al canto, uno de los casos de violación constitucional y corrupción más sonados de los últimos años.

En mi calidad de jurista, y con el objeto de colaborar en la eventual defensa técnica con los prestigiosos abogados locales y extranjeros apoderados del caso, me he dado a la tarea de investigar en la doctrina estadounidense el tratamiento al tema de la libertad de expresión e información, así como el alcance jurídico del ejercicio de este derecho fundamental cuando el reclamante supuestamente calumniado es un funcionario público.

Lo primero es que todo análisis debe partir del mandato contenido en la Primera Enmienda a la Constitución de los Estados Unidos de 1978 que, como bien expresa el Dr. Leonel Fernández en su libro El Delito de Opinión Pública (p. 288, 2da edición, Funglode 2011), “…en esencia…quiso establecer…un régimen de amplias libertades en el que no se contemplasen, en principio, limitaciones o restricciones a su pleno disfrute o ejercicio”.

Acto seguido, y a la hora de interpretar los límites de la libertad de expresión, es obligado recurrir a la “Doctrina de la real malicia” desarrollada en la célebre decisión de la Suprema Corte de los EE.UU. “New York Times vs Sullivan” en el año 1964, con el objetivo de proteger a la prensa (también se aplica a lo publicado en libros) de demandas judiciales de tipo civil o penal promovidas por funcionarios públicos afectados en su honor por informaciones sobre su desempeño oficial que consideren no correspondan a la verdad objetiva.

Bajo el principio de que la “discusión sobre los asuntos públicos debe ser desinhibida, sin trabas, vigorosa y abierta, pudiendo incluir ataques vehementes, cáusticos y, a veces, desagradablemente agudos contra el Gobierno y los funcionarios públicos”, la regla constitucional del caso es la siguiente: “La Constitución impide a un funcionario público ser indemnizado por razón de una manifestación inexacta y difamatoria referente a su conducta oficial, a menos que el funcionario reclamante pruebe que fue hecha con real malicia, es decir, con conocimiento de que era falsa o con una temeraria despreocupación acerca de su verdad o falsedad”.

Esta regla de interpretación implica que la garantía a la libertad de expresión no sólo protege al periodista o al autor de un libro que informa sobre hechos y emite juicios exactos, sino que además extiende la protección a los que puedan contener algún error, siempre que este sea cometido de buena fe. Ergo, el demandante no sólo tiene que probar el carácter difamatorio de la información, sino además que se actuó de mala fe en su contra.

Los presuntos implicados por escribir, prologar y presentar el libro que se alega difamador cumplimos con el deber fundamental previsto en la Constitución dominicana que ordena a toda persona a “Velar por el fortalecimiento y la calidad de la democracia, el respeto del patrimonio público y el ejercicio transparente de la función pública.” Si se cumple la amenaza, es improbable que en los EE.UU. y ante un juez imparcial se pueda demostrar lo contrario.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

galley472@yahoo.com