lunes, 14 de diciembre de 2009

Desastre y negación

Por Paul Krugman

Los Estados Unidos se recuperan lentamente de la mayor crisis financiera desde la Gran Depresión, en los años de 1930, pero ¿se han tomado medidas para evitar que se repita algo similar? El sentido común aconseja que sí, pero muchos políticos se niegan a aceptar como válidas las causas de la presente crisis.

Cuando comencé a escribir para el Times, yo era ingenuo acerca de muchas cosas. Pero mi mayor equivocación era ésta: yo estaba convencido que las personas de influencia podían ser movidas por la evidencia, que ellos cambiarían su forma de ver las cosas si los eventos refutaban completamente sus creencias.

Y para ser justos: esto pasa de vez en cuando. Yo he criticado duramente a Alan Greenspan a través de los años (mucho antes de que fuera la moda), pero hay que dar crédito al antiguo presidente del Fed: él ha admitido que estaba errado acerca de la habilidad de los mercados financieros de patrullarse a sí mismos.


Pero el de él es un caso raro. Cuán raro, fue demostrado por lo que pasó el viernes pasado en la Casa de Representantes, cuando —con el colapso causado por un sistema financiero desbocado todavía fresco en nuestras mentes, y el desempleo masivo que ese colapso causó todavía en evidencia— cada uno de los republicanos y 27 demócratas votaron en contra de un modesto esfuerzo para controlar los excesos de Wall Street.

Vamos a recordar como caímos en el atolladero en que estamos.

Los Estados Unidos emergieron de la Gran Depresión con un sistema bancario vigorosamente regulado. Las regulaciones funcionaron: la nación no tuvo mayores crisis financieras por casi cuatro décadas después de la Segunda Guerra Mundial. Pero a medida que la memoria de la Depresión se apagaba, los banqueros comenzaron a batallar las restricciones que confrontaban. Y los políticos, cada vez más influenciados por la ideología del mercado libre, mostraron una mayor disposición de dar a los banqueros lo que ellos querían.
La primera gran ola de desregulación se realizó bajo Ronald Reagan —e inmediatamente condujo al desastre, como lo mostró la crisis de los ahorros-y-préstamos de los 80. Los contribuyentes terminaron pagando más del 2% del GDP, el equivalente a aproximadamente $300 mil millones en dinero de hoy, para limpiar el atolladero.

Pero los proponentes de la desregulación siguieron imperturbables, y en la década conduciendo a la presente crisis los políticos de ambos partidos se aferraron a la noción de que las restricciones de la era del New Deal no eran más que obstáculos inútiles. En un incidente memorable, en 2003, notables reguladores de banco posaron en una foto en la que utilizaban tijeras gigantescas de jardín y una sierra de cadena para cortar un montón de papeles que representaban las regulaciones.

Y los banqueros —liberados tanto por la legislación que removía las restricciones tradicionales y por la actitud de no interferencia de reguladores que no creían en regulaciones—respondieron aflojando dramáticamente los estándares de préstamos. El resultado fue un “boom” de crédito y una burbuja monstruosa de bienes raíces, seguido por el peor desplome económico desde la Gran Depresión. Irónicamente, el esfuerzo para contener la crisis requería intervención del gobierno en una escala mucho mayor que la que se hubiera necesitado para prevenir la crisis en primer lugar: rescate del gobierno de las instituciones afectadas, préstamos en larga escala de la Reserva Federal al sector privado, etc.

Dada esta historia, usted podría esperar la emergencia de un consenso nacional en favor de restaurar regulaciones financieras más efectivas a manera de evitar que se repitiera algo similar. Pero usted hubiera estado errado.

Hábleles a los conservadores acerca de la crisis financiera y entrará usted en un peculiar universo alternativo en el que los burócratas del gobierno, no los banqueros codiciosos, causaron el colapso. Es un universo en el que las agencias de préstamos patrocinadas por el gobierno dispararon la crisis, aun cuando los prestamistas privados hicieran la vasta mayoría de los préstamos “subprime”. Es un universo en el que los reguladores coaccionaron a los banqueros a hacer préstamos a prestatarios sin calificaciones, aunque solamente uno de los 25 primeros prestamistas de “subprime” estaba sujeto a las regulaciones de marras.

Oh, y los conservadores simplemente ignoran la catástrofe de los bienes raíces en el sector comercial: en su universo, los únicos préstamos malos fueron aquellos hechos a personas pobres y a los miembros de grupos minoritarios, porque los malos préstamos a los promotores inmobiliarios de centros comerciales y torres de oficinas no encajan en la narrativa.

En parte, la prevalencia de esta narrativa refleja el principio enunciado por Upton Sinclair: “Es difícil hacer que un hombre entienda algo cuando su salario depende de su no entendimiento”. Como han apuntado los demócratas, tres días antes de la votación en la Casa para reformar la banca, los líderes republicanos se reunieron con más de 100 cabilderos de la industria financiera para coordinar estrategias. Pero también refleja hasta qué punto el Partido Republicano moderno se ha comprometido a una ideología de la bancarrota, una que no le permitirá confrontar la realidad de lo que le ha pasado a la economía de los Estados Unidos.

De modo que depende de los demócratas —y específicamente, puesto que la Casa pasó su proyecto de ley, depende de los demócratas “centristas” en el Senado. ¿Están ellos dispuestos a aprender algo del desastre que se ha apoderado de la economía de los Estados Unidos y apoyar reformas financieras?
Esperemos que así sea. Porque una cosa es clara: si los políticos se resisten a aprender de la historia de la crisis financiera reciente, nos condenarán a todos a repetirla.

Columna de opinión editorial publicada por The New York Times el día 14 de diciembre de 2009. El autor, Paul Krugman, fue el ganador del premio Nobel de economía en 2008. Traducido por Isaías Medina Ferreira (metransol@yahoo.com).



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