El sacerdote que llevaba la eucaristía estuvo a punto de decir algo, pero se detuvo. De su rostro desapareció todo signo de curiosidad. Los tres guardaron silencio unos minutos...
Por Luis López Nieves
Tarde en la noche, bajo la lluvia, el carruaje se detuvo frente a la mansión. Los lacayos corrieron a colocar la banqueta bajo la portezuela, para que el Obispo y sus dos sacerdotes pudieran bajar sin esfuerzo. Al inclinarse, la peluca blanca de uno de los sirvientes estuvo a punto de caer en el fango, pero éste la detuvo a tiempo, sin que los clérigos se distrajeran por su torpeza. El Obispo delgado, de carnes rosadas, vestía la ropa suntuosa que exigía la ocasión. Los sacerdotes, más modestos en el acicalamiento, se limitaban a cargar los Santos Óleos y la eucaristía.
El zaguán estaba repleto de gente del pueblo con velas y linternas en las manos. Olía a lluvia, a humedad, a noche tras noche de llovizna empedernida sin el respiro de una luna llena. Algunas mujeres lloraban.
Los lacayos les abrieron paso a los clérigos, pero al llegar a la puerta tuvieron que detenerse y esperar junto a los demás. Pasaron treinta minutos. Sesenta minutos. Dos horas. Primero los lacayos trajeron banquetas para que los clérigos descansaran. Luego trajeron tazones con agua fresca, que el Obispo generosamente compartió con los desconocidos que hacían guardia, como él, frente a la puerta del famoso moribundo.
Al fin, tras una espera que rebasó las tres horas, la sirvienta abrió la puerta y les hizo señas a los clérigos, quienes entraron a la mansión en silencio.
-La sobrina y el médico duermen al fin -dijo la mujer-. El amo muere.
Llevó a los religiosos a una habitación pequeña, oscura, calurosa. Con la cabeza recostada sobre varios almohadones de pluma, el moribundo miraba hacia la puerta con los labios apretados. Era muy viejo y no llevaba peluca.
-Hijo -dijo el Obispo, sentándose al lado de la cama- ¿ya no maldices a Dios?
-No -dijo el moribundo.
Los clérigos no pudieron disimular la alegría. Los dos sacerdotes se congratularon con una sonrisa, mientras el Obispo, el pecho inflado, miraba al moribundo con ojos condescendientes.
-¡Alabado sea! Al fin has visto la luz, hijo mío. ¿Quieres confesión?
-No -dijo el anciano, cada vez más débil y cerca de la muerte. La vida se le vaciaba como una jarra quebrantada.
El regocijo de los sacerdotes se convirtió en un angustiado desconcierto.
El Obispo, entristecido, se enderezó la peluca blanca que le caía hacia el lado derecho.
-Pero has dicho que no lo maldices, que ¡crees en tu Creador!
-No puedo maldecir lo que no existe, idiota -dijo el moribundo con sus últimas energías.
Los ojos del cura que cargaba los Santos Óleos se llenaron de lágrimas.
-Es tu última oportunidad -insistió el Obispo.
-Acércate -dijo el moribundo, levantando una mano.
El Obispo acercó el oído. Los sacerdotes, ansiosos por escuchar, casi se recostaron sobre las espaldas del prelado.
-Váyanse a la mierda -dijo el anciano, y expiró.
Los sacerdotes, atónitos, tardaron varios minutos en reaccionar.
-Excelencia -dijo el que llevaba los Santos Óleos-, lo vi en sus ojos.
-¿Qué viste? -preguntó, sorprendido, el sacerdote que llevaba la eucaristía.
-Quiso arrepentirse -continuó el de los Santos Óleos-, pero el maldito demonio...
-... le llenó la boca de vil blasfemia y pecado -remató el Obispo.
El sacerdote que llevaba la eucaristía estuvo a punto de decir algo, pero se detuvo: de su rostro desapareció todo signo de curiosidad. Los tres guardaron silencio unos minutos, contemplando sin cesar el cuerpo inerte del hombre de letras.
-Tengamos piedad de su alma -dijo el que llevaba los Santos Óleos, mientras abría los frascos de aceite exquisito.
-Tengámosla -asintió el Obispo.
Cuando los religiosos regresaron a la puerta principal de la mansión, ya el pueblo conocía la noticia de la muerte del filósofo. Algunos lloraban, varios tenían la mirada pasmada, otros guardaban silencio. Todos sabían que algo importante había pasado allí esa noche: la muerte de un hombre que no era como ellos. El Obispo se dispuso a hablarle a su rebaño. Los lacayos acercaron velas a su rostro.
-Hijos míos: regocijaos. Voltaire, el más grande sacrílego de todos los tiempos, vio la luz en los últimos minutos de su vida y pidió la absolución. Dísela. Vio el rostro de Dios. Que descanse en paz.
© Luis López Nieves
El último libro del escritor portorriqueño Luis López Nieves es la novela El silencio de Galileo (Norma).
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