martes, 9 de febrero de 2010

Cuando los padres les fallamos a los hijos

Por Isaías Ferreira

A veces quienes más herimos y perjudicamos a los hijos, somos los padres. Viene esto a colación por la forma irresponsable y negligente con que a veces enfrentamos nuestros deberes paternales y porque cuando debemos escoger entre varias opciones, usamos el sentido común de los zánganos.

En este escrito pretendo hilvanar unos cuantos aspectos de la ignorancia que exhibimos en la crianza de nuestros hijos y cómo a menudo las muestras y señales de situaciones que irremediablemente afectarían el futuro de los niños negativamente, nos pasan desapercibidas; o si las distinguimos, debido a nuestro egoísmo y la fuerza y dominio que tenemos sobre ellos, preferimos optar por ignorarlas y simplemente hacer lo que nos venga en gana, no importa las consecuencias, aunque para ello debamos privarlos del cuidado y bienestar que estamos obligados a proveer a los pequeños.

Les aseguro con honor de “Scout” que no persigo sermonear ni moralizar. Odio esa postura. Mi trabajo es el de simple comunicador. Eso sí, me conformaría con que otros se hagan eco de esta preocupación, se abra un diálogo al respecto y ayuden a combatirla. Si a veces parece que sermoneo, o que insulto su inteligencia, por favor excúseme; pero, aunque parezca increíble, sí existen gentes como los protagonistas de las situaciones estúpidas que describo. Los sucesos son verdaderos; callarse no es opción válida.

Cada vez que analizamos la delincuencia, señalamos entre sus progenitores, la condición de pobreza y desesperación en que se ha criado o vive la mayoría de miembros de esa clase de ciudadanos. Como raíz y causa señalamos la falta de oportunidades, pero más que nada, la falta de disciplina y orientación en el hogar, compuesto muchas veces por madres o padres solteros. Según las estadísticas, todo indica que un hogar con dos padres tiene mejores posibilidades de dar hombres y mujeres útiles a la sociedad. Sin embargo, no es garantía; como lo demuestra el hecho de que aun en hogares aparentemente estables se generen malhechores. Y es que nadie es una isla, y más allá de las enseñanzas hogareñas, están las influencias extrañas, difíciles de controlar. Por otro lado, tampoco es siempre cierto que los niños provenientes de hogares con un solo padre se desvíen del camino productivo y caigan en el vicio. La pobreza no es sinónimo de bajeza ni falta de calidad moral. Conozco madres solteras, que aunque sea con sacrificios extremos, están haciendo un trabajo magnífico con sus niños. Para ellas, ¡mil salvas victoriosas!

Pero sea como sea, la realidad es que ejercemos una de las más importantes funciones de nuestras vidas —la de padres y madres que deben educar a sus niños para que puedan funcionar en sociedad como entes responsables y productivos— con una preparación tan pobre, que cuando adquiere uno cierta madurez y mira hacia atrás, no tiene más que preguntarse, ¿cómo sobrevivimos o sobreviví? Claro, la paternidad es un menester tan complejo, que no importa cuan preparados estemos, de seguro que siempre cometeremos errores, porque no es una actividad que pueda condensarse en un libro de recetas. Pero, con cierta preparación, quizás podríamos eliminar algunas de las faltas más obvias y groseras y los errores más elementales.

Concedido que lo que señalan las estadísticas es respetable, pero no importa si es uno, si son dos, tres o cuatro padres (contando abuelos y hermanos mayores, que a veces hacen de padres); si en el hogar no hay disciplina, si los niños no ven ejemplos sanos, si al niño se le envían mensajes contradictorios (cuando se le dice no hagas esto y los padres son los primeros infractores; o cuando hoy se les prohíbe lo que mañana, bajo las mismas circunstancias, se les permite, o cuando un padre dice una cosa y el otro le contradice); si no demostramos autoridad y actuamos acorde, si no ponemos reglas, o si las ponemos no somos firmes y consistentes cuando las aplicamos; si falta la supervisión y se dejan los chiquillos a lo que Dios quiera, y por la falta de que se les corrijan actitudes y malacrianzas, ellos intuyen que cierto comportamiento es aceptable, habrá dificultades.

Exponer los niños a situaciones peligrosas innecesariamente es otra de nuestras faltas inaceptables.

Veamos esta situación de peligro, irresponsabilidad e ignorancia. Una madre fumando copiosamente delante de sus tres niños de no más de cinco años el mayor. Viene alguien y le dice, “Sra., ¿sabía usted que el cigarrillo da cáncer y causa una serie de complicaciones a la salud… que es un peligro fumar delante de sus niños porque el humo que inhalan, es peor que si ellos mismos estuvieran fumando?” Su respuesta: “¿Quién dijo eso? Yo me crié entre fumadores y no me he muerto. Míreme, nomás lo saludable que estoy, ¿qué le parece? Amigo, atienda sus cartones, que se le pasa la mano”, le reprocha ella coqueta y desafiante, como queriendo decirle atienda lo suyo y déjeme en paz. Asimismo, no es raro ver a jovencitas encintas, fumando e ingiriendo bebidas alcohólicas.

