domingo, 22 de abril de 2018

EL ARTE DE ESCRIBIR CUENTOS

Por Raymond Carver

Cuando yo tenía 27 años, allá en 1966, descubrí que tenía problemas para concentrar mi atención en las obras narrativas voluminosas. Durante un tiempo, tuve dificultades tanto para intentar leerlas como para escribirlas. Mi capacidad de atención se había apagado; ya no tenía la paciencia para intentar escribir novelas. Es una historia complicada, demasiado tediosa para contarla aquí. Pero sé que tiene mucho que ver con por qué ahora solo escribo poemas y cuentos. Entrar, salir. No detenerse más de lo debido. Avanzar. Puede ser que perdiera toda gran ambición cuando andaba por los veintitantos años. Y si así sucedió, creo que fue bueno que ocurriera. La ambición y la buena suerte son algo magnífico para un escritor. Una ambición desmedida, acompañada de infortunio, puede matarlo. Hay que tener talento.

Algunos escritores poseen talento considerable; no conozco a escritor alguno que no lo tenga. Pero ver las cosas de manera única y exacta, y encontrar el contexto correcto para expresar aquello que se ha visto, requiere algo más. “El mundo según Garp” es, por supuesto, el mundo maravilloso según John Irving. También hay un mundo según Flannery O’Connor, y otros según William Faulkner y Ernest Hemingway. Hay mundos en consonancia con Cheever, Updike, Singer, Stanley Elkin, Ann Beattie, Cynthia Ozick, Donald Barthelme, Mary Robinson, William Kitredge, Barry Hannah, Ursula K. LeGuin… Cualquier gran escritor, o simplemente cualquier buen escritor, elabora un mundo en consonancia con su propia especificidad.

Tal cosa es consustancial al estilo propio, aunque no se trate, únicamente, del estilo. Se trata, en suma, de la firma inimitable que pone en todas sus cosas el escritor. Este es su mundo y no otro. Esto es lo que diferencia a un escritor de otro. No se trata solo de talento. Hay mucho talento a nuestro alrededor. Pero un escritor que posea esa forma especial de contemplar las cosas, y que sepa dar una expresión artística a sus contemplaciones, ese escritor puede tener vigencia por mucho tiempo.

Decía Isak Dinesen que ella escribía un poco todos los días, sin esperanza y sin desesperación. Algún día escribiré ese lema en una tarjeta de tres por cinco y lo pegaré en la pared al lado de mi escritorio. Ahora tengo otras fichas de tres por cinco en la pared. “La exactitud fundamental de la enunciación es la ÚNICA moralidad de la escritura”. Lo dijo Ezra Pound. De NINGUNA manera lo es todo, pero si el escritor tiene “exactitud fundamental de la enunciación”, está por lo menos en la senda correcta.

Tengo clavada en mi pared una tarjeta de tres por cinco, con este fragmento de un relato de Chejov: “… Y súbitamente todo empezó a aclararse para él”. Siento que esas palabras están llenas de maravilla y posibilidades. Amo su claridad, su sencillez; y amo el indicio de revelación que llevan implícito. Revisten un poco de misterio, también. ¿Qué había antes en la oscuridad? ¿Por qué ahora comienza a aclararse? ¿Qué pasó? Más que nada, ¿ahora qué? Hay consecuencias como resultado de un súbito despertar. Siento una gran sensación de alivio y de anticipación.

Una vez escuché al escritor Geoffrey Wolff decir a un grupo de estudiantes: “No trucos triviales”. También eso debe estar en una tarjeta de tres por cinco. Sólo que con una leve corrección: “No trucos”. Punto. Odio los trucos. Al primer signo de juego o de truco en una narración, sea trivial o elaborado, busco cubierta. Los trucos literarios son en última instancia cansones, y yo me canso fácilmente, lo que puede ser consecuencia de mi limitado lapso de atención. Pero también una escritura minuciosa, puntillosa, o plúmbea, pueden ponerme a dormir. El escritor no necesita de juegos ni de trucos o la necesidad de demostrar que es el más inteligente en la cuadra. Aún a riesgo de parecer trivial, el escritor a veces necesita simplemente ser capaz de pararse y mirar boquiabierto, en absoluto y simple asombro, a esta o aquella cosa, sea esta un atardecer o un zapato viejo.

