Por José Carvajal
Para mí existe el pecado literario, porque asumo la literatura como una práctica religiosa. Los poetas y escritores somos de alguna manera predicadores de la palabra no Divina, pero palabra al fin. Lo que creamos lleva a su vez un mensaje a ese pequeño círculo que tiene la amabilidad de leer lo que escribimos. De modo que cuando no lo hacemos bien, sobre todo a la hora de publicar un libro, cometemos el pecado.
Desde la antigüedad el pecado se define de acuerdo con las creencias y culturas de los pueblos, y más de una de estas apuntan al hecho de errar o fracasar en los objetivos que se persiguen. En el sentido literario, ello se traduce a esos libros mal escritos, mal estructurados, mal corregidos, mal editados, que circulan erráticos como minúsculos desechos que dañan el medio ambiente libresco. Cada país tiene su propio universo literario, y también sus propios agujeros negros.
En República Dominicana la mayoría de los “agujeros negros” literarios son novelas de muy bajo calibre, libros de cuentos amorfos, antologías por amistad y oportunidades financieras, y poemarios de manicomios. Hay muchos pecadores como en todas partes; tanto, que deberíamos crear un espacio donde, una vez muertos los autores, las obras del pecado se fulminen en algún tipo de infierno.
En otras palabras, deberíamos quemar novelas y otros libros malogrados de autores dominicanos ya fallecidos, para purificar sus almas literarias. Y las obras malogradas de los vivos, dejarlas caer por su propio peso en el lugar al que sin dudas pertenecen.
En eso último que propongo los jóvenes jugarían un papel muy importante, pues a ellos y a nadie más les toca cuestionar y superar las sandeces de las generaciones anteriores. Pero para no cometer el mismo pecado, esos jóvenes deben prepararse en el oficio. Leer mucho, estudiar profundamente los misterios de la creación de los mundos imaginarios, y sobre todo asumir la literatura como una religión que predica la palabra propia y la colectiva, y que debe al lector una obra de calidad, un mensaje cuya efectividad se corresponda con una forma determinada, ya sea poética o narrativa.
Se sabe que todo el mundo tiene el derecho de escribir y publicar libros; lo mismo que de leer y desechar lo que no llena la expectativa de ese curioso, y a veces intruso, por crítico, en que se convierte el lector atento. Sin embargo, la labor del escritor y sus colaboradores es asegurar un buen producto literario; y la del lector asumir como propio lo que lee y deshacerse de lo inservible, sea de quien sea.
Recuerdo que Pepe Cavalho, el detective novelesco creado por el fallecido best seller español Manuel Vázquez Montalbán, quemaba los libros que iba leyendo a lo largo de gran parte de su vida, porque no le enseñaron nada que valiera la pena.
El estadounidense Ray Bradbury fue más crítico y extremista en su novela “Fahrenheit 451”, porque trata de bomberos que incendian libros en cumplimiento de la orden de un gobierno que quiere una población feliz, sin las preocupaciones que derivan de la lectura y del vasto conocimiento de cosas que pueden resultar poco prácticas y hasta banales.
En el caso nuestro sería una toma de conciencia colectiva. Quemar lo inservible para sacar la literatura dominicana del lamentable fango en que se encuentra desde los tiempos de la dictadura de Rafael Leónidas Trujillo.
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