domingo, 2 de marzo de 2014

ESTO TENGO QUE CONTARLO

Por Melvin Mañón

Mi amiga, Berta Santana, llega a su casa, en la calle Max Henríquez Ureña alrededor de las ocho de la noche del miércoles 26 de febrero. Se estaciona y cuando da los primeros pasos sobre la acera para penetrar al área del edificio de apartamentos donde vive, un individuo que sale de la nada se lanza sobre ella para tirarla al piso. Ella, a pesar de la sorpresa, resiste el primer embate pero el agresor logra tirarla al suelo. Su cómplice espera en la moto encendida que está apenas a unos metros de distancia. El agresor trata, con torpeza y prisa de arrancarle la cartera pero no se percata de que es una cartera pequeña que mas que colgar holgadamente de su hombro se abraza al lado interior de sus brazos, acomodada en las axilas.

-Entrega la cartera coño- la conmina el atracador mientras la golpea y la arrastra hacia la moto.

-Eres tu quien no sabe sacarla- grita indignada.

Desde la puerta del edificio, la hija mayor de Berta que ya se ha percatado de la situación grita pidiendo auxilio pero la gente, prefiere no oir, se esconde y un militar que se supone que escuchó el pedido de auxilio no reacciona y los bandidos le pasan literalmente por el frente.

Desconsolada, golpeada e indignada Berta busca el teléfono de su hija que ya la acompaña y hace una primera llamada. Su amigo mas cercano en el área es el Arq. Eduardo Julia.

En cuestión de minutos se traslada Eduardo al lugar del hecho y viendo el lamentable estado de Berta así como realizando la necesidad de emprender las acciones de lugar en estos casos, se dispone a trasladar a Berta a una clínica. Abre la puerta de la camioneta que conduce y está ya casi listo cuando le sorprende, el toque frio e intimidatorio de un cañón en la parte trasera de la cabeza y una voz autoritaria y profesional a sus espaldas que breve y precisa anuncia: “La cartera y los celulares . . Pronto”.

-Coño ¿pero otra vez? Exclama Berta.

El nuevo agresor, un tipo fornido, de forma y conducta resuelta, intimidatoria, con el tono de alguien que está acostumbrado a mandar ignora la exclamación de Berta, posiblemente, tampoco él podía imaginárselo.

-Rápido- insiste sin vacilar, con la cara descubierta, sin temor a que lo vean e identifiquen pero al mismo tiempo y paradójicamente, sin prisa y sin miedo.

Berta quiere que el tipo se percate de que no tiene nada que le puedan robar porque ya lo ha hecho otro antes. Eduardo le ofrece lo único que tiene: su cartera, que el ladrón naturalmente toma. El hombre está incrédulo. No tiene prácticamente nada y eso no es posible ni aceptable. Berta se percata de la situación y del momento. Tiene en las manos una botella de agua. La exprime en dirección a la cara del hombre y se la tira diciéndole, entre desesperada y sin salida, malhumorada:

-Tome, que eso es lo único que queda porque –repite en cuestión de segundos- el que me asaltó antes se llevó lo que tenía.

El ayudante del agresor, vacila, incierto sobre si intervenir. La situación es insólita incluso para él, pero está en la moto, listo y dispuesto. Parece un tipo anormal pero obedece con prontitud las órdenes que da el agresor jefe. En total, la operación dura prácticamente segundos y deja a los tres agredidos con la horrible certeza de que, ese tipo, a diferencia del anterior tenía la estirpe del asesino y no solamente la del ladronzuelo.

Cuando logran reponerse ya los golpes del primer atracador empiezan a doler y van a una clínica. No los atienden porque no tienen seguro ni identificación. Las heridas empiezan a sangrar por dentro. La indignación desborda el torrente sanguíneo. Berta, acaso por primera vez en su vida, se da cuenta de que sería capaz de matar. Se siente despojada de la sensación vital de seguridad en su propia casa. Ya no es dueña de nada en este mundo. NO hay espacio donde se pueda sentir segura ni proteger a sus hijos. Es una sensación devastadora.

Al final, en una farmacia, consiguen un medicamento pero solamente porque el tipo de la farmacia conoce a Eduardo. En la policía, primero le dicen que debido a la zona donde se produjo el atraco deben dirigirse al furgón de la policía que está en la avenida Winston Churchill. Acuden allí, pero el sitio está virtualmente vacío, no hay nadie que les haga caso y deciden ir a un cuartel de verdad.
La descripción del agresor es inmediatamente reconocida por el personal policial: “ahh si . .. el tipo de la pistola niquelada”.

Sin terminar la historia, deberán volver a formalizar denuncia, firmar etc. a la mañana siguiente. Ya es 27 de febrero cuando Berta me llama, me informa y enseguida me traslado a verla. Llora de enojo, no de dolor. Grita de impotencia, cojea y me muestra su espalda y sus caderas amoratadas y me pide que, por favor, le de una vuelta y que la escuche porque tiene que desahogarse.

–Tengo hambre-, me dice- no he comido nada desde anoche y ya es media mañana. . . Bríndame algo- añade al pasar por frente a La Esquina de Tejas. Entramos. Ella relata. Yo escucho. Se iban ese mismo día 27 para la Isabela a visitar a su madre y su abuelo a quienes conozco. Los llama para avisarles la suspensión. Sigue llorando, incapaz de superar la indignación. Piensa en sus hijos pequeños, los que normalmente acuden a recibirla cuando llega con un pedazo de auyama o tres aguacates como traía esa noche. Se da cuenta por primera vez de lo que tantas veces hemos platicado: nos hemos quedado sin país. Nadie te protege. Tienes que hacerlo tu misma. No puedes contar con nadie. En esas estamos cuando ella escucha en el televisor de La Esquina de Tejas cuando el maestro de ceremonias en los actos del 27 de febrero que tienen lugar ante el Congreso va presentando a los miembros de la Suprema, del Tribunal Constitucional, la presidencia de las cámaras etc. En cada caso, el maestro de ceremonias se refiere a esas personas como, el honorable fulano de tal. Berta estalla de una vez por todas.

-Honorable soy yo, coño, no esos . . .

-Silvia – llamo a la encargada del negocio en esa hora y le digo: Silvia, no hay mas gente ahora. Esta mujer está indignada a mas no poder porque la asaltaron dos veces anoche y estos carajos están dispensándose honorabilidades donde no hay ninguna. Hazme un favor y apaga la mierda esa que no queremos verla.

Silvia, entiende la situación y el insólito pedido y la apaga.

Yo, al cabo de un rato, tras haber llegado Eduardo para ellos regresar juntos a la policía, me despido. En mi memoria la novela: “LA HORA 25” de Constantin Virgil Gheorghiu cuando al protagonista, tras años de sufrimiento y tortura en campos de concentración le piden, para una foto con fines publicitarios: “Sonría por favor . . . vamos, una sonrisa”.

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