Hace unos meses, en el The New York Times Books Review, John Barth decía que, diez años atrás, la gran mayoría de los estudiantes que participaban en sus seminarios de literatura estaban altamente interesados en la “innovación formal”, lo que no es ya el caso. Se lamentaba Barth, en su artículo, que en los ochenta los escritores van a comenzar a escribir novelas ligeras y hasta “pop”. Le preocupa que la experimentación pueda estar a punto de desaparecer, lo mismo que el liberalismo. Me pongo un poco nervioso si capto una discusión sombría sobre la "innovación formal" en la escritura de ficción. Con demasiada frecuencia, la "experimentación" es una licencia para ser descuidado, tonto o imitativo en la escritura. Peor aún, una licencia que se toma el autor para alienar —y maltratar, incluso— a sus lectores. Esa escritura, con harta frecuencia, no nos da ninguna noticia del mundo, o describe un paisaje desértico y eso es todo: unas dunas y lagartos aquí y allá, pero no hay gente; es un lugar deshabitado por cualquier cosa reconociblemente humana, un lugar de interés solo para unos pocos especialistas científicos.

Debe notarse que un experimento real en ficción es original, ganado con esfuerzo y motivo de regocijo. Pero la forma de mirar las cosas de otra persona, la de Barthelme, por ejemplo, no debe ser perseguida por otros escritores. No funcionará. Solo hay un Barthelme, y para otro escritor, tratar de apropiarse de la peculiar sensibilidad o la puesta en escena de Barthelme bajo la rúbrica de la innovación, es para ese escritor exponerse al caos, el desastre y, lo que es peor, la autodecepción. Los verdaderos experimentadores deben “Hacerlo Nuevo”, como instó Pound, y en el proceso tienen que descubrir las cosas por sí mismos. Pero si los escritores no han abandonado sus sentidos, también quieren estar en contacto con nosotros, quieren llevar noticias de su mundo al nuestro.

Es posible, en un poema o un cuento, escribir sobre cosas y objetos comunes usando un lenguaje común pero preciso, y dotar a esas cosas —una silla, una cortina de ventana, un tenedor, una piedra, los pendientes de una mujer— de poder inmenso, incluso sorprendente. Es posible escribir una línea de diálogo aparentemente inofensivo y hacer que provoque un escalofrío en la columna vertebral del lector: la fuente del deleite artístico, como lo haría Nabokov. Ese es el tipo de escritura que más me interesa. Odio la escritura descuidada o fortuita, ya sea que vuele bajo el estandarte de la experimentación o sea simplemente realismo torpemente presentado. En la maravillosa historia corta de Isaac Babel, “Guy de Maupassant”, el narrador dice lo siguiente sobre la escritura de ficción: "Ningún hierro puede perforar el corazón con tanta fuerza como un punto puesto en el lugar correcto". Esto también debería ir en una tarjeta de tres por cinco.

Evan Connell dijo una vez que sabía que había terminado un cuento cuando descubrió que mientras lo leía quitaba comas y luego revisando la historia nuevamente, colocaba las comas en los lugares precisos. Me gusta esa forma de trabajar. Respeto ese tipo de cuidado por lo que se está haciendo. Eso es todo lo que tenemos, finalmente, las palabras, y es mejor que sean las correctas, con la puntuación en los lugares correctos para que puedan decir mejor lo que están destinadas a significar. Si las palabras son pesadas con las emociones desenfrenadas del escritor, o si son imprecisas e inexactas por alguna otra razón; si las palabras son de alguna manera borrosas, los ojos del lector se deslizarán sobre ellas y nada se logrará. El sentido artístico del lector simplemente no será involucrado. Henry James llamó a este tipo de escritura desventurada "especificación endeble".

Tengo amigos que me han dicho que han tenido que apresurar un libro porque necesitaban el dinero, o el editor o la esposa lo apremiaban o lo dejaban, algo, alguna disculpa para justificar que la escritura no era muy buena. "Hubiera salido mejor si hubiera tomado el tiempo necesario". Me quedé estupefacto cuando escuché a un amigo novelista decir esto. Todavía lo estoy, cuando pienso en ello, lo cual no hago.

No es algo que me concierne. Pero si la escritura no puede hacerse tan bien como es nuestra responsabilidad hacerla, ¿por qué escribir? Al final es todo lo que tenemos, lo único que podemos llevarnos a la tumba. Quería decirle a mi amigo, por el amor de Dios, dedícate a hacer otra cosa. Tiene que haber formas más sencillas y tal vez más honestas para tratar de ganarse la vida. O simplemente hágalo con sus mejores habilidades, sus talentos, y luego no justifique o invente excusas. No se queje, no intente dar explicaciones.

