martes, 5 de noviembre de 2013

IUS “ASIGÚN”

Por Beatriz Ferrer

Las pasadas semanas decidí tomarme unas vacaciones mentales y espirituales de la agobiante y putrefacta cotidianidad política dominicana. Esta decisión la tomé con firmeza, y la llevé a cabo con bastante éxito, a sabiendas de que era inevitable que pasara “algo” que pusiera seriamente en riesgo mi propósito de desconexión y paz mental. Porque, no todos lo comprenderán, pero por más que intento abstraerme, hay situaciones que desbordan mi capacidad de ser superficial y me dan “por el pelao”. Y claro, como era de esperarse, el Tribunal Constitucional decidió ser quien me sacara de mis casillas y me tentara a desenfocarme y tirar por la borda mi especie de retiro espiritual.

Muchos de ustedes no lo saben, pero mi área de especialización son los Derechos Fundamentales. Ello me hace ciertamente vulnerable a perder los estribos cuando grupos desprotegidos son pisoteados. Y de hecho tuve que emplearme a fondo para controlar mis impulsos primarios y no reaccionar formalmente hasta hoy, día en que digo adiós a mi efímera vida en una burbuja.

Difícil es determinar por dónde comenzar. Por dónde agarrar una sentencia bananera al extremo, digna de burla en los foros internacionales si no fuera por el inmensurable drama humano que crea.

Pudiera comenzar a citar artículos de la Constitución y de la legislación vigente, tratados internacionales de los que somos signatarios, sentencias condenatorias de tribunales internacionales (y quizás lo haga), pero esta vez comenzaré por el argumento más simplista que me vino a la cabeza: ¿Qué se ha creído este país de negros, para discriminar negros? ¿Es que nuestro modelo a seguir es Ruanda y yo no recibí el memo?

Como abogada que soy, creo firmemente en el imperio de la ley y en la seguridad jurídica. Yo no defiendo en absoluto otorgar la nacionalidad antojadizamente a todos los haitianos que crucen la frontera. Pero esto es precisamente lo que los “ultra-nacionalistas” quieren hacer creer: que todos los que nos oponemos a la sentencia del Tribunal Constitucional somos un grupo de pro-haitianos, que estamos pagados por el gobierno americano o por Francia, para lograr finalmente la unificación de la isla. Siempre con las teorías conspirativas que buscan sustentar la violación más aberrante del ordenamiento jurídico dominicano.

Pero la conspiración más grande es precisamente la de privar de la nacionalidad dominicana retroactivamente a personas que tienen derecho a ella. No hablo de inmigrantes ilegales. Hablo de personas que nacieron en territorio dominicano y que no pueden pagar por la situación de ilegalidad de sus padres; y no pueden pagar por ello porque lo diga yo, sino por razones que van más allá de la moralidad y de la compasión, por razones constitucionales, y supra constitucionales. Es que la República Dominicana ciertamente es soberana, y ello conlleva la facultad para determinar a través de la Carta Magna los medios para adquirir la nacionalidad. Pero esa misma Carta Magna establece, y esto no es nada nuevo, el principio de irretroactividad de la ley: uno de los pilares de la seguridad jurídica. Resulta que ni el mismo Estado dominicano se respeta a sí mismo, ni mucho menos es capaz ni tiene la intención de proteger a sus nacionales.

Pero aparte de la Constitución, sí recordaré aquí nuestra adhesión voluntaria como nación tanto a la ONU como a la OEA, y nuestra aceptación explícita de la jurisdicción de la Corte Interamericana de Derechos Humanos. Nadie vino con tanques y misiles a obligarnos a ello, para que ahora pretendamos patalear cuando violamos sistemáticamente una serie de convenciones que conforman parte de nuestro bloque constitucional y que como consenso de la Comunidad Internacional garantizan no sólo el equilibrio entre las relaciones globales, sino, y más importante, los derechos de todas las personas que habitan este mundo.

Cuando de hijos de haitianos se trata, vale poco lo que nuestros propios constituyentes hayan normado; valen incluso menos los compromisos contenidos en tratados tan universales como la Convención de los Derechos Humanos. Ante el tema haitiano República Dominicana está por encima de cualquier compromiso jurídico asumido; este pseudo paisito de repente se erige en un imberbe malcriado que cree ser y saber más, y que las reglas de juego establecidas, incluso por él mismo, no le aplican.

