Por ZEV CHAFETS
Cuando el Salón de la Fama del béisbol conmemore su 70 aniversario con un juego de exhibición en Cooperstown, NY, este domingo, cinco de sus miembros jugarán en el “campo de sueños” nacional. Por lo menos dos de ellos, Paul Molitor y Ferguson Jenkins, fueron atrapados en los 80 por usar cocaína. Molitor dijo luego que él estaba seguro de no ser el único jugador en su equipo que usaba drogas.
Dado lo que sabemos hoy acerca del hábito de drogas en el béisbol, la observación suena pasada de moda. El reporte de esta semana en que se cuenta que Sammy Sosa dio positivo al uso de drogas para mejorar el rendimiento en una prueba en 2003, es sólo la última en una larga lista de revelaciones. Barry Bonds, Roger Clemens, Alex Rodríguez, Manny Ramírez, Mark McGwire, ¿cuál de los grandes jugadores no ha sido vinculado al uso de drogas?
Desde los inicios del béisbol, los jugadores han usado cualquier sustancia que ellos crean les puede ayudar a rendir más, a curarse más rápido o a relajarse durante una temporada larga y estresante. Ya en 1889, el lanzador Pud Galvin ingirió testosteronas de monos. Durante la prohibición, Grover Cleveland Alexander, también lanzador, calmaba sus nervios con alcohol prohibido federalmente, y no menos un experto que Bill Veeck, quien fuera dueño de varios equipos de ligas mayores, decía que Alexander era mejor lanzador borracho que sobrio.
En 1961, durante su competencia de cuadrangulares con Roger Maris, a Mickey Mantle de repente le salió un absceso que lo mantuvo en el banco. Fue resultado de una aguja infectada utilizada por Max Jacobson, un curandero que inyectó a Mantle con un caldo casero conteniendo esteroides y “speed”. En su autobiografía, Hank Aaron admitió haber tomado una vez una pastilla de anfetaminas durante un juego. John Milner, de los Piratas, testificando en un juicio contra un narcotraficante, dijo que su compañero de equipo, Willie Mays, mantenía “jugo rojo”, una forma liquida de “Speed” en su armario. (Mays lo ha negado). Después de haberse retirado, Sandy Koufax admitió que él estaba a menudo “medio alto” en la lomita fruto de los calmantes que tomaba para calmar su brazo adolorido.
Por décadas, los cronistas de béisbol con derecho al voto para elegir los jugadores al Salón de la Fama, protegían a estos del escrutinio público. Cuando la Internet (y los libros de denuncias de dos ex jugadores, Jim Bouton y José Canseco) les permitió a los fanáticos ver la realidad, los cronistas de béisbol fueron tildados de imbéciles o payasos. Encolerizados, estos formaron un frente para sacar a todos los consumidores de drogas del juego.
Pero las súper estrellas de hoy tienen abogados y un sindicato. Ellos saben cómo manipular los medios noticiosos. Y tienen mucho dinero. La única forma de castigarlos es negarles un lugar en Cooperstown. El castigo se ha aplicado ya a Mark McGwire y muchos otros están en línea.
Eso no hace sentido. En un día cualquiera, las gradas están abarrotadas de jóvenes que usan Addarell y Ritalin (estimulantes utilizados para tratar el desorden de déficit de atención por hiperactividad) y de estudiantes universitarios que usan Provigil (una droga para combatir la narcolepsia) como ayuda para el estudio. El tipo que canta el himno nacional probablemente ha tomado un bloqueador beta para calmar su miedo al escenario. Le guste o no, las sustancias de realce están aquí para quedarse. Y son tan parte del juego nacional como son los hot dogs a $5.50, los agentes libres y la cirugía de codo Tommy John.
Los puristas dicen que los esteroides alteran el juego. Pero desde que el salón abrió sus puertas, el béisbol nunca ha parado de cambiar. Los bateadores ahora usan material de relleno en el cuerpo y cascos protectores. El montículo ha subido y ha bajado. Los bates ahora son más explosivos. Los juegos nocturnos afectan la visibilidad. Los jugadores se mantienen en forma entre una temporada y la venidera. La expansión ha alterado la geografía del juego. Y su composición demográfica lo ha cambiado más allá del reconocimiento. Babe Ruth nunca enfrentó un lanzador negro. Como dijo Chris Rock, el comediante, el récord de Ruth consistió de “714 cuadrangulares de acción afirmativa”. Esto no disminuye los logros de Ruth, pero los pone en contexto.
Las estadísticas cambian también. En 1908, Ed Walsh lanzó 464 entradas; en 2008, C. C. Sabathia encabezó las mayores con 253. ¿Y qué? Tanto uno como el otro fue el líder bajo las condiciones prevalentes en sus respectivas eras.
A pesar de esos cambios, o debido a ellos, los estadounidenses continúan amando el béisbol. Los fanáticos aceptarían cualquier cosa excepto el presentimiento de que se les está mintiendo. Las sustancias de realce no matarán el juego; es el encubrimiento lo que podría ser fatal.
El béisbol, encabezado por el Salón de la Fama, debe aceptar eso y reemplazar la mitología y las tergiversaciones con el realismo y la honestidad. Si todos tienen acceso a las mismas drogas y métodos de entrenamiento, y a los fanáticos se les dice cuáles son, entonces el campo estará nivelado y los fanáticos serán capaces de interpretar lo que ven en el diamante y en los numeritos.
El último argumento de los puristas es que el uso de drogas para mejorar el rendimiento da un mal ejemplo a los atletas jóvenes. Pero los jugadores de béisbol no son niños; son adultos en una profesión muy competitiva y estresante. Si ellos quieren utilizar esteroides anabólicos, u hormonas de crecimiento humano o testosteronas de toros, son ellos quienes deben decidir. En cuanto a los niños, el gobierno puede regular el uso de esas sustancias como hace con el tabaco, el alcohol y las medicinas recetadas.
El Salón de la Fama del béisbol, que comenzó como una atracción turística local y un truco de publicidad de las ligas mayores, se ha convertido desde entonces en un campo de sueños nacional, y ahora en un campo de batalla. Si se rinde ante los moralistas que quieren retornar el reloj a una imaginada edad de oro, y excomulga a los más grandes atletas jamás visto, sufrirá el destino de todos los campos de batallas para quienes se hallaban en el lado equivocado de la historia: la oscuridad.
Publicado el día 20 de junio como una opinión editorial por The New York Times. Traducido por Isaías Medina-Ferreira.
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