Por Gerhard Gschwandtner
La felicidad no es un fin. Es un método de vida. Burton Hills.
Platón dijo una vez, “aquél que actúa bien debe por necesidad ser feliz”. Este pensamiento genera dos preguntas: ¿Actúa usted bien? ¿Es usted feliz? Si la respuesta es sí a ambas preguntas, no siga leyendo. Si, por el contrario, usted piensa que está actuando bien, pero siente que le falta la felicidad, tenemos dos problemas entre manos: 1) ¿Cómo pretende hacer felices a otras personas si es usted desdichado?; 2) ¿Qué podría usted hacer para ser más feliz?
Antes de continuar, vamos a definir lo que quiero decir por felicidad. Una de las dificultades en definir felicidad está en nuestro cambiante consciente. Por ejemplo, cuando estamos completamente saludables no estamos conscientes de nuestros cuerpos. Lo propio es cierto con la felicidad. Cuando somos completamente felices, no padecemos de nada e ignoramos nuestra capacidad para ser desdichados. Es sólo cuando somos desdichados que estamos conscientes de ambas cosas: de nuestra desdicha y de nuestro anhelo de ser felices. Muchas personas asocian la felicidad con el placer. Aunque el placer puede alivianar los momentos de desdicha, la felicidad es el resultado de algo que sentimos a largo plazo. Cuando nos envolvemos en un trabajo que en realidad nos gusta hacer, siempre perdemos la noción del tiempo y sentimos una abundancia de energía.
¿Qué podemos hacer para sentirnos más felices? En lugar de buscar felicidad para sí, algunas personas pasan la mayoría de su tiempo haciendo a otros creer que son felices. Estos se engañan a sí mismos creyendo que llegamos a ser aquello en lo que pensamos con frecuencia. Se olvidan que la felicidad no es un acto de voluntad, sino una aptitud de acción.
Muchas personas desdichadas creen que escapar a sus problemas es la llave para alcanzar felicidad. Las presiones diarias del trabajo, las demandas de los familiares, la incertidumbre de criar hijos en una sociedad consumida por las drogas, el crimen, el desempleo y políticos inmorales a menudo acaban por someter hasta a la persona más entusiasta. Mientras que los problemas a menudo estropean la felicidad, el escritor francés Montaigne sugirió la audaz idea de que la felicidad interna puede existir sin importar cuan severo sean los problemas en el exterior.
Montaigne escribió en 1570: “Cuando la ciudad de Nola fue arruinada por los Bárbaros; Paulinus, quien era obispo del lugar, habiendo perdido todo lo que tenía, y estando él mismo prisionero, oró de esta manera: ‘Oh, Señor, defiéndeme de no ser sensible a esta pérdida; pues tú sólo sabes que todavía no han tocado nada de lo que en realidad me pertenece’”.
Yo recuerdo las entrevistas que les hice a los pilotos americanos que habían sido derribados sobre Vietnam del Norte. A pesar de que habían estado prisioneros por muchos años, que habían sido torturados, que habían sufrido mal nutrición y sido privados de las conveniencias más elementales de la vida moderna, ellos sentían lástima, no por ellos mismos, sino por sus captores. ¿Por qué? Porque sabían que ninguno de los guardianes habían conocido la libertad. A través de sus calamidades, esos prisioneros de guerra mantuvieron su capacidad para ser felices.
Montaigne sugería que todos debemos guardar un espacio sagrado en nuestros corazones y mentes, “un rinconcito que sea completamente nuestro, dónde depositar nuestra verdadera libertad”. Es en ese espacio interno sagrado donde almacenamos nuestros más grandes tesoros y los protegemos contra la putrefacción y la violencia. Ese espacio secreto preserva las semillas de la futura felicidad.
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