Por Ernesto Sábato
A medida que pasan los años, ahora que la vida nos ha golpeado como es su norma, a medida que más advertimos nuestras propias debilidades e ignorancias, más se levanta el recuerdo de Henríquez Ureña, más admiramos y añoramos aquel espíritu supremo.
Daré una idea de esa añoranza. Hace algunos años, en la sierra cordobesa, alguien propuso organizar una mesa de espiritismo, aprovechando la presencia de una mujer con fama de poseer atributos de videncia.
Se organizó la mesa, nos colocamos en su derredor y se propuso que yo invocara el espíritu de un muerto que yo extrañara mucho. Medité un instante y resolví que haría la experiencia en serio, profunda y definitivamente, pues siempre me ha preocupado el problema de la muerte. Pensé entonces, en don Pedro, pensé en él con fervor y con gravedad. Me dije: "Si algo de verdad hay en esto, si por algún medio es posible convocar el alma de los muertos ante nosotros, que sea esta noche y que sea el espíritu de Henríquez Ureña que se presente". Era muy alta la hora ya, estábamos solos en medio de la serranía, el silencio de la noche estrellada era total. Pareció de pronto como si la solemnidad de mi callada invocación hubiese influido sobre mis compañeros, aniquilando el espíritu frívolo con que de ordinario se llevan a cabo esos experimentos sin embargo tenebrosos.
No sucedió nada, no hubo ninguna respuesta que revelase la presencia invocada, mientras yo temblaba interiormente. Poco a poco los otros volvieron al aire juguetón, pero yo no pude hacerlo y nunca olvidé aquella experiencia fallida.
Vi por primera vez a Henríquez Ureña en 1924. Cursaba yo el primer año en el colegio secundario de la Universidad, colegio excepcional en que un grupo de hombres realizaba un experimento pedagógico. La Universidad de la Plata, organizada por Joaquín V. González, había nacido con una inspiración distinta: grandes institutos científicos, organizados por extranjeros de jerarquía, como el astrónomo Hartmann, daban a sus claustros el tono de la investigación que caracterizaba a los centros de Heidelberg o Goettingen; parte de ese espíritu originario se fue perdiendo luego, en la avalancha de la profesionalización y de la demagogia electoral. Al lado de aquellos grandes institutos de ciencias físicas y naturales, la Universidad llegaba, verticalmente, hasta la enseñanza secundaria y la primaria: un colegio nacional y una escuela de primeros estudios, donde los chicos tenían hasta su imprenta propia, dieron a nuestra universidad un carácter insólito en la vida argentina. Baste decir que en aquel colegio secundario tuvimos profesores como Rafael Alberto Arrieta, Henríquez Ureña y Martínez Estrada.
Fue precisamente Rafael Alberto Arrieta, miembro del Consejo Superior, quien hizo venir a Henríquez Ureña. Era en junio de 1924.
Yo estaba en primer año, cuando supimos que tendríamos como profesor a un "mexicano". Así fue anunciado y así lo consideramos durante un tiempo. Entró aquel hombre silencioso, y aristócrata en cada uno de sus gestos, que con palabra mesurada imponía una secreta autoridad. A veces he pensado, quizá injustamente, qué despilfarro constituyó tener a semejante maestro para unos chiquilines inconscientes como nosotros. Arrieta recuerda con dolor la reticencia y la mezquindad con que varios de sus colegas recibieron al profesor dominicano. Esa reticencia y esa mezquindad que inevitablemente manifiestan los mediocres ante un ser de jerarquía acompañó durante toda la vida a H. Ureña, hasta el punto de que jamás llegó a ser profesor titular de ninguna de las facultades de letras. Lo trataron tan mal como si hubiera sido argentino, lo que constituyó una suerte de demostración por el absurdo de que los países latinoamericanos efectivamente formamos, como siempre lo mantuvo don Pedro, una sola y única patria. Aquel humanista excelso, quizá único en el continente, hubo de viajar durante años y años entre Buenos Aires y La Plata, con su portafolio cargado de deberes de chicos insignificantes, deberes que venían corregidos con minuciosa paciencia y con invariable honestidad, en largas horas nocturnas que aquel maestro quitaba a los trabajos de creación humanística.