En un ensayo titulado simplemente, "Writing Short Stories", o sea, “Escribir cuentos”, Flannery O'Connor habla sobre la escritura como un acto de descubrimiento. O'Connor dice que a menudo no sabía adónde iba cuando se sentaba a trabajar en un cuento. Ella dice que duda que muchos escritores sepan adónde van cuando comienzan algo. Ella usa "Good Country People", ("Buena Gente del pueblo") como un ejemplo de cómo ella armó un cuento cuyo final no pudo siquiera adivinar hasta que estuvo cerca de concluirlo:

"Cuando comencé a escribir esa historia, yo no sabía que iba a haber un Ph.D. con una pierna de madera en este. Me encontré una mañana escribiendo una descripción de dos mujeres de las que sabía algo, y antes de darme cuenta, había dado a una de ellas una hija con una pierna de madera. Traje al vendedor de Biblias, pero no tenía idea de qué iba a hacer con él. No sabía que éste iba a robar esa pierna de madera hasta diez o doce líneas antes de que lo hiciera, pero cuando descubrí que esto era lo que iba a suceder, me di cuenta de que era inevitable".

Cuando leí esto hace algunos años, me sorprendió que ella, o cualquier otra persona, escribiera historias de esa manera. Pensé que este era mi secreto desagradable, y estaba un poco inquieto. Sin lugar a dudas, pensé que esta forma de trabajar en un cuento de alguna manera revelaba mis propios defectos. Recuerdo haberme sentido tremendamente alentado al leer lo que ella tenía que decir sobre el tema.

Una vez me senté a escribir lo que resultó ser una historia bastante buena, aunque solo la primera frase de la historia se me había presentado cuando comencé. Durante varios días había estado dando vueltas a esta frase en mi cabeza: "Estaba usando la aspiradora cuando sonó el teléfono". Sabía que allí yacía una historia que quería ser contada. Sentí en mis huesos que una historia pertenecía a ese comienzo, si solo le dedicara el tiempo necesario. Encontré el tiempo; todo un día, doce, quince horas, para usar la frase. Me senté en la mañana y escribí la primera oración, y otras frases rápidamente comenzaron a brotar. Escribí la historia del mismo modo que haría un poema; una línea y luego la siguiente, y la siguiente. Muy pronto pude ver la historia y supe que era mi cuento, el que había querido escribir.

Me gusta cuando en un cuento hay una sensación de amenaza o de peligro. Creo que en un cuento es bueno que exista una pequeña amenaza. Por un lado, es bueno para la circulación. Tiene que haber tensión, una sensación de que algo es inminente, que ciertas cosas están en movimiento implacable, o de lo contrario, la mayoría de las veces, simplemente no existirá un cuento. Lo que crea tensión en una obra de ficción es, en parte, la forma en que las palabras concretas se unen para formar la acción visible de la historia. Pero también son las cosas que se dejan fuera, las que están implícitas, el paisaje (a veces fragmentario e inestable) justo debajo de la superficie lisa de las cosas.

La definición de V.S. Pritchett de un cuento es "algo vislumbrado por el rabillo del ojo, al pasar". Observe la parte de "atisbo" de esta. Primero el vislumbrar. Luego, dar vida al vistazo se convierte en algo que ilumina el momento y puede, si tenemos suerte (esa palabra otra vez), tener algo de consecuencias y significados aún más amplios. La tarea del escritor de cuentos es investir el vistazo con todo lo que está en su poder. Este aportará su inteligencia y habilidad literaria (su talento), su sentido de la proporción y el sentido de la adecuación de las cosas; cómo realmente son las cosas y cómo él las ve, como nadie más las ve. Y esto se hace a través del uso de un lenguaje claro y específico, un lenguaje utilizado para dar vida a los detalles que iluminarán la historia para el lector. Para que los detalles sean concretos y transmitan significado, el lenguaje debe ser exacto y preciso. Las palabras pueden ser tan precisas que incluso pueden sonar planas, pero aún pueden ser transmisoras; si se usan correctamente, pueden hacer sonar todas las notas.

15 de febrero de 1981
The New York Times on the Web

Traducción del original “A Storyteller's Shoptalk” por Isaías Medina

NOTA BIOGRÁFICA

Raymond Clevie Carver, Jr. (Clatskanie, Oregón, 25 de mayo de 1938-Port Angeles, Washington, 2 de agosto de 1988) fue un cuentista y poeta estadounidense. Destacado principalmente por sus relatos de corte minimalista,​ en su mayoría ambientados en la región Noroeste de Estados Unidos y protagonizados por personajes de clase trabajadora o media baja,​ Carver es considerado uno de los fundadores y mayores exponentes del movimiento literario conocido como «realismo sucio». (Wikipedia)

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