Por José Carvajal
Periodista y escritor
No sé si mis amigos escritores dominicanos son unos bárbaros de la literatura. En los últimos años han aparecido con ediciones de obras casi completas. Los cuentistas han publicado sus “cuentos reunidos” y los poetas su “poesía reunida”. De repente uno mira los estantes de lectores que gustan de dorar la píldora a los “consagrados” y se encuentra con esos gruesos volúmenes que confirman cuánto han escrito aquéllos en su carrera al estrellato.
No cabe la menor duda de que con esas ediciones el Ministerio de Cultura ha reconocido el aporte intelectual de “obras obesas” con mucha tela por donde cortar. Un libro de esos en la mano es un bloque de cientos de páginas donde abunda el pensamiento de un solo ser humano, y quizá por eso impresiona. Las ediciones son espectaculares. Las portadas de una calidad impecable, pues en su mayoría son publicaciones subvencionadas por el gobierno; y de autores que en algún momento aprendieron a ser funcionarios públicos, si es que no han dejado de serlo.
Sin embargo, lo que menos importa es cómo ni desde cuándo los nombres de mis amigos aparecen como los de las grandes figuras literarias del país; clásicos vivientes; maestros del cuento; genios de la novela; fundadores de ideas profundas que desarrollan por medio del ensayo. Mis amigos son ahora el camino de imitación para jóvenes que quisieran ser tan “famosos e inteligentes” como ellos.
Es una verdad sin límite: mi círculo de literatos se ha llenado de la noche a la mañana de consagradas personalidades de las letras nacionales. Y lo peor es que yo, que visito el país de manera esporádica, ahora no sé cómo debe ser saludado un amigo que ya es autor de "obras reunidas", ni cómo reverenciarlo en caso de un encuentro fortuito como ocurría antes en algunas librerías de Santo Domingo. ¿Nos saludaríamos como siempre? ¿Tendríamos la misma confianza de entonces? ¿Criticaríamos como era habitual a los funcionarios públicos y las políticas culturales de los gobiernos de turno? ¿Habría tiempo para pasearnos por el malecón? ¿Tiempo para comernos un “chimichurri” en los insalubres restaurantes móviles de comidas rápidas que cocinan hamburguesas en plena calle?
Ciertamente, ver aquellos libros en casa de un poeta que también espera publicar algún día su propia obra completa, me hizo reflexionar acerca de las utopías culturales de la juventud. Tal vez porque ya no somos tan jóvenes. O quizá porque ellos, mis amigos, aprendieron algo más que el oficio de escribir. Aprendieron a ser funcionarios públicos y a vivir en un país donde son importantes los colores, los mensajes subliminales, el pertenecer a un partido político, el ser amigo del presidente, el saber lanzar la piedra y esconder la mano, y hasta el matrimoniarse por conveniencia; todo eso para poder publicar finalmente sus obras completas y ser admirados y no menos reverenciados por las futuras generaciones.
En este país parece importante que al cabo de los años el escritor haya ganado el Premio Nacional, incluso varias veces. Un país que agradece que los autores se encarguen ellos mismos de editar sus obras completas con recursos del erario, y que cada uno se asegure de dejar sus ideas y pensamientos debidamente organizados antes de que los sorprenda la muerte como ha sucedido ya con algunos de esta dichosa generación.
Pero de todas maneras son mis amigos y debo reconocerles el esfuerzo. No quiero perderlos en el camino, pues por la edad que tienen aun pueden escribir cosas mejores y editar más adelante sus “segundas obras reunidas”, cuando se agoten estas primeras que ahora ocupan espacios grandes en los estantes de coleccionistas que lo guardan todo por si acaso, ya que nadie sabe cuáles de esos nombres quedarán a salvo del olvido.
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