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miércoles, 1 de febrero de 2012

CURCUTEANDO

Duarte no morirá, a pesar de los deseos de los Leoneles, Pared Pérez y Vinchos
José F. Ramírez
josefr77@gmail.com


Al conmemorarse el 199 aniversario del NACIMIENTO de Juan Pablo Duarte y Diez, Padre de la Patria dominicana, y después del fiasco senatorial, saludando su fallecimiento, uno no puede menos que preguntarse si no habrá sido este monumental insulto a la nacionalidad una manifestación PÚBLICA del deseo PRIVADO de los que nos gobiernan de que Duarte esté, definitivamente, muerto y enterrado.

Y no hablamos aquí del Duarte físico, víctima de las traiciones y persecuciones de sus contemporáneos, no; hablamos del Duarte-moral, el Duarte-dignidad, el Duarte-sacrificio, el Duarte-militar, el Duarte-democracia, el Duarte que aún espera la única recompensa a que aspira, de vernos libres, felices, independientes y tranquilos, el Duarte siempre dispuesto a honrar nuestra bandera con su sangre, el Duarte confiado en que su ejemplo "no dejará de tener imitadores".

Es el mismo Duarte que aguarda aún a que escarmentemos a los traidores, el Duarte, en fin, que vive en los que nos negamos a callar, en los que nos negamos a vendernos, a loar a los predestinados de turno o a permanecer impasibles mientras vemos como "una facción miserable" desgaja el patrimonio y suelo Patrio, subastándolo al mejor postor, mientras descaradamente se arrodilla ante las potencias extranjeras y los poderes económicos mundiales.

Ese es el Duarte que Pared Pérez cree, erróneamente, muerto.

Y matarlo ha intentado, desde los albores de nuestra declaración de Independencia, los poderes opresores y obscurantistas que han hilvanado, por 200 anos, acciones e intenciones de asesinar y borrar, en vano, sus ideas.

Y uno de los poderes que más temprano se levantó en contra de Juan Pablo Duarte y los Trinitarios fue la Iglesia Católica.

Ahora que se habla de la última Carta Pastoral católica, propicia es la ocasión para, en este mes de la Patria, dar a conocer una de las primeras firmada por esa lumbrera de la filantropía y la benevolencia conocida como Arzobispo Tomas Portes e Infante, quien, dicho sea de paso, fue el primero que, al recibir a Duarte al regreso del exilio el 15 de Marzo de 1844, le llamo, públicamente "Padre de la Patria".

El historiador Juan Maríñez, en su libro Origen y desarrollo de la nación dominicana, nos revela la Carta Pastoral del 28 de julio de 1844, en la cual la Iglesia Católica respalda y apoya al traidor Pedro Santana y su gobierno, quien declaró "traidores a la Patria" a Duarte, a Sánchez, a Mella y a otros, por oponerse a los planes anexionistas con Francia. Veamos:

Esta Carta Pastoral fue la que legitimó desde el punto de vista teocrático a la dictadura criminal encabezada por Pedro Santana. Los fusilamientos de Mará Trinidad Sánchez, de los Puello, del general Mora, etc. están aquí legitimados. Los expulsados y los fusilados fueron excomulgados por el mismo obispo inquisidor.

El original de la Carta se localiza en el Archivo General de la Arquidiócesis de Santo Domingo, estante B cajón 62, legajo 28. Esta fuente fue consultada por Maríñez en la copia localizada en el Archivo General de la Nación, Colección del Centenario de la República Dominicana, la cual fuera dirigida por Emilio Rodríguez Demorizi. Volumen II páginas 47 a 55. Maríñez transcribe el contenido de la Carta Pastoral firmada por el Arzobispo Portes:

“Solo Dios puede consolar nuestras penas, solo ese grandísimo Dios, ese Dios de dioses de toda consolación, es el único que sabe hablar al corazón: por consiguiente él os dice por órgano de mi débil voz pero embajador de su hijo preciosísimo, que os mantengáis en tranquilidad, que no abuséis de su misericordia y advertid que él es muy celoso de su honor y de su gloria y ya vosotros estáis comprometidos, y por supuesto se dará por ofendido si no obedecéis los mandatos y órdenes tanto del General de División y Jefe Supremo Santana como los de la Junta Central Gubernativa para lo cual os conminamos con excomunión mayor, a cualquier clase de persona que se mezclase en transformar las disposiciones de nuestro sabio Gobierno y del bien social.

"Dada en la ciudad de Santo Domingo, en el arrabal de la misericordia a los días 24 del mes de julio de 1844, firmado, Doctor Tomás de Portes (rúbrica)”.
Vistas estas traidoras acciones tempranas de la jerarquía eclesiástica, justo es enarbolar la bandera que reclama el rechazo del malhadado CONCORDATO y el establecimiento de un Estado LAICO en nuestro país.

