martes, 19 de mayo de 2009

Pudo haber sucedido

Por Isaías Medina Ferreira

Un pájaro suicida, ¿o víctima de la buena vida?, un borracho peleando con su imagen reflejada, un muerto leyendo su obituario en Internet, un incendio en el cuartel de los bomberos... ¿descabellado? ¿Quién sabe!

I. Adiós a Rolando

Había llegado el momento acordado. Los rostros de pesar mezclados con orgullo infantil lucían resignados. Rolando “no puede seguir viviendo con nosotros”, habían sentenciado nuestros mayores. Varios meses habían pasado desde que lo encontráramos patas arriba y desplumado entre los arbustos de papá Juan y mama Gloria, nuestros vecinos. Entonces, la única señal de que vivía eran los movimientos lentos y desfasados de sus patas de palo y las prolongadas bocanadas de aire que inhalaba desesperado por su pico que abría como tijeras. Con un gotero le administramos unas cuantas gotas de agua que pareció apreciar. Su recuperación fue lenta y demandante. Desde que lo encontramos no hubo para nosotros otro centro de atención que Rolando. Atrás habían quedado las peleas, las enemistades y hasta los juegos. Todos nos desvivíamos por el derecho a reclamar propiedad de quien con el tiempo se transformó en un hermoso ejemplar de plumaje gris, con pescuezo verdoso que despedía brillo variopinto al tocarle el sol. Mimos, arroz, maíz, agua... nada le había faltado a Rolando en su dichosa existencia entre “los charrasqueados”, como nos gustaba llamarnos al grupito de traviesos que componíamos. Como habíamos convenido, a las diez de la mañana de un día soleado y agradable, lo retiramos de la jaula y lo pasamos de mano en mano en un ritual que semejaba más un velorio que el regreso glorioso de un hijo a su hábitat natural. Al soltarlo, con aleteos inciertos sobrevoló unas tres veces nuestras cabezas, como si se despidiera y nos mostrara sus habilidades aeronáuticas. De repente, se disparó hacia arriba como un cohete; entonces, en un giro inexplicable, con la misma velocidad, cambió de rumbo y se dirigió en picada hacia donde estábamos. En una secuencia desgarradora, primero vimos las plumas que se desprendían de su cuerpo al estrellarse contra el tendido eléctrico y acto seguido el sonido seco ¡plof! que despedía su cuerpo al ser aplastado por la rueda del carro de pasajeros que en ese momento circulaba por nuestra calle que en pleno sol se tornaba tan negra como la noche.

II. El Pleito de Siboney

Al abrir la puerta, la luz de la calle reveló su enorme cabezota como de dinosaurio que me miraba con ojos fosforescentes desde el fondo del cuarto. Medio atemorizado, tratando de acostumbrar mis ojos a la poca luz, di varios pasos hacia adelante y vi su espigado cuerpo avanzar tambaleante hacia mí, como si anduviera en zancos. Al interceptarme el paso, comprendí que iba a tener que pelear. “Yo que no ‘toy en forma pa’ estas vainas”, como pude, con resoplidos de fuego de caballo agitado, y luchando por tenerme en pie, mas por machismo que por deseos, alcé mis puños a ver si lo amedrentaba. Para mi sorpresa, lo vi a él hacer lo mismo y cuadrarse como yo. Avanzamos unas cuantas pulgadas más, como midiéndonos, y al encontrarnos fui el primero en lanzar un golpe que él me devolvió de forma automática y con tal fiereza que al abanicar de a poco caemos uno a los pies del otro. De pronto, utilizando el poquito de fuerza que conservaba, con el corazón en la boca, cerrando los ojos le asesté un puñetazo brutal que lo hizo saltar en pedazos por toda la habitación. No supe qué me golpeó, pero al despertar en el piso frío, nadando en un fango hecho de un líquido amarilloso ligado con sangre, comida a medio digerir y vidrios rotos, al ver la sangre seca en mi mano derecha hinchada como si la hubiera picado una cacata, lo comprendo todo. Me siento y miro a mi alrededor y en la pared, que veo girar como tiovivo burlón, se destaca el marco de caoba de casi 3 pies de ancho, que va desde el piso hasta el cielorraso, donde sólo queda el cartón marrón con manchas de sangre. Siento que mi cabeza se explota mientras el carrusel en que navego, que apaga y prende sus lucecitas de colores con intermitencia creciente, se acelera, y mi estómago, asaltado por miles de sapitos perversos que lo aguijonean con sus diminutos falos que secretan un jugo amargoamarilloverdoso que sale por mi boca, debilita todo mi cuerpo y me hace sudar frío, lo que me obliga a buscar refugio en el cemento agradable del piso que me abraza de nuevo resignado.

III. La duda de Siboney

Todo comenzó por una curiosidad aplazada y por complacer a mi ahijado, el hijo del compadre Miguel Ángel, quien siempre me vivía hablando de las cosas extraordinarias que se podían hacer en la Internet. Yo, que por el afán de ocultar mi ignorancia le hacía creer que entendía de esas cosas diciéndole “ya lo sé, mi ahijado”, y que hasta ahora me había zafado de complacerlo alegando que no tenía tiempo, por fin acepté hoy su invitación para quitármelo de encima. “En la Internet está todo, padrino Sibo”, me repitió Enerito. “Vamos a teclear su nombre, a ver qué dicen de usted... a ver, a ver... ah, aquí está: ‘In Memoriam. Que en paz descanse el alma del Sr. Siboney Osiris Yépez Mendoza, vecino de Junquito-Mao, Provincia Valverde, República Dominicana, fallecido en la paz del Señor la semana Santa del año 2000. Sus hijos, Monchy y Mateo, sus nietos Chavo, Florinda y Doroteo, y su viuda Doña Bárbara, lo recuerdan con amor en éste el duodécimo aniversario de su sentida muerte...’”. ¿Será coincidencia o en realidad estoy muerto? En medio de la niebla inmensa que me rodea busco una explicación de Enerito, pero ya no está. Tampoco está mi cuerpo. Sólo mi pensamiento está y estas pelotas de playas con números grandotes que saltan y rebotan a mi alrededor como astronautas en la luna y que me siento obligado a leer en voz alta: 0, 1, 1, 2, 3, 5, 8, 13, 21, 34, 55, 89, 144, 233, 377, 610, 987, 1597, 2584, 4181, 6765, 10946… ojalá y sea sólo un sueño como otras veces.

IV. El incendio

Ante las miradas asombradas de los curiosos, la cuadrilla de bomberos se resignó a observar desde la acera cómo a su cuartel con todo y camión-cisterna adentro lo consumían las voraces llamas del incendio…

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