viernes, 4 de noviembre de 2011

La Cédula

Por Sara Pérez
Tomado de acento.com.do

Una de las últimas veces que estuve en República Dominicana, creo que en Julio, decidí solicitar una cédula nueva, porque la que tenía se había perdido desde hace algún tiempo. Con esos fines, me dirigí al edificio de la Junta Central Electoral, en Santiago, por la Avenida Hermanas Mirabal.

Me puse en una fila en el exterior, donde cada persona explicaba lo que le interesaba y dependiendo de su caso, recibía un boleto con un número para esperar su turno en las diversas dependencias interiores.

En la recepción externa había dos personas, una joven y un señor, ataviados con lo que yo imaginé que era un uniforme, que caricaturizaba, de forma lamentable, el traje sastre de los ejecutivos de Wall Street. No consigo entender porqué algunos vestuarios se adoptan tan acríticamente en nuestro país, donde las condiciones no son siempre propicias para esa clase de disfraces.

De todas formas, el detalle no habría llamado mucho mi atención, si no hubiese presenciado la retirada de una mujer que decía que no la habían dejado entrar a la oficina de La Cédula, porque llevaba una blusa sin mangas.

Poco después llegó otra señora, de pelo enlacado, que sin ponerse en fila abordó al funcionarito ensacado de la recepción. No tuve oportunidad de escuchar todo lo que ella decía, aparte del "Yo vengo de parte de Ramón...", pero si vi como él se desbordaba en obsequiosidades y que abandonó su puesto para servirle de flanqueador a la recién llegada, que por alguna razón, no tenía que pasar por los trámites a los que estábamos sometidos los demás.

Sabía que alguien estaba pisoteando mis derechos y los de todos los que estaban en la fila, pero me quedé callada, como callados se quedaron todos, aunque por la expresión de las caras de varios, me parece que no solo yo me percataba de lo ocurrido y que no solo a mí me molestaba.
Finalmente me asignaron un número, el 97, y me dirigí a la oficina que me indicaron. Comprobé que iban por el número 62, cuyo depositario ya estaba adentro. Como yo tenía el 97, había 33 personas en turno antes de que llegara el mío.

La sala estaba atiborrada de gente. Aparte de la pantalla con los números de los solicitantes de cédulas, también había otra que, si no me equivoco, era para cuestiones de actas de nacimiento.

Tomé asiento y eché una ojeada alrededor. Casi toda la gente que había en el salón era pobre. Me pregunté si la institucionalidad de la República Dominicana está tan lastimada que gestionar en persona y por los procedimientos rutinarios un documento de identificación, se habrá vuelto un indicador de marginalidad social, así como respetar las leyes de tránsito es un síntoma de pariguayismo.

La gente hablaba como si estuviera en un velorio de rico y tenía una actitud un punto demasiado recogida, una tensa y artificiosa compostura que el pueblo dominicano solo exhibe en algunos ambientes a los que teme, como el consulado gringo.

Me sumergí en la lectura de La Ciudad Sin Tiempo, de Enrique Moriel, que por esos días me tenía hechizada y perdí la noción del tiempo. Tal vez había pasado hora y media cuando un calambre en un músculo dormido me sobresaltó. Miré la pantalla y el número seguía en 62, lo que me pareció un poco extraño, pero volví a mi libro.

Al poco tiempo, del área que supuse dedicada a las actas de nacimientos, salió una empleada muy modosa, que saludó efusivamente a joven de unos 20 años que estaba sentado cerca de mí.

- ¡Mengano! ¿Cómo estás?- cuánto tiempo-tú estás perdido-nos tienes botados...

-Sí, es que he estado atareado en la universidad, pero uno de estos días paso a saludar –respondió Mengano, mientras intercambiaba besos.

-¿Qué te trae por aquí?

-Un problema con un acta...

-Pero ven, ven, déjame llevarte donde Zutano para que él te resuelva...
La tipa, con la mayor naturalidad, sacó al joven que estaba esperando su turno y se lo llevó brincándolo por encima de la cabeza del resto. Yo me quedé callada, pero ya definitivamente distraída de mi libro y habiendo pasado por lo menos dos horas, sin que el contador de números de moviera, opté por abandonar la lectura y ponerme a observar los acontecimientos.

Me di cuenta de que había dos personas entrando gentes como Pedro por su casa en la oficina de La Cédula, mientras nosotros, los que hicimos la fila y teníamos nuestros números y esperábamos nuestros turnos, permanecíamos allí, como un grupo de pendejos comemierda.

Así debió ser cuando Trujillo, pensé mientras miraba la gente tan cohibida y apocada, con su pobreza encima, que sabía que la estaban jodiendo pero que no se atrevía a quejarse y que hablaba bajito, como para no ofender la decencia de las paredes gubernamentales, ni la quizás caprichosa sensibilidad de esos empleados del gobierno que, aunque se trate de dioses muy menores, pueden dificultarle la vida a quien es nadie.

Sentí la oleada de sangre que me subió a la cara, pero me apoltroné mejor en mi asiento para confirmar las impresiones. Un tipo alto y entrado en carnes, que se pavoneaba de un lado a otro con cierto aire de preboste de cárcel, entró irregularmente 46 personas en el tiempo que lo estuve observando y el otro, que era un buscón simple, también entró como una docena.

Me levanté y me dirigí al guardián de la puerta de La Cédula, muy amablemente, pero con voz lo suficientemente alta para que se oyera en todo el salón: Excúseme, Señor, pero ¿Se puede saber por qué la pantalla no cambia de número y el caballero ese, ha entrado más de 40 personas sin hacer fila?

-Tiene que preguntarle a él, que es el Delegado del Partido- me respondió el portero.

-¡¿Cómo?! ¡¿Es que esto es un partido?! Yo creía que esto era la oficina de La Cédula...

-Sí, aquí es La Cédula, pero el que sabe de esos problemas es el Delegado del Partido.

-¡Ah! Pues con su permiso, Señor, voy a hablar con él- traspaso la puerta y me encuentro con el "Delegado".

-Mire, Usted, Señor, yo quiero saber porqué tenemos tres horas esperando turnos allá afuera, la pantalla de los números no se ha movido una sola vez y usted está entrando gente sin hacer la fila...

-Es que yo soy el Delegado del Partido Liberación Dominicana...

-¡¿Y a mí qué me importa?! ¿A usted no le da vergüenza pasar por encima, atropellando a toda esa pobre gente que está ahí afuera y que no se atreve a hablar?

-Mire, Señora, eso no va a cambiar nunca...

- ¡¡Yo sé que no va a cambiar nunca!! ¡¡Yo sé que eso no va a cambiar nunca, mientras esté en manos de basuras y parásitos como Usted!!- Di la vuelta y salí. Me detuve en mi asiento y desde allí pronuncié un brevísimo discurso, como de minuto y medio, explicándole a la gente por qué la pantalla de los números no se movía y por qué la gente no debe tolerar callada esos abusos. Cuando acabé ya la pantalla se estaba moviendo.

El asunto siguió (pronuncié como cuatro o cinco micro discursos más en lo que llegaba mi turno, que llegó rapidísimo, por cierto) pero esta es un versión condensada de los episodios de aquél día.

Dejé hecha la solicitud de mi cédula. Uno de estos días volveré a ver si ya la tienen lista... y a solicitar otra, porque en esa ocasión me alteré tanto, que parezco un demonio en la foto.

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