En El escritor y sus fantasmas he explicado por qué, en momentos de caos, decidí seguir ciencias físico matemáticas: buscaba en el orden platónico el orden que no encontraba en mi interior.
Perdí entonces de vista a don Pedro por años.
¡Cuánto tiempo habría ganado si, accediendo a mi inclinación literaria, hubiese seguido a su lado, en alguna de aquellas disciplinas de humanidades que tanto me atraían! Un día de 1940 supe que quería hablarme. Yo había publicado un pequeño ensayo sobre La invención de Morel, en una revista literaria que editábamos en La Plata, una de esas revistas que sobreviven hasta el tercer o cuarto número. Acababa de volver del Instituto Curie, de París, donde oficialmente había ido para trabajar en radiaciones atómicas, pero donde me pasé el tiempo dando vueltas por ahí, conversando con los surrealistas y queriendo dar forma a mi primera novela, La fuente muda; novela que siempre permaneció inacabada y de la que sólo algunos capítulos aparecieron años más tarde en Sur.
Cuando estuve delante del maestro me dijo, con una sonrisa enigmática que acababa de leer mi nota sobre Bioy Casares y que deseaba llevar algo mío a Sur. Me emocionó profundamente aquel acto de generosidad y así reanudé mis relaciones con don Pedro.
A partir de entonces lo vi con cierta frecuencia, a veces en La Plata, más tarde en Buenos Aires, sobre todo en el Instituto de Filología. A veces acompañándolo hasta el famoso y sempiterno tren de La Plata, como cuando yo era niño. Llevaba como entonces su portafolio lleno de deberes corregidos, paciente y honradamente. "¿Por qué pierde tiempo en eso?", le dije alguna vez, apenado al ver cómo pasaban sus años en tareas inferiores. Me miró con suave sonrisa, y su reconvención llegó con pausada y levísima ironía: "Porque entre ellos puede haber un futuro escritor".
Y así murió un día de 1946: después de correr tras ese maldito tren, con su portafolio colmado, con sus libros. Todos de alguna manera somos culpables de aquella muerte prematura. Todos estamos en deuda con él. Todos debemos llorarlo cada vez que se recuerde su silueta ligeramente encorvada y pensativa, con su traje siempre oscuro y su sombrero siempre negro, con aquella sonrisa señorial y ya un poco melancólica. Tan modesto, tan generoso que, como dice Alfonso Reyes, era capaz de atravesar una ciudad entera a media noche, cargado de libros, para acudir en ayuda de un amigo.
Para los que superficialmente imaginan que un centroamericano ha de ser haragán y fácil, charlatán y pomposo, era un desmentido constante. Disciplinado, trabajador y profundo, preciso y austero, parecía puesto para probar qué triviales suelen ser esas generalizaciones que establecen relación entre el clima y el temperamento. Esos lugares comunes que la mala literatura difundió, cierta filosofía pretendió fundar y que, finalmente, el cine norteamericano explotó en forma industrial: grandilocuentes italianos, que no se compaginan con el duro Dante ni con el seco Pirandello: exuberantes españoles que dejarían a Antonio Machado sin patria.
Esa teoría termológica, generalmente nacida en países de clima frío, que convierte en poco menos que charlatanes a cualquier habitante de las regiones de mucho sol, debería hacerlos esperar el máximo de estatura espiritual entre los lapones; y borraría en su favor la literatura de Homero, Esquilo, Sófocles, Horacio, Dante, Cervantes; todo el arte del Renacimiento; buena parte de la filosofía occidental (¿no dijo alguien que no es casi más que un conjunto de notas al pie de los textos platónicos?) sin contar con las tres grandes religiones monoteístas, que surgieron en los abrasadores desiertos del Mediterráneo.
