Por Segundo Imbert Brugal
“Todo el mundo tiene sus haitianos”. Los franceses tienen a los marroquís, los alemanes al resto del mundo, los españoles a gitanos y subsaharianos, el costarricense a los nicaragüenses, el argentino a quien no lo es, y los puertorriqueños a los dominicanos. Constituyen un problema y se les trata mal.
Eso de que aquí tratamos bien a los haitianos es un cuento chino. Siempre han sido y son banquitos de picar, blanco de chistes denigrantes, de expresiones racistas y de un ninguneo de la peor calaña. Transportados como reses y hacinados en barrancones, chupan caña por el día y sancochan poco por las noches. Todavía se instalan en solares, descampados y tugurios indescriptibles. A nadie le importaron esas condiciones de vida producto de la negligencia corrupta de nuestros gobernantes hasta que el país se llenó de una horda de menesterosos e indocumentados que perforan rocas y recogen cosechas por centavos, o vagabundean mendigando.
Ignoraban convenientemente el grave problema migratorio entre comidas con lavadores de capital haitiano, generales exiliados, y comerciantes del vecino país; en esas mesas el rabioso nacionalismo se esfuma dentro de millonarias transacciones. La Iglesia Católica ha recibido muchos donativos directos e indirectos de esos negocios y de esa gente mientras revienta la mitra cardenalicia y se amenaza e insulta a “los malos dominicanos”.
Ahora, después que los han dejado meterse en nuestra casa intentan poner candado y arman la de San Quintín, provocando una furia patriótica que antes sólo encontrábamos entre los compatriotas del éxodo. Un patriotismo desbordado que sirve para desviar la atención de asuntos terribles; y para agigantar la figura mercadológica – con gran éxito hasta ahora – de un presidente inyectado con células madres de Duarte y Luperón.
Pero entre este barullo de sentencias con retroactividad casi centenaria, reuniones fronterizas, quitadera de documentos, desgañites nacionalistas, rabietas equivocas en foros internacionales, y visado para pollos, huevos y sucedáneos, me pregunto si acaso se está aplicando en realidad esa renovada política migratoria “que legalizará el estatus de los extranjeros”. O, muy a lo dominicano, se convertirá en espuma el chocolate, en amagar y no dar, en discutir sin concluir.
Sospecho que esta ortodoxia de ahora cederá cuando comiencen, si no han comenzado ya, los arreglos de aposento. Estas ráfagas y estos relámpagos ni tumbarán ni quemarán nada. Sospecho que seguirán entrando y saliendo haitianos, drogas, rusos, colombianos, carros robados, putas, narco-papeletas, y demás preciosidades itinerantes. Lo harán por aire, mar y tierra, pues en ambos lados de la frontera prevalece una sola ley: la del dinero.
Al final, seguiremos teniendo nuestros haitianos, los explotaremos, discriminaremos, y nos burlaremos de ellos. Mientras, aumentarán los desposeídos, la ignorancia y las enfermedades trasmisibles. En verdad, en verdad, os digo, que todo esto huele a rifirrafe cuyos resultados, por el momento, han sido la discusión sobre nuestra identidad, la peculiar sentencia basada en constituciones declaradas pedazos de papel, y el darnos cuenta de la magnitud de uno de tantos problemas graves acumulados por nuestros desgobiernos. Este, cual círculo perverso, es de consecuencias impredecibles.
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