Esto así, porque si vemos como la Iglesia Católica logra imponer, con presiones tras bastidores, sus dogmas religiosos en la Constitución de 2010, negando Derechos Humanos básicos, y los intentos del Cardenal López R. por abrogarse el derecho de convertir a la Iglesia en árbitro de lo que se publica o transmite en el país -mientras se usa la Catedral como tarima política de la PD, y Agripino enriquece las arcas de la institución clerical recogiendo los beneficios económicos del tráfico de una influencia basada en el protagonismo adquirido a través de la explotación de la ignorancia y las creencias mágico-religiosas- no podemos menos que concluir en que las mismas fuerzas anti patrióticas que persiguieron al Duarte físico, aún se ponen de acuerdo y trabajan, afanosamente para impedir que lleguen a materializarse los ideales de paz, bienestar, democracia, independencia y dignidad por los cuales él luchó y que lo hicieron alcanzar la inmortalidad.

Duarte no morirá, a pesar de los deseos de los Leoneles, Pared Pérez, Vinchos y lacras de toda laya, cuyas almas habitan en el páramo del despotismo, incapaces de comprender que -aunque traten de meter de contrabando los nombres de Bosch, Balaguer y Trujillo- mientras quede ¡un solo! dominicano a quien le duela su país, nadie podrá usurpar el puesto del prócer generador de nuestro ser como nación, el héroe de grandes batallas de la guerra y el espíritu.

Es el verdadero Padre de la Democracia que aún debemos instaurar y faro que alumbró y alumbrará las acciones pasadas, presentes y futuras de todos los que comprendemos que el nombre del verdadero Padre de nuestra Patria es: Juan Pablo Duarte y Diez.

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sábado, 12 de septiembre de 2009

Lisbeth Salander debe vivir

Por Mario Vargas Llosa

Comencé a leer novelas a los diez años y ahora tengo setenta y tres. En todo ese tiempo debo haber leído centenares, acaso millares de novelas, releído un buen número de ellas y algunas, además, las he estudiado y enseñado.

Sin jactancia puedo decir que toda esta experiencia me ha hecho capaz de saber cuándo una novela es buena, mala o pésima y, también, que ella ha envenenado a menudo mi placer de lector al hacerme descubrir a poco de comenzar una novela sus costuras, incoherencias, fallas en los puntos de vista, la invención del narrador y del tiempo, todo aquello que el lector inocente (el "lector-hembra" lo llamaba Cortázar para escándalo de las feministas) no percibe, lo que le permite disfrutar más y mejor que el lector-crítico de la ilusión narrativa.

¿A qué viene este preámbulo? A que acabo de pasar unas semanas, con todas mis defensas críticas de lector arrasadas por la fuerza ciclónica de una historia, leyendo los tres voluminosos tomos de Millenium, unas 2.100 páginas, la trilogía de Stieg Larsson, con la felicidad y la excitación febril con que de niño y adolescente leí la serie de Dumas sobre los mosqueteros o las novelas de Dickens y de Victor Hugo, preguntándome a cada vuelta de página "¿Y ahora qué, qué va a pasar?", y demorando la lectura por la angustia premonitoria de saber que aquella historia se iba a terminar pronto sumiéndome en la orfandad.

¿Qué mejor prueba que la novela es el género impuro por excelencia, el que nunca alcanzará la perfección que puede llegar a tener la poesía? Por eso es posible que una novela sea formalmente imperfecta, y, al mismo tiempo, excepcional. Comprendo que a millones de lectores en el mundo entero les haya ocurrido, les esté ocurriendo y les vaya a ocurrir lo mismo que a mí y sólo deploro que su autor, ese infortunado escribidor sueco, Stieg Larsson, se muriera antes de saber la fantástica hazaña narrativa que había realizado.

Repito, sin ninguna vergüenza: fantástica. La novela no está bien escrita (o acaso en la traducción el abuso de jerga madrileña en boca de los personajes suecos suena algo falsa) y su estructura es con frecuencia defectuosa, pero no importa nada, porque el vigor persuasivo de su argumento es tan poderoso y sus personajes tan nítidos, inesperados y hechiceros que el lector pasa por alto las deficiencias técnicas, engolosinado, dichoso, asustado y excitado con los percances, las intrigas, las audacias, las maldades y grandezas que a cada paso dan cuenta de una vida intensa, chisporroteante de aventuras y sorpresas, en la que, pese a la presencia sobrecogedora y ubicua del mal, el bien terminará siempre por triunfar.

UNA CALUMNIA. La novelista de historias policiales Donna Leon calumnió a Millenium afirmando que en ella sólo hay maldad e injusticia. ¡Vaya disparate! Por el contrario, la trilogía se encuadra de manera rectilínea en la más antigua tradición literaria occidental, la del justiciero, la del Amadís, el Tirante y el Quijote, es decir, la de aquellos personajes civiles que, en vista del fracaso de las instituciones para frenar los abusos y crueldades de la sociedad, se echan sobre los hombros la responsabilidad de deshacer los entuertos y castigar a los malvados.

Eso son, exactamente, los dos héroes protagonistas, Lisbeth Salander y Mikael Blomkvist: dos justicieros. La novedad, y el gran éxito de Stieg Larsson, es haber invertido los términos acostumbrados y haber hecho del personaje femenino el ser más activo, valeroso, audaz e inteligente de la historia, y de Mikael, el periodista fornicario, un magnífico segundón, algo pasivo pero simpático, de buena entraña y un sentido de la decencia infalible y poco menos que biológico.

