Por ANDRÉS L. MATEO
Leonel Fernández se imagina juzgado por una historia que sólo quiere entender el lenguaje que él mismo le presta. Por eso no concibe que, hacia adentro de su propio partido, ya nada será igual.
La política dominicana toma a sus correligionarios como ingenuos, pero lo que ha terminado por hartarnos son esos paradigmas, esos seres superiores, que sobreindican la intención de salvarnos en el espesor mismo de la mentira. ¿Acaso no era él un ser alado, un providencial, que flotaba en el torbellino de las pasiones y que, cuando las cosas se ponían graves, simulaba reemplazar la política por la Patria? Los otros eran los políticos, él era la Patria. Él fingía estar por encima de toda la degradación que vivíamos a diario: la corrupción, la injusticia social, el hambre, la miseria moral que nos agota. Y, como si no tuviera nada que ver con eso, venía a salvarnos. Fue Balaguer quien en la historia contemporánea dominicana convirtió la desmemoria en razonable, arrojando al limbo de las conveniencias todo juicio moral que reinventara el país. Pero Leonel Fernández ha gobernado en el centro de una euforia magnífica que lo convirtió en Dios, noblemente fijado sobre el éxito, y con el don de decidir la suerte o la desdicha de muchos otros.
Transformó al Partido en un Partido-Estado, y usó el cemento invisible de la corrupción y la permisibilidad generalizada, para convertirse en líder indiscutible. Más que un líder político, encarnó en un alter-ego del Estado. Y en el Partido-Estado el usufructo del poder manipula la conciencia, la palabra y la vida. Por eso el silencio total de sus viejos militantes fraguados en la estirpe ética del Maestro, ante el nivel desmesurado de la corrupción; por eso la búsqueda desesperada de enriquecimiento personal, y el desdén por los antiguos principios. El PLD estaba en sus manos, expurgado de todo prurito de moralidad.
Tras la pérdida del gobierno, Leonel Fernández fue zarandeado; torpe e impotente ante la efervescencia de un país enfurecido se le descascaró la esfinge divina que sus paniaguados tejieron. Los juicios populares cundieron, su imagen aborrecida. Envejeció más que Juana de Arco. Y luego, para colmo, en las dos convenciones de su partido le abollaron los ojos y le hincharon el buche; descorriéndole el barniz de la fría indiferencia con que su ropaje de “triunfador” le refugiaba, encerrándolo en una situación de debilidad y temor. Tiene poder y dinero, es cierto. Encarna un mito de proyección, y conoce en su intimidad el océano de degradación en que hemos vivido. Pero, ya nada será igual.
¿Puede él creer que bastaría con que diga que quiere ser el candidato del PLD para que Francisco Javier, Temístocles Montás, Reynaldo Pared y otros, retiren sus aspiraciones?
Hegel decía que “para el mozo de cabecera no hay héroe”, y Francisco Javier lo fue en sus tres campañas. Conoce el escorbuto del amo; también es un hombre muy rico. Temístocles lo ha enfrentado a partir de esa libertad inofensiva que se escandaliza con la mixtura de democracia y dictadura. Fue un limpiasaco del príncipe, y justificó su estropicio, pero se retuerce ante las prescripciones de la razón. El Reynaldo Pared quiere tocar el piano de oído, pero saltó al ruedo. Y está, sobre todo, el danilismo; que tiene en el drama un rasgo constitutivo de la mentalidad del cornudo: perdona pero no olvida. Cuando Danilo Medina dijo aquella vez que lo había derrotado el Estado, lo que quiso significar fue que para ganarle, Leonel Fernández prostituyó todas las instituciones públicas. Y los métodos que se han usado para vencer al Príncipe en las dos elecciones internas, dejan bien claro la disposición de emplear los mismos recursos que usó Leonel para vencerlo a él.
Un Partido-Estado funciona mediante un oscuro vínculo de lealtad tribal. Se puede consignar una cosa en los estatutos, proclamar algunas ideas en la doctrina, pero se suele hacer una tercera muy distinta. En ese conglomerado Leonel Fernández tampoco es ya el mismo. Antes tenía ventajas suciamente judaicas: el presupuesto, los tránsfugas, los camiones del plan social, la corrupción y el cinismo. Ahora aguarda la tercera jugada, y espera. Porque, ya nada será igual.
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