El que sigue, es un caso de negligencia y apoyo irresponsable, bastante común por cierto. La bicicleta que le han robado a un niño es ubicada. Va el padre del niño a la casa donde la tienen y habla con la abuela del niño ladrón acerca de la situación. La abuela, quien primero niega que la bicicleta esté allí, por fin se la entrega cuando el padre amenaza con llamar la policía. Cuando el papá del niño le dice que si no se da cuenta que apoyando ese tipo de comportamiento le está señalando un rumbo peligroso a su nieto, ella le responde: “él quería una bicicleta y yo no se la puedo comprar; pues que se la robe”. Así de simple. ¿Y dónde estaba la madre de ese niño ladrón? En la cárcel, por cuarta vez, nada menos que por robo. Es decir, que posiblemente la vieja le falló a la hija y ahora le está fallando al nieto. Conozco familias en cuyo seno, en cada generación, por lo menos uno de sus miembros ha ido a la cárcel; son víctimas de un círculo vicioso en que el ejemplo de los mayores condiciona el comportamiento de los más jóvenes. Para ellos, la mentalidad delincuencial es algo natural y la norma; en su conciencia robar no es malo, pues es un acto de supervivencia, como le enseñara el tío al sobrino, o el padre al hijo, y en su tiempo el abuelo a su padre y al tío.

Veamos esta situación de negligencia que ya ha alcanzado el nivel de impotencia. Una madre va a quejarse donde otra porque su hijo está siendo víctima de los abusos del hijo, más crecidito y desarrollado, de la última. La respuesta de ésta: “ay, protejan sus muchachos, que yo no puedo con el mío”. El niño abusador no ha cumplido aún los 9 años. ¿Qué se puede esperar de una situación así, dónde la madre carece de autoridad para controlar su prole? Lo más probable es que si no encausa su agresividad en un deporte como el boxeo, o encuentra un ambiente diferente que le provea satisfacciones más sanas, cuando crezca el niño escoja una vida de violencia.

Otro caso de apoyo ciego e inaceptable es el de la madre que se niega a reunirse con los maestros de su niño, quien está suspendido por haberle tirado un borrador a la maestra y por patear pupitres y proferir una sarta de vulgaridades antes de salir del salón de clases del que fuera expulsado, porque “a ellos le ha cogido con mi nene por ser de color”. ¡Vaya, joya! No hay dudas que la discriminación existe, muchos la hemos vivido en carne propia, pero no permitamos a nuestros hijos jugar esa mano; tampoco debemos jugarla nosotros; no permitamos que se acostumbren a jugar a hacerse las víctimas.

Debemos enseñar a nuestros hijos que la discriminación y el prejuicio, que son frutos mayormente de la ignorancia, se combaten esforzándose para romper el estereotipo y no quejándonos y sintiéndonos miserables por haber nacido blanco, negro, hispano, indio o feo. Además, ¿qué tiene que ver un accidente físico o geográfico con el valor intrínseco de un ser humano? Es baladí tratar de justificar nuestra etnia, procedencia, o aspecto físico. Lo que sí nos debe preocupar es la superación personal y sugerirles, no imponerles, metas a los hijos que los mantengan enfocados en hacer lo correcto mientras completan su ciclo de existencia en esta tierra. Debemos dar a nuestros hijos raíces fuertes, que los planten firmes sobre el terreno que caminan, al tiempo que estimularles e insuflar su intelecto de manera que se encumbren lo más alto posible. ¡Vaya delicada paradoja!

Como sabemos muchos padres, criar es una responsabilidad monumental y es un trabajo a tiempo completo que requiere dedicación y atención. Quien no esté dispuesto a dedicarle el tiempo requerido a esa sacrificada tarea, que no tenga hijos, ¡por Dios! Los niños no son muñecas ni muñecos; son seres vivos, inteligentes, que absorben como esponja lo que se mueve en su entorno y asocian lo que aprenden de ese entorno con destreza increíble. Es esa interacción con lo que les rodea, aun antes de hablar, desde que nacen y quizás antes de nacer, lo que forma gran parte de su personalidad y la sigue alimentando a través de los años. Pero hay algo más que olvidamos los padres: aun hayamos sido instrumentos para darles vida, esa vida no nos pertenece, no somos sus dueños, y, aunque es un ente con personalidad propia, respetando su yo, somos responsables de su buena salud, por lo que estamos obligados a moldearlo y nutrirlo no sólo con alimentos físicos, sino espirituales, emocionales y morales de la mejor calidad posible. ¡Por supuesto que no es fácil!

Si vamos por lo menos a aminorar la delincuencia, creo que el primer paso para evitar el descarrilamiento de nuestros jóvenes debería ser que cada pareja o individuo que tire un hijo al mundo realice un curso obligatorio de paternidad/maternidad; y que, como una licencia, deba ésta renovarse; anualmente primero, hasta que el niño cumpla los nueve años, y cada dos años después, hasta que cumpla los 17. Si no, multas y hasta cárcel, para los infractores. Apuesto a que se acaban los padres y madres vagabundos, y, por consiguiente, mejoraría la sociedad. ¿Que es una medida fascista? No lo dudo… pero debemos escoger.

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