Por José Fernández Pequeño
Tomado del blog palabrasdelquenoesta.blogspot.com, del autor.
No es exagerado decir que durante las tres primeras décadas del siglo xx los hermanos Pedro y Max Henríquez Ureña (Santo Domingo, 1885-1968) conquistaron el territorio iberoamericano para la literatura dominicana. Sin embargo, mientras la obra de Pedro goza de un merecido reconocimiento en su país de origen, la de Max ha sido ninguneada con franco ensañamiento. ¿La razón? Así se expone en un artículo publicado hace poco más de un mes: "Por insistencia de Max (su hermano menor) a quien conscientemente dejo fuera de este análisis por haberse plegado para obtener numerosos cargos, Pedro ocupó la Superintendencia de Educación [de la República Dominicana] a finales de 1931".
Max Henríquez Ureña regresó a su país en ese 1931, después de una ejemplar trayectoria como profesor, escritor, periodista y gestor cultural en Cuba, para trabajar a las órdenes del entonces joven presidente Rafael Leónidas Trujillo. No fue una excepción. Muchos intelectuales nacionalistas dominicanos –incluyendo a prácticamente todos los Henríquez– creyeron que al despuntar los años treinta se abría un nuevo contexto donde, derrotado el caciquismo político, por fin los más altos talentos tendrían la oportunidad de trabajar para el desarrollo del país dentro de un clima de seguridad y organización. Bajo el trujillismo, Max fue superintendente de Educación, ministro de Relaciones Exteriores, así como diplomático en numerosos países e instituciones internacionales hasta finales de los años cuarenta.
Obviamente, Max Henríquez Ureña se equivocó. Gran parte del último capítulo de mi libro En el espíritu de las islas (Taurus, 2003) está dedicada a reflexionar sobre la trayectoria de su pensamiento y acción entre 1904 y 1931, la misma que lo acercó en los años veinte a la izquierda política y que lo llevó en los treinta a poner su creciente reconocimiento internacional al servicio de Trujillo. No me interesaba condenar ni perdonar, esa es función de jueces, políticos con aspiraciones y analistas en busca de llamar la atención para cosechar temprano. Intentaba lo que creo es tarea del pensamiento intelectual: entender, que la única manera perdurable de no olvidar y, más todavía, de aprender con provecho.
Como se trata de la vida y no de una telenovela cuajada de personajes unidimensionales, el errado compromiso político de Max con la dictadura no tiene por qué empañar su tesonera obra de investigación, que nos ha legado algunos de los más sólidos cimientos de nuestra historiografía literaria. Durante los muchos años que pasé leyendo papeles de su extraordinario archivo, en el Instituto de Literatura y Lingüística de La Habana, recibí una verdadera lección sobre la dedicación y la honestidad del investigador, sobre la entrega y la vocación de servicio intelectual que dan consistencia a la obra del dominicano. Allí pueden seguirse paso a paso los esfuerzos que el escritor desplegó durante más de cincuenta años en el estudio de temas que solo abandonó con su muerte: la literatura dominicana, la literatura cubana y el modernismo. De esos esfuerzos nacieron Panorama histórico de la literatura dominicana (1945), Breve historia del modernismo (1954) y Panorama histórico de la literatura cubana (1963), obras de ejemplar erudición, notables puntos de partida. Dicen que aquel aciago 23 de enero, al partir, dejó huérfana la idea de una historia de la literatura puertorriqueña. Dicen.
Durante los últimos tiempos hemos visto señales alentadoras. En 2008, el Ministerio de Cultura dominicano, bajo la dirección de José Rafael Lantigua, dio inicio a la tarea de compilar en 28 tomos la Obra y apuntes de Max Henríquez Ureña. En el pasado reciente, algún que otro intelectual dominicano –tal es el caso de Max Henríquez Ureña. Las rutas de una vida intelectual, de Odalís G. Pérez – se ha interesado con seriedad por la obra del tercero de los Henríquez Ureña. Es poco aún. Sigue predominando el culto cerrado y miserable a una leyenda negra construida a partir de la actitud política como único rasero para aplaudir y descalificar... sin matices en ambos casos. Es como si los años sesenta y setenta del pasado siglo se negaran a terminar.
En uno de los textos que recogió como parte de su libro De Rambaud a Pasternak y Quasimodo (1960), Max Henríquez Ureña nos dice que Sartre “no ha tenido el mal gusto de convertir sus obras en mero vehículo difusor de una tesis doctrinal basada en el existencialismo”. Y abunda luego: “Una cosa es que sepamos cómo piensa un escritor, y que sus ideas pasen a la literatura […] y otra cosa es que ese autor utilice su producción como trompeta de propaganda de una tendencia o una filosofía”. La cita puede ser aplicada a la propia literatura del dominicano, donde no pocas veces encontramos rasgos del pensamiento que terminó echándolo en brazos del trujillismo, muy visibles –por ejemplo– en las cuatro novelas históricas que publicó entre 1938 y 1951, literariamente prescindibles.
Pero la obra esencial del investigador dominicano, esa que se desplegó en más de cuarenta títulos y le ha ganado el respeto y la atención del mundo académico internacional, nunca fue puesta al servicio de Trujillo, como sí ocurrió con numerosísimos intelectuales y artistas dominicanos de la llamada Era. Y aquí Max Henríquez Ureña deja una última y utilísima enseñanza para nuestra época: como ser social que es, cualquier intelectual puede abrazar una causa –política, religiosa, social, ideológica, filosófica, etc.–, lo que no puede sin renunciar a la limpia búsqueda de la verdad es subordinar su obra a esa causa. Visto de ese modo, el viejo Max sigue estando dos pasos por delante de sus posmodernos e intolerantes jueces.
Ilustración: A la izquierda, Max Henríquez Ureña en los años sesenta, poco antes de morir, fragmento de una foto cedida por Catalina Navarro de Russo. A la derecha, la misma imagen trabajada por Editorial Santillana para la portada de mi libro En el espíritu de las islas; los tiempos posibles de Max Henríquez Ureña. El montaje es de Karenia Guillarón.
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