A propósito de Rojas Giménez diré que la locura, cierta locura, anda muchas veces del brazo con la poesía. Así como a las personas más razonables les costaría mucho ser poetas, quizás a los poetas les cuesta mucho ser razonables. Sin embargo, la razón gana la partida y es la razón, base de la justicia, la que debe gobernar al mundo. Miguel de Unamuno, que quería mucho a Chile, dijo cierta vez: "Lo que no me gusta es ese lema. ¿Qué es eso de por la razón o la fuerza? Por la razón y siempre por la razón".
Entre los poetas locos que conocí en otro tiempo, hablaré de Valdivia. El poeta Alberto Valdivia era uno de los hombres más flacos del mundo y era tan amarillento como si hubiera sido hecho sólo de hueso, con una brava melena gris y un par de gafas que cubrían sus ojos miopes, de mirada distante. Lo llamábamos "el cadáver Valdivia".
Entraba y salía silenciosamente en bares y cenáculos, en cafés y en conciertos, sin hacer ruido y con un misterioso paquetito de periódicos bajo el brazo. "Querido cadáver", le decíamos sus amigos, abrazando su cuerpo incorpóreo con la sensación de abrazar una corriente de aire.
Escribió preciosos versos cargados de sentimiento sutil, de intensa dulzura. Algunos de ellos son éstos:
"Todo se irá, la tarde, el sol, la vida: / será el triunfo del mal, lo irreparable. / Sólo tú quedarás, inseparable / hermana del ocaso de mi vida".
Un verdadero poeta era aquel a quien llamábamos "el cadáver Valdivia", y lo llamábamos así, con cariño. Muchas veces le dijimos: "Cadáver, quédate a comer con nosotros". Nuestro sobrenombre no le molestó nunca. A veces, en sus delgadísimos labios, lucía una sonrisa. Sus frases eran escasas, pero cargadas de emoción. Se hizo un rito llevarlo todos los años al cementerio. La noche anterior al 1º de noviembre se le ofrecía una cena tan suntuosa como lo permitían los escuálidos bolsillos de nuestra juvenal estudiantil y literaria. Nuestro "cadáver" ocupaba el sitio de honor. A las 12 en punto se levantaba la mesa y en alegre procesión nos íbamos hacia el cementerio. En el silencio nocturno se pronunciaba algún discurso celebrando al poeta "difunto". Luego, cada uno de nosotros se despedía de él con solemnidad y partíamos dejándolo completamente solo en la puerta del camposanto. El "cadáver Valdivia" había ya aceptado esta tradición en la que no había ninguna crueldad, puesto que hasta el último minuto él compartía la farsa. Antes de irnos se le entregaban algunos pesos para que comiera un sandwich en el nicho.
Dos o tres días después no sorprendía a nadie que el poeta cadáver entrara de nuevo sigilosamente por corrillos y cafés. Su tranquilidad estaba asegurada hasta el próximo 1º de noviembre.
En Buenos Aires conocí a un escritor argentino, muy excéntrico, que se llamaba o se llama Omar Vignole. No sé si vive aún. Era un hombre grandote, con un grueso bastón en la mano. Una vez, en un restaurant del centro donde me había invitado a comer, ya junto a la mesa se dirigió a mí con un ademán oferente y me dijo con voz estentórea que se escuchó en toda la sala repleta de parroquianos: "¡Sentáte, Omar Vignole!". Me senté con cierta incomodidad y le pregunté de inmediato: "¿Por qué me llamas Omar Vignole, a sabiendas de que tú eres Omar Vignole y yo Pablo Neruda?". "Sí —me respondió—, pero en este restaurant hay muchos que sólo me conocen de nombre y, como varios de ellos me quieren dar una paliza, yo prefiero que te la den a tí".
Este Vignole había sido agrónomo en una provincia argentina y de allá se trajo una vaca con la cual trabó una amistad entrañable. Paseaba por todo Buenos Aires con su vaca, tirándola de una cuerda. Por entonces publicó algunos de sus libros que siempre tenían títulos alusivos: "Lo que piensa la vaca", "Mi vaca y yo", etcétera, etcétera. Cuando se reunió por primera vez en Buenos Aires el congreso del Pen Club mundial, los escritores presididos por Victoria Ocampo temblaban ante la idea de que llegara al congreso Vignole con su vaca. Explicaron a las autoridades el peligro que les amenazaba y la policía acordonó las calles alrededor del Hotel Plaza para impedir que arribara, al lujoso recinto donde se celebraba el congreso, mi excéntrico amigo con su rumiante. Todo fue inútil. Cuando la fiesta estaba en su apogeo, y los escritores examinaban las relaciones entre el mundo clásico de los griegos y el sentido moderno de la historia, el gran Vignole irrumpió en el salón de conferencias con su inseparable vaca, la que para complemento comenzó a mugir como si quisiera tomar parte en el debate. La había traído al centro de la ciudad dentro de un enorme furgón cerrado que burló la vigilancia policial.
De este mismo Vignole contaré que una vez desafió a un luchador de catch—as—can. Aceptado el desafío por el profesional, fijó la noche del encuentro en un Luna Park repleto. Mi amigo apareció puntualmente con su vaca, la amarró a una esquina del cuadrilátero, se despojó de su elegantísima bata y se enfrentó a "El Estrangulador de Calcuta".
