HACE 500 AÑOS DEL SERMÓN DE MONTESINOS
Por Monseñor Ramón De la Rosa y Carpio
Estamos celebrando los 500 años del Sermón de Fray Antón de Montesino, pronunciado en Santo Domingo en 1511 contra los encomenderos y en pro de los derechos de los indígenas.
Aconteció exactamente el IV domingo de Adviento, que ese año de 1511 cayó el 21 de diciembre. En este año 2011 ese mismo domingo cae 18 de diciembre. En la Iglesia se sigue leyendo el mismo texto del Evangelio en el tiempo de Adviento, pero ahora el III Domingo, porque, con la renovación litúrgica después del Concilio Vaticano II, se consideró mejor colocar en el IV domingo un texto más cercano al acontecimiento de Navidad. Por eso ahora está Lucas 1, 26-38, el relato de la Anunciación a la Virgen María, sobre la Encarnación del Hijo de Dios en sus entrañas purísimas.
Me parece oportuno traer a la memoria el acontecimiento tal y como lo relata Fray Bartolomé de las Casas, en su Historia de las Indias II, Parte Primera, capítulo IV (México: Fondo de Cultura Económica, 1965), 440-442. Podría uno unir las palabras de Montesino a la gigantesca estatua suya levantada a la entrada del Puerto de Santo Domingo e imaginar que, desde allí, las sigue predicando a los cuatro vientos, a los dominicanos y al mundo entero. Cito:
Capítulo IV
“Y porque era tiempo del Adviento, acordaron que el sermón se predicase el cuarto domingo, cuando se canta el Evangelio donde refiere el evangelista San Juan: “Enviaron los fariseos a preguntar a San Juan Bautista quién era, y les respondió: “Egovox clamantis in deserto” (Jn. 1, 23).
Y porque se hallase toda la ciudad de Santo Domingo al sermón, que ninguno faltase, al menos de los principales, convidaron al segundo Almirante, que gobernaba entonces esta isla, y a los oficiales del rey, a todos los letrados juristas que había, a cada uno en su casa, diciéndoles que el domingo en la iglesia mayor habría sermón suyo, y querían hacerles saber cierta cosa que mucho tocaba a todos; que les rogaban se hallasen a oírlo.
Todos concedieron de muy buena voluntad, lo uno por la gran reverencia que les hacían y estima que de ellos tenían, por su virtud y estrechura en que vivían y rigor de la religión; lo otro porque cada uno deseaba ya oír aquello que tanto les habían dicho tocarles, lo cual si ellos supiesen antes, cierto es que no se les predicara, porque ni lo quisieran oír, ni predicar les dejaran.
Llegado el domingo y la hora de predicar, subió al púlpito el susodicho padre fray Antón de Montesino, y tomó por tema y fundamento de su sermón, que ya llevaba escrito y firmado de los demás: “Ego vox clamantis in deserto” (Is 40,3; Lc 3, 4).
Hecha su introducción, y dicho algo de lo que tocaba a la materia del tiempo del Adviento, comenzó a encarecer la esterilidad de las conciencias de los españoles de esta isla y la ceguera en que vivían; con cuánto peligro andaban de su condenación, no advirtiendo los pecados gravísimos en que con tanta insensibilidad estaban continuamente zambullidos, y en ellos morían. Luego torna sobre su tema, diciendo así:
Para dárosla a conocer, me he subido aquí, yo que soy voz de Cristo en el desierto de esta isla. Y por lo tanto, conviene que con atención, no cualquiera, sino con todo vuestro corazón y con todos vuestros sentidos, la oigáis. La cual vozos parecerá la más nueva que nunca oísteis, la más áspera y dura y más espantable y peligrosa que jamás no pensasteis oír.
Esta voz encareció por buen rato con palabras muy punitivas y terribles, que le hacían estremecer las carnes y que les parecía que ya estaban en el divino juicio. La voz, pues, en gran manera, en universal encarecida, les declaró cuál era o qué contenía en sí aquella voz. Esta voz, -dijo él-,[dice] que todos estáis en pecado mortal, y en él vivís y morís, por la crueldad y tiranía que usáis con estas inocencias gentes.
Decid, ¿con qué derecho y con qué justicia tenéis en tan cruel y tan horrible servidumbre a estos indios? ¿Con qué autoridad habéis hecho tan detestables guerras a estas gentes que estaban en sus tierras, mansas y pacíficas, donde tan infinitas de ellas, con muertes y estragos nunca oídos, habéis consumido? ¿Cómo los tenéis tan oprimidos y fatigados, sin darles de comer ni curarlos en sus enfermedades, que sucumben a los trabajos excesivos que les dais, y se os mueren, o mejor dicho, los matáis por sacar y conseguir oro cada día? ¿Y qué cuidado tenéis de quien les adoctrine, y conozcan a su Dios y Criador, y sean bautizados, y oigan misa, y guarden las fiestas y los domingos?
