domingo, 12 de enero de 2014

IN MEMORIAM A LOS PALMEROS

Al cumplirse hoy 42 años de la inmolación patriótica de Amaury Germán Aristy, Bienvenido Leal Prandy, Ulises Cerón Polanco y Virgilio Pérez Perdomo

Por Tony Pina
Trinchera Digital


La última vez que los vieron ‘iban matando canallas con su cañón de futuro’. Entre tiros y ráfagas, coyotes y aullidos, Santo Domingo quedó presa de un sentimiento de impotencia. Ni el aliento humano, solo las botas se sentían…, porque el miedo se hizo colectivo.

La misma madrugada se oponía a los primeros rayos del sol. Nada, ni las olas del mar Caribe se movían; sólo los gorilas. La aparatosidad militar se adueñó de los matorrales, de los farallones y hasta de los manantiales, de esas correntías soterradas cuyos cauces son cuevas que se comunican entre sí, en los kilómetros finales de sus aguas frías, antes de morir en aquel remanso de Punta Caucedo, entre las playas de Andrés y Boca Chica.

Era el 12 de enero de 1972.

César Féliz, apresado en la víspera, yacía en el piso, torturado, inconsciente, desbaratado por los golpes, tirado en una ergástula del Palacio de la Policía Nacional. Lo detectaron los ‘coyotes’, los sabuesos del inefable coronel Moncho Henríquez cuando conducía la camioneta donde transportaba, una vez a la semana, los alimentos enlatados que consumían los cuatro revolucionarios perseguidos: Amaury Germán Aristy, Bienvenido Leal Prandy, Ulises Cerón Polanco y Virgilio Pérez Perdomo.

Esa noche antes, esposado y salvajemente golpeado, murió fusilado Luis Antonio Ruiz, un aliado de la conspiración y quien tenía la responsabilidad de vigilar los alrededores de la cueva. No pudo ni siquiera dar la advertencia del peligro. Lo llamó, en la oscuridad de la noche, César Féliz, una voz conocida; y Ruiz, al oírla, sin el menor asomo de que algo raro se movía, cayó en manos de la jauría.

Mientras, desconsolada, abatida por los presagios, Sagrario Bujosa Mieses se sacudía en su cama de tormentosas pesadillas. Presentía la tragedia desde hacía dos días, cuando fue a visitar por última vez a su esposo Amaury y al resto de sus compañeros, y esa tarde discutieron la necesidad inminente de abandonar la cueva y buscar otro escondite por el temor a las sospechas de una embestida; pero para tomar la decisión había que esperar, al día siguiente, a César Féliz, y organizar la logística del desplazamiento: transporte, vigilancia y establecer el lugar del nuevo refugio. “Sabíamos que había que moverse rápido, que no debíamos perder tiempo y buscar otro refugio”, declaró la viuda días después de la barbarie consumada.

Pero llegó la celada, llegó la aciaga madrugada: Leal Prandy y Cerón Polanco no pudieron ver el sol del nuevo día, fueron los primeros en caer abatidos; uno, encima del árbol donde se subía cuando hacía el turno de centinela, y el otro, en la entrada de la cueva a la que asomó al oír las ráfagas. Disparos certeros, a distancia calculada, destruyeron ambas vidas.

De manera que dos hombres, dos hombres sólo quedaron en el interior de la cueva, porque, como ya había dicho antes Amaury, “no importa el número de armas en las manos, sino el número de estrellas en la frente”. Amaury fue valiente desde muchacho, desde que correteaba por las laderas de montañas en su natal Padre Las Casas, desde donde bajó y llegó a Santo Domingo para hacerse líder estudiantil, un revolucionario entrenado, el que se convenció que Balaguer sólo podía ser derrocado no sólo con el ‘fal de las ideologías’, sino con el fusil Fal mecánico.

“No lo busquen debajo de una cama, porque ahí no lo van a encontrar, porque yo no parí un cobarde”, se atrevió doña Manuela Aristy, la madre, a decirles a los policías, en ocasión de uno de los tantos allanamientos de que fue objeto la residencia de la familia Germán-Aristy.

En su casa de la calle Salomé Ureña, Bujosa Mieses seguía al corriente del suceso; oía la radio, oía la alcahuetería del general Neit Rafael Nivar Seijas, a la sazón jefe de la Policía: “De ahí no saldrán vivos”.

Santo Domingo se paralizó por completo. Se suspendió la docencia en la Universidad Autónoma, en las escuelas y liceos públicos; los puentes de la ciudad fueron tomados por tropas colocadas estratégicamente, a pesar de que ni siquiera sabían el por qué del zafarrancho; la gente se metió en sus casas, y sólo el miedo y la guardia se movían…

Tal vez por ese júbilo que da el miedo de los oprimidos un grupo de policías se confió de la superioridad numérica y uno a uno, en una acción temeraria, cayeron mortalmente heridos entre los matorrales y rocas que daban acceso a la cueva. Sólo entonces reparó Moncho Henríquez, sólo entonces se quitó las gafas negras Nivar Seijas, sólo entonces recularon los embebidos, la soldadesca; y los pájaros volaron de sus nidos, y los helicópteros sobrevolaron, transportando más tropas en la zona de guerra, en la zona presa ahora del miedo de las fieras.