¡Qué sería de la pobre Suecia sin Lisbeth Salander, esa hacker querida y entrañable! El país al que nos habíamos acostumbrado a situar, entre todos los que pueblan el planeta, como el que ha llegado a estar más cerca del ideal democrático de progreso, justicia e igualdad de oportunidades, aparece en Los hombres que no amaban a las mujeres, La chica que soñaba con una cerilla y un bidón de gasolina y La reina en el palacio de las corrientes de aire, como una sucursal del infierno, donde los jueces prevarican, los psiquiatras torturan, los policías y espías delinquen, los políticos mienten, los empresarios estafan, y tanto las instituciones y el establishment en general parecen presa de una pandemia de corrupción de proporciones priístas o fujimoristas.

Menos mal que está allí esa muchacha pequeñita y esquelética, horadada de colguijos, tatuada con dragones, de pelos puercoespín, cuya arma letal no es una espada ni un revólver, sino un ordenador con el que puede convertirse en Dios -bueno, en diosa-, ser omnisciente, ubicua, violentar todas las intimidades para llegar a la verdad, y enfrentarse, con esa desdeñosa indiferencia de su carita indócil con la que oculta al mundo la infinita ternura, limpieza moral y voluntad justiciera que la habita, a los asesinos, pervertidos, traficantes y canallas que pululan a su alrededor.

La novela abunda en personajes femeninos notables, porque en este mundo, en el que todavía se cometen tantos abusos contra la mujer, hay ya muchas hembras que, como Lisbeth, han conquistado la igualdad y aun la superioridad, invirtiendo en ello un coraje desmedido y un instinto reformador que no suele ser tan extendido entre los machos, más bien propensos a la complacencia y el delito.

SUEÑOS ERÓTICOS. Entre ellas, es difícil no tener sueños eróticos con Mónica Figuerola, la policía atleta y giganta para la que hacer el amor es también un deporte, tal vez más divertido que los aerobics, pero no tanto como el jogging. Y qué decir de la directora de la revista Millenium, Erika Berger, siempre elegante, diestra, justa y sensata en todo lo que hace, los reportajes que encarga, los periodistas que promueve, los poderosos a los que se enfrenta, y los polvos que se empuja con su esposo y su amante, equitativamente. O de Susanne Linder, policía y pugilista, que dejó la profesión para combatir el crimen de manera más contundente y heterodoxa desde una empresa privada, la que dirige otro de los memorables actores de la historia, Dragan Armanskij, el dueño de Milton Security.

La novela se mueve por muy distintos ambientes, millonarios, rufianes, jueces, policías, industriales, banqueros, abogados, pero el que está retratado mejor y, sin duda, con conocimiento más directo por el propio autor -que fue reportero profesional-, es el del periodismo. La revista Millenium es mensual y de tiraje limitado.

HACE BIEN. Su redacción, estrecha y para el número de personas que trabajan en ella sobran los dedos de una mano. Pero al lector le hace bien, le levanta el ánimo entrar a ese espacio cálido y limpio, de gentes que escriben por convicción y por principio, que no temen enfrentar enemigos poderosísimos y jugarse la vida si es preciso, que preparan cada número con talento y con amor, y el sentimiento de estar suministrando a sus lectores no sólo una información fidedigna, también y sobre todo la esperanza de que, por más que muchas cosas anden mal, hay alguna que anda bien, pues existe un órgano de expresión que no se deja comprar ni intimidar, y trata, en todo lo que publica e investiga, de deslindar la verdad entre las sombras y veladuras que la ocultan.

Si uno toma distancia de la historia que cuentan estas tres novelas y la examina fríamente, se pregunta: ¿cómo he podido creer de manera tan sumisa y beata en tantos hechos inverosímiles, esas coincidencias cinematográficas, esas proezas físicas tan improbables? La verosimilitud está lograda porque el instinto de Stieg Larsson resultaba infalible en adobar cada episodio de detalles realistas, direcciones, lugares, paisajes, que domicilian al lector en una realidad perfectamente reconocible y cotidiana, de manera que toda esa escenografía lastrara de realidad y de verismo el suceso notable, la hazaña prodigiosa. Y porque, desde el comienzo de la novela, hay unas reglas de juego en lo que concierne a la acción que siempre se respetan: en el mundo de Millenium lo extraordinario es lo ordinario, lo inusual lo usual y lo imposible lo posible.

Como todas las grandes historias de justicieros que pueblan la literatura, esta trilogía nos conforta secretamente haciéndonos pensar que tal vez no todo esté perdido en este mundo imperfecto y mentiroso que nos tocó, porque, acaso, allá, entre la "muchedumbre municipal y espesa", haya todavía algunos quijotes modernos, que, inconspicuos o disfrazados de fantoches, otean su entorno con ojos inquisitivos y el alma en un puño, en pos de víctimas a las que vengar, daños que reparar y malvados que castigar. ¡Bienvenida a la inmortalidad de la ficción, Lisbeth Salander!

Madrid, setiembre de 2009




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