Por César Pérez
lagarita@codetel.net.do
Constituye un bochorno que pase el tiempo y que el principal tribunal electoral de un país sea manejado con los niveles de discrecionalidad y arbitrariedad de su presidente sin que se le ponga coto alguno y que en pleno siglo XXI, una institución religiosa acuda a los tribunales para tratar de impedir que una institución del Estado haga lo que entiende su deber. Son cosas impensables en cualquier otro país y que sólo son posible por la existencia una clase política irresponsable y sumisa.
El presidente de la Junta Central Electoral se ha visto envuelto en toda suerte de escándalos, entre los que se cuentan de corrupción en desempeño de sus funciones, de prevaricación y, según miembros de ese alto tribunal, de impúdicamente hablar mentiras sobre cuestiones administrativas que son cruciales, no solamente para el discurrir de esa Junta, sino para la tranquilidad de miles de ciudadanos dominicanos de ascendencia haitiana.
Ese personaje ha mentido sobre la cantidad de ciudadanos en esa condición, más de 23 mil, a los cuales, violando principios constitucionales se niega a que se les entreguen sus documentos de identidad, lanzándolos a la muerte jurídica. Un escándalo por el que, con justicia, hemos sido condenados como país en organismos internacionales defensores de los derechos humanos y sin que ninguna institución del Estado, comenzando por la Presidencia y el Congreso se haya tomado correctivo alguno. Y es que la cuestión haitiana, en términos de política de Estado, se le haya asignado como cuota de poder a un partiducho fascista, aliado al partido de gobierno.
También, porque el PLD y en esencia, todas las facciones del PRD, han dado muestra de pusilanimidad al aceptar el chantaje de los grupos antihaitianos incrustados en importantes medios de comunicación o porque esencialmente coinciden en el caso específico del tema haitiano y por eso, de hecho, en ese caso, protegen al presidente de la JCE. En tal sentido, ha de esperarse que si el Congreso se involucra en el debate que sobre cuestiones cruciales mantienen dos integrantes de ese tribunal y su presidente no sea para penalizar a los jueces que dignamente exigen transparencia, justicia y honestidad en la conducción de esa institución, sino para expulsar o llevar a la legalidad a tan nefasto personaje.
El caso del recurso de amparo, incoado por altos dirigentes del clero católico contra la campaña de educación sexual que con sentido de responsabilidad cívica desarrolla PROFAMILIA, quizás sea más grave. Ello así, porque el hecho constituye una grosera intervención eclesial en temas que son de estricta competencia del Estado. Ante tantos embarazos de menores de edad, en eso somos de los primeros en el mundo, el Estado tiene plena obligación de intervenir para paliar esa circunstancia, educando sobre la práctica del sexo responsable.
Resulta una vergüenza que todavía se insista en imponerle a la sociedad y al Estado unos valores absolutos de fe que sólo conciernen a los miembros de una iglesia. Imponerlos por ley es una pretensión propia de la Edad Media, sólo concebible en un país de una clase política que nunca ha osado establecer una clara división entre la esfera pública y la esfera privada, que no ha sido capaz de exigir y establecer lo que es ley de nuestro tiempo: el carácter laico del Estado y la no injerencia de las principales autoridades de la iglesia católica en los asuntos del Estado e incluso en la política.
El respeto a las libre creencia religiosa no se discute e incluso el derecho de las religiones a hacer su proselitismo, pero es necesario extirpar de lo público lo que es de la esfera privada: lo religioso, la fe. En tal sentido es tiempo de que se erradique la arbitraria práctica de iniciar actos de carácter público con invocaciones o bendiciones religiosas, una práctica se generaliza incluso en actos de grupos no confesionales.
Son cuestiones que debería darnos vergüenza que todavía hoy estemos discutiendo.
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