Pero aquí no servía de nada la vaca, ni el suntuoso atavío del poeta luchador. "El Estrangulador de Calcuta" se arrojó sobre Vignole y en un dos por tres lo dejó convertido en un nudo indefenso, y le colocó, además, como signo de humillación, un pie sobre su garganta de toro literario, entre la tremenda rechifla de un público feroz que exigía la continuación del combate.
Pocos meses después publicó un nuevo libro: "Conversaciones con la vaca". Nunca olvidaré la originalísima dedicatoria impresa en la primera página de la obra. Así decía, si mal no recuerdo: "Dedico este libro filosófico a los cuarenta mil hijos de puta que me silbaban y pedían mi muerte en el Luna Park la noche del 24 de febrero".
En París, antes de la última guerra, conocí al pintor Álvaro Guevara, a quien en Europa siempre se le llamó Chile Guevara. Un día me telefoneó con urgencia. "Es un asunto de primera importancia", me dijo.
Yo venía de España y nuestra lucha de entonces era contra el Nixon de aquella época, llamado Hitler. Mi casa había sido bombardeada en Madrid y vi hombres, mujeres y niños destrozados por los bombarderos. La guerra mundial se aproximaba. Con otros escritores nos pusimos a combatir al fascismo a nuestra manera: con nuestros libros que exhortaban con urgencia a reconocer el grave peligro.
Mi compatriota se había mantenido al margen de esta lucha. Era un hombre taciturno y un pintor muy laborioso, lleno de trabajos. Pero el ambiente era de pólvora. Cuando las grandes potencias impidieron la llegada de armas para que se defendieran los españoles republicanos, y luego cuando en Munich abrieron las puertas al ejército hitleriano, la guerra llegaba.
Acudí al llamado del Chile Guevara. Era algo muy importante lo que quería comunicarme; —¿De qué se trata? —le dije.
—No hay tiempo que perder —me respondió—. No tienes por qué ser antifascista. No hay que ser antinada. Hay que ir al grano del asunto y ese grano lo he encontrado yo. Quiero comunicártelo con urgencia para que dejes tus congresos antinazis y te pongas de lleno a la obra. No hay tiempo que perder.
—Bueno, dime de qué se trata. La verdad, Álvaro, es que ando con muy poco tiempo libre.
—La verdad, Pablo, es que mi pensamiento está expresado en una obra de teatro, de tres actos. Aquí la he traído para leértela —y con su cara de cejas tupidas, de antiguo boxeador, me miraba fijamente mientras desembolsaba un voluminoso manuscrito.
Presa del terror y pretextando mi falta de tiempo, lo convencí de que me explayara verbalmente las ideas con las cuales pensaba salvar la humanidad.
—Es el huevo de Colón —me dijo—. Te voy a explicar. Cuántas papas salen de una papa que se siembra.
—Bueno, serán cuatro o cinco —dije por decir algo.
—Mucho más —respondió—. A veces cuarenta, a veces más de cien papas. Imagínate que cada persona plante una papa en el jardín, en el balcón, donde sea. ¿Cuántos habitantes tiene Chile? Ocho millones. Ocho millones de papas plantadas. Multiplica Pablo, por cuatro, por cien. Se acabó el hambre, se acabó la guerra. ¿Cuántos habitantes tiene China? Quinientos millones, ¿verdad? Cada chino planta una papa. De cada papa sembrada salen cuarenta papas. Quinientos millones por cuarenta papas. Lahumanidad está salvada.
Cuando los nazis entraron a París no tomaron en cuenta esa idea salvadora: el huevo de Colón, o más bien la papa de Colón. Y Detuvieron a Álvaro Guevara una noche de frío y niebla en su casa de París. Lo llevaron a un campo de concentración y ahí lo mantuvieron preso, con un tatuaje en el brazo, hasta el fin de la guerra. Hecho un esqueleto humano salió del infierno, pero ya nunca pudo reponerse. Vino por última vez a Chile, como para despedirse de su tierra, dándole un beso final, un beso de sonámbulo, se volvió a Francia, donde terminó de morir.
Gran pintor, querido amigo, Chile Guevara, quiero decirte una cosa: Ya sé que estás muerto, que no te sirvió de nada el apoliticismo de la papa. Sé que los nazis te mataron. Sin embargo, en el mes de junio del año pasado, entré en la National Gallery. Iba solamente para ver los Turner, pero antes de llegar a la sala grande encontré un cuadro impresionante: un cuadro que era para mí tan hermoso como los Turner, una pintura deslumbradora. Era el retrato de una dama, de una dama famosa: se llamó Edith Sitwell. Y este cuadro era una obra tuya, la única obra de un pintor de América Latina que haya alcanzado nunca el privilegio de estar entre las obras maestras de aquel gran museo de Londres.
No me importa el sitio, ni el honor, y en el fondo me importa también muy poco aquel hermoso cuadro. Me importa el que no nos hayamos conocido más, entendido más, y que hayamos cruzado nuestras vidas sin entendernos, por culpa de una papa.
Neruda, Pablo. (1974). Confieso que he vivido, Memorias.. (pp. 20-22). Barcelona, España: Seix Barral
Adenoma Hepático en paciente con Esplenectomía Previa: Estudio Sonografico
y Elastografico
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Femenina de 42 años de edad con historia de esplenectomía previa hace unos
años y 4 cesáreas. Consulta con su gastroenterólogo por estreñimiento
severo y...
Hace 3 días
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