Y éstos, ¿no son hombres? ¿Acaso no tienen almas racionales? ¿No estáis obligados a amarlos como a vosotros mismos? ¿Es que no entendéis esto? ¿Es que no lo sentís? ¿Cómo estáis en tanta profundidad de sueño tan letárgico dormidos? Tened por cierto que, en el estado en que estáis, no os podéis salvar más que los moros o los turcos, que carecen y no quieren la fe de Jesucristo”.
Finalmente, de tal manera se explicó la voz que antes había muy encarecido, que los dejó atónitos, a muchos como fuera de sentido, a otros más empedernidos, y algunos algo compungidos. Pero a ninguno, a lo que yo después entendí, convertido.
Concluido su sermón, bájase del púlpito con la cabeza no muy baja, porque no era hombre que quisiese mostrar temor, así como no lo tenía, si se daba mucho por desagradar los oyentes, haciendo y diciendo lo que, según Dios, le parecía convenir. Con su compañero, se va a su caja pajiza donde, por ventura, no tenían qué comer, sino caldo de berzas sin aceite, como algunas veces les acaecía. Salido él, queda la iglesia llena de murmullo, que según yo creo, apenas dejó acabar la misa. Puédese bien juzgar que no se leyó lección de Menosprecio del Mundo a las mesas de todos aquél día.
En acabando de comer, que no debiera ser muy gustosa la comida, júntase toda la ciudad en casa del Almirante… y acuerdan de ir a reprender y asombrar al predicador y a los demás, si no lo castigaban como a hombre escandaloso, sembrador de doctrina nueva, nunca oída, condenando a todos, y que había hablado contra el rey y su señorío que tenía en estas Indias, afirmando que no podían tener los indios, dándoselos el rey. Y éstas eran cosas gravísimas e irremisibles.
Llaman a la portería, abre el portero, le dicen que llame al vicario y a aquél fraile que había predicado tan grandes desvaríos. Sale sólo el vicario, venerable padre, fray Pedro de Córdoba. Le dicen con más imperio que humildad que haga llamar al que había predicado. Responde, como era prudentísimo, que no había necesidad; que si su señoría y mercedes mandan algo, que él era el prelado de aquellos religiosos, y él respondería.
[…] Viendo el santo varón que llevaban otro camino e iban templando el brío con que habían venido, mandó llamar a dicho padre fray Antón de Montesino, el cual maldijo el miedo con que vino. Sentados todos, propone primero el Almirante por sí y por todos su querella, diciendo que cómo aquél padre había sido osado a predicar cosas en tan gran de servicio del rey y daño de toda aquella tierra… y porque aquél sermón había sido tan escandaloso y en tan gran deservicio del rey y perjudicial a todos los vecinos de esta isla, que determinasen que aquél padre se desdijese de todo lo que había dicho; donde no, que ellos entendían poner el remedio que conviniese.
El padre vicario respondió que lo que había predicado aquél padre había sido de parecer, voluntad y consentimiento suyo y de todos, después de muy bien mirado y conferido entre ellos. Y con mucho consejo y madura deliberación se habían determinado que se predicase como verdad evangélica y cosa necesaria a la salvación de todos los españoles y los indios de esta isla, que veían perecer cada día, sin tener de ellos más cuidado que si fueran bestias del campo; a lo cual estaban obligados de precepto divino por la profesión que habían hecho en el bautismo, primero de cristianos, y después de frailes predicadores de la verdad. En lo cual no entendían de servir al rey, que acá los había enviado a predicar lo que sintiesen que debían predicar, necesario a las ánimas, sino servirle con toda fidelidad. Y que tenían por cierto que desde que Su Alteza fuese bien informado de que acá pasaba y lo que sobre ello habían predicado, se tendría por bien servido, y les daría las gracias.
CONCLUSIÓN:
CERTIFICO: que he citado textualmente el capítulo IV de la Historia de las Indias II, de Fray Batolomé de las Casas acerca del Sermón de Montesino en la Isla de Santo Domingo, el IVdomingo de Adviento, 21 de diciembre del año del Señor de 1511.
DOY FE, en Santiago de los Caballeros, a los 7 días del mes de diciembre del año del Señor de 2011.
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