El tránsito por Las Américas también fue obstruido; los pasajeros del aeropuerto quedaron varados por horas; ningún vehículo se movía por la autopista militarizada.

Y ya después del mediodía vinieron aviones desde Puerto Rico para con rayos Láser determinar, con vuelos rasantes, el número de hombres y las posiciones donde éstos se encontraban; y hasta entrenados agentes de la CIA tuvieron que venir en auxilio de una oficialidad militar que ya vacilaba del miedo.

El presidente Joaquín Balaguer, repuesto del ánimo perturbado de la amenaza “comunista”, satisfecho de la ‘proeza’ pero con evidente enfado derivado de la torpeza con que se condujeron sus gorilas, meses después, declaró a la prensa: “Los nervios traicionaron a muchos oficiales y soldados; el miedo, como el amor, hay que vivirlo para sentirlo” (Periódico Ultima Hora, 19 de junio de 1972). Y, en efecto, fue Balaguer, a mediados de diciembre de 1971, el que convocó a una reunión al Palacio Nacional a la jerarquía militar para que le informaran sobre el paradero de Amaury Germán Aristy: ¿Qué pueden decirme ustedes, la seguridad del país, del grupo Los Palmeros”, les espetó, y un silencio invadió el ambiente. Nadie osó responderle al mandatario hasta que éste volvió a inquirir: “¿No saben nada? Por lo que veo, ninguno de ustedes sabe nada”.

Nivar Seijas, perdido entre sus celos de mando por una rivalidad castrense que le trastornaba sus sueños, se atrevió a decir: “Excelencia, esos comunistas están bien lejos de nosotros”.

Moncho Henríquez, años después, rodeado de gallos en su traba del poblado de Guerra, refirió que Balaguer, antes de responderle a Nivar Seijas, ordenó que lo mandaran a buscar al Palacio Nacional (El Caribe, 13 de enero de 2008), y ya en presencia del gobernante éste prosiguió su inquisición; sacó del maletín que tenía recostado a su lado una fotografía donde aparecía Bienvenido Leal Prandy durante la celebración de sus bodas con una hija de un empleado de la Lotería Nacional, una ceremonia donde el administrador de la institución fungió de padrino.

¿Y éste, el de las gafas negras, quién es? ¿No es Leal Prandy? ¿Cómo fue que entró al país y ustedes no saben todavía que todos Los Palmeros están aquí?, y mientras Balaguer, molesto, hacía estas y otras preguntas comenzó a mostrarles la fotografía a todos los altos oficiales allí presentes, incluyendo al director del Departamento Nacional de Investigaciones (DNI), quienes no se atrevieron a hacer ningún comentario.

“Si no fuera por los gringos hace tiempo que mi gobierno hubiese sido derrocado, porque ustedes lo que están es chismeando, no están en lo que deben de estar”, regañó el presidente.

La foto había sido tomada en la casa de la urbanización El Cacique, en las inmediaciones del Centro de los Héroes, por un agente de la CIA con una cámara tipo encendedora. La CIA no confió, sino en Balaguer, mostrarla.

Moncho Henríquez reveló que fue entonces cuando Balaguer le impartió instrucciones precisas para que se pusiera en contacto con el agente de la CIA que tomó la fotografía y que lo mantuviera informado de todos los pormenores de las pesquisas hasta que dieran al traste con la ubicación y captura de Los Palmeros. “¡Y con nadie más hable sobre este tema, sólo conmigo!”, dijo el mandatario dando un manotazo sobre la mesa y disolviendo de inmediato la reunión.

Decenas de agentes encubiertos del temible Servicio Secreto fueron incorporados a una labor de zapa, y en tres semanas César Féliz era vigilado por la calle Estrelleta de Ciudad Nueva y por donde quiera que éste se movía. (Moncho Henríquez, Listín Diario, 18 de abril de 1987).

“Los tengo, Presidente”, y Moncho Henríquez explicó en detalles al mandatario dónde estaban escondidos Los Palmeros.

“Haga lo que tenga que hacer, ¡pero hágalo sin comentarlo mucho, ni siquiera en la Policía!", le habría respondido Balaguer, y un coronel sintiéndose halagado por la primera figura política, él mismo, ese mismo día, 11 de enero, impartió instrucciones a un equipo de oficiales de Operaciones Especiales de la Policía Nacional para que asumieran el control de la zona, conjuntamente con tropas del Ejército y de la Fuerza Aérea.

Y así, atrapada entre fusiles y angustias, entre chasquidos y miedos, llegó la madrugada de aquel 12 de enero de 1972…, y luego de los disparos, las bombas, los morteros para dos hombres con más valor que todos los sabuesos echados en su persecución, para dos revolucionarios que la última vez que los vi irse “iban matando canallas con su cañón de futuro”.

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