jueves, 12 de septiembre de 2013

SI YO FUERA CATÓLICO

Por Haroldo Dilla Alfonso

El cardenal López Rodríguez y su lenguaje agresivo y procaz

Si yo fuera católico pediría al papa Francisco –de quien, con sus aires de renovación, se pueden esperar muchas cosas- que libere a Nicolás López Rodríguez de sus funciones arzobispales. Y de paso pediría que se lo lleven –con todos sus dotes cardenalicios- para algún convento alpino donde pueda organizar mejor su inevitablemente próximo encuentro con el creador.

Lo haría por dos razones principales.

La primera se refiere al derecho que tiene la sociedad dominicana a pensar por sí misma, a debatir puntos de vista diferentes, a decidir sobre cómo debería ser el mundo mejor a que aspira. Y hacerlo sin la presión chantajista del Cardenal, sus colaboradores y corifeos, todos reclutados entre lo peor de la derecha laica y eclesiástica.

No se trata de que la iglesia católica no tenga derecho a ser parte de ese debate. Lo es por derecho propio. Pero no puede seguirlo haciendo como una fuerza por encima de todo, donde política, ley y moral forman un mogollo irreconocible. Tal y como sucedió, en aquellos tiempos ya superados y repudiados por la propia iglesia, en que los jerarcas eclesiásticos aterrorizaban a sus ovejas –y más aún a quienes no querían serlo- y enviaban a las hogueras a los irreductibles. Obviamente ya no hay hogueras físicas como en los tiempos de Torquemada y Sepúlveda. Pero siguen existiendo hogueras simbólicas donde en vez de llamas, arden ofensas y estigmatizaciones, y en lugar de cuerpos físicos, se queman prestigios y honores.

La segunda razón se refiere a la propia iglesia.

Lo que ha permitido a la iglesia católica sobrevivir por tantos siglos ha sido su capacidad de adaptación por encima de los dogmas. A veces lo ha hecho sacando lo peor de sí, pero otras veces ha sacado lo mejor, de lo cual son ejemplos todas las formas de militancia junto a los desposeídos. Y es esta última tradición la que ha producido las mejores utopías de igualdad y fraternidad, a Las Casas y Montesinos, a Miguel Hidalgo y Félix Varela, a Hélder Cámara y a Samuel Ruiz.

Es esta última la tradición que necesitamos en nuestra sociedad, asediada por la insensibilidad social, la corrupción, la xenofobia y el elitismo. Es esta iglesia, y no la cofradía oligárquica que representa López Rodríguez, la que requiere República Dominicana. Y la que los católicos dominicanos necesitan para poder mirar de frente a los tiempos.

Yo estoy seguro que la inmensa mayoría de los dominicanos y dominicanas –católicos o no- estamos hartos de los desplantes groseros del cardenal. Su arsenal es digno de la época de las cruzadas. Es un hombre que pertenece a esa lacra minoritaria y atrasada que considera a los derechos sexuales como “inventos de gente carentes de moral y principios”. Y sobre todo, que no tiene reparos para mostrar sus blasones medievales públicamente.

A los homosexuales los parangona con seres desviados por el demonio del sentido de la creación, y a los que abogan por los derechos plenos de estas personas les llama farsantes, salvajes y plagas universales. Su militancia homofóbica se sustenta en la idea de que existe una conspiración internacional –“perversa, macabra, inicua”- para resaltar a estos seres que “contradicen frontalmente la naturaleza humana”. Abogar por ellos, dice, es postrarse ante Moloc.

Ante el aborto tampoco escatima insultos: los médicos que lo apoyan como medida terapéutica son carniceros, los valientes legisladores que en 2010 se oponían a su penalización constitucional eran “mercaderes de la vida” y todos los que los apoyamos somos asesinos dispuestos a matar. La jueza que dictaminó a favor de Profamilia –y que con ello hizo ese día al país un poco mejor- fue objeto de burlas groseras que no pudieron llegar a ser cínicas, pues el cinismo requiere un mínimo de sofisticación intelectual que no tiene el discurso inmoderado del cardenal.

Si la iglesia católica quiere efectivamente posicionarse en el lado amable de la vida en esta coyuntura decisiva de la historia dominicana, tiene que producir una remoción de su liderazgo. No puede avanzar con el lastre de un arzobispo cada vez más intratable y reaccionario. Y está obligada a hacerlo para poder cumplir con sus metas inconclusas de solidaridad y fraternidad que López Rodríguez pisotea cada día con su lenguaje agresivo y procaz, más propio de un mayoral de plantaciones que de un siervo de Dios.

Tomado de 7dias.com.do


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