Yo reitero que no abogo por la nacionalización indiscriminada de inmigrantes ilegales. Pero tengo muy claro, y entiendo que cualquier persona sensata y con algo de corazón (y si no tiene corazón pues que recurra a la lógica simple de acatar el ordenamiento jurídico), estará de acuerdo que toda persona nacida en un país, y que nunca en su vida ha conocido otro país distinto, debe tener derecho, ya sea de nacimiento o mediante un proceso de naturalización efectivo, de disfrutar de la nacionalidad de esa única patria que conoce.

Y en ese mismo orden, recordando que también somos signatarios del Convenio para el Estatuto de los Apátridas, que busca disminuir los casos de apátridas en el mundo, a mí me parece que para ser xenófobos se nos da muy bien eso de aplicar la Constitución haitiana. Siempre aparece el argumento de que esos niños tienen derecho a la nacionalidad haitiana, por lo tanto la República Dominicana no está violando dicha Convención. Pero es que resulta, panel de racistas, que nosotros la única Constitución que tenemos que aplicar es la nuestra, y ninguna otra. Para el odio exacerbado que profesan ustedes hacia Haití, muestran un gran respeto a su Constitución, casi a nivel de veneración, buscando su aplicación en todo el territorio dominicano. Eso sí me lo encuentro yo peligroso.

Luego, no olvidemos que la “sentencia” del Tribunal Constitucional (cuya única parte digna de lectura la componen los votos disidentes de mi profesora Katia Miguelina Jiménez y de la magistrada Ana Isabel Bonilla… y aquí aprovecho para expresar la congoja que me produjo que mi profesor Hermógenes Acosta, a quien aprecio y respeto enormemente, no hubiera hecho lo propio, siendo como es un acérrimo defensor de los procedimientos y del imperio de la ley), ésta sentencia nos deja a todos a merced de los caprichos de un Estado que no dudará en desampararnos cuando le venga en gana.

Ciertamente, lo que queda más que evidente es que los ciudadanos que componemos este intento de país no vemos en él garantías de ningún tipo. Siendo como somos un país de inmigrantes, con un alto porcentaje de la población que no podría demostrar su “puro linaje” dominicano anterior a 1929, el Estado con esta decisión nos reitera que para él somos simples mercancías de las que se puede prescindir “asigún”: eres dominicano cuando al Estado le conviene que lo seas; y te garantiza medianamente unos pocos derechos cuando representas para él alguna ventaja (electoral o fiscal, por ejemplo). Pero cuando tu Estado no te necesite, no dudará en prescindir de ti, saltándose su propio ordenamiento jurídico, que al fin y al cabo es sólo papel. Y si no lo ves es porque no quieres.

Muchos están tranquilitos en sus casa porque son “blanquitos”, o con apellidos “europeos”, y porque todos sabemos muy bien que ésta absurda auditoría ordenada por el Tribunal Constitucional no es para depurarnos a nosotros, sino sólo a las personas de tez oscura. Yo no puedo evitar sentir escalofríos, porque dicha auditoría parece sacada de la Alemania nazi. Precisamente, la parte más asquerosa del esperpento del Tribunal Constitucional es aquella en la que, excediéndose en sus funciones, viene peligrosamente a sentar el precedente de erigirse en constituyente y definir los elementos que determinan la nacionalidad dominicana, diciendo que la misma está compuesta de unos rasgos “raciales” específicos. Rasgos que yo desconozco, porque los dominicanos venimos en todos los colores, tamaños y formas. Este concepto de una supuesta “identidad racial” que nos define como dominicanos no es más que fascismo versión siglo XXI.

Y yo no tengo interés alguno en pertenecer a un Estado fascista. Aunque en principio entiendo que puedo demostrar mi “linaje”, no me apetece; el mero hecho de tener que demostrarle a un Estado que no te da nada, que eres “digno” de pertenecer a él me revuelve el estómago. Cuando debería ser ese Estado, que vive a costillas de nosotros, el que besara el suelo que pisamos todos los dominicanos que lo sostenemos. Ese Estado no es merecedor de toda la gente hermosa, alegre y excepcional que a pesar de las adversidades que él mismo le planta día tras día, encara su realidad con una sonrisa.

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