Recuerda Arrieta que, apenas llegado a nuestro colegio, alguien torpemente se refirió, en la sala de profesores, a la hojarasca de las tierras calientes. Con energía, pero sin destemple, tal como le era peculiar, el antillano demolió al mediocre autor de la alusión. Seguramente como consecuencia del penoso incidente, en un número de la revista Valoraciones (1925) escribió sobre ese lugar común de los "petits pays chauds". Y volvió a la carga cuando Ortega recomendó a los argentinos "estrangular el énfasis" (ese énfasis al que Ortega era proclive), como cuando Eugenio D'Ors despidió a Reyes como aquel que "retuerce el cuello a la exuberancia". Con razón, sostenía don Pedro que en cualquier país del mundo existen los dos tipos humanos, y que en nuestro idioma hay tantos espíritus pomposos como otros que descuellan por la tersura clásica de su estilo. Y bien podría haberle puesto él mismo como ejemplo. Romántico por naturaleza, desde muchacho seguramente refrenó su impulso dionisíaco, confiando más en el trabajo que en la inspiración, más en la severidad clásica que en el mero instinto sensible. También Platón era en eso un guía, y así como Sócrates recomendaba a sus muchachos desconfiar del cuerpo y sus pasiones, fuente de toda inspiración romántica, a pesar de (por) ser un demoníaco, así H. Ureña recomendaba la matemática como maestra de la medida.
Vinculado con esta preocupación debemos ver no sólo su propia disciplina y su propia laboriosidad, que lo llevaba a trabajar su prosa y su pensamiento, sino también su reiterada recomendación de disciplina y trabajo serio a los estudiantes de la América Latina, inclinada (eso es cierto) al superficial trato de las cosas. En Patria de la Justicia, afirma: "No es ilusión la utopía, sino el creer que los ideales se realizan sobre la tierra sin esfuerzo y sin sacrificio. Hay que trabajar. Nuestro ideal no será la obra de uno o dos o tres hombres de genio, sino de la cooperación sostenida, llena de fe, de muchos, de innumerables hombres modestos".
SU PENSAMIENTO FILOSÓFICO
Si bien H. Ureña no era un filósofo en sentido estricto, todas sus ideas literarias o sociales, estéticas o políticas, emanaban de una definida concepción del mundo.
Cuenta su hermano Max que desde niño fue solicitado por dos tendencias opuestas: la matemática y la poesía. Sus familiares llegaron a creer, en algún momento, que terminaría dedicándose a las ciencias exactas. La vida lo llevó luego hacia el universo de las letras, pero lo cierto es que su espíritu fue el resultado integral de esa aparente dualidad.
Se ha dicho que se nace platónico o aristotélico. En tal caso, él nació platónico, y su temperamento lo llevó a buscar una síntesis de la ciencia y el arte, tal como en cierto modo puede afirmarse de aquella filosofía. Ya que si en la Academia imperaba el lema de la geometría, Sócrates era un hombre preocupado por la existencia concreta y entera, y su más egregio discípulo era un poeta vigilado por un matemático.
Por otra parte, la propensión didáctica (aunque más riguroso sería decir mayéutica) lo acercaba a la clásica figura, bien que no estuviese poseído por el demonismo del maestro. No ya con sus iguales, sino con sus chicos del Colegio Nacional de La Plata, discutía sobre todos los problemas del cielo y de la tierra, en calles o plazas, en cafés o patios de la escuela: infatigable, a veces ligeramente irónico (pero, en general, con tierna ironía, con apacible sátira), con aquella suerte de contenida pasión, con la serenidad que, por su estirpe filosófica, deberíamos llamar sofrosine, corrigiendo levemente a sus alumnos, alentando sus intuiciones, respondiendo siempre, pero también preguntando y —aunque resulte asombroso— aprendiendo y anotando lo que en tales ocasiones aprendía. A veces era algo sobre fútbol, otras sobre el lenguaje de un diariero; pues nada de lo humano le era indiferente.
Más adelante, cuando yo estudiaba matemáticas, sus preguntas se referían al universo no-euclideano, a los números transfinitos, o la posición de la lógica moderna sobre las aporías eleáticas. Sus demandas no eran productos de mera curiosidad, no acumulaba conocimientos, frívolamente, como un diletante objetos raros en su habitación, sino por la necesidad de integrar su cosmovisión. Sus preguntas eran exactas y revelaban un gran conocimiento previo. Vivía en permanente tensión mental, aunque lo disimulaba bajo una máscara anecdótica y risueña. Pero ni los comentarios que le merecía de pronto un sombrero femenino pertenecía al reino de la contingencia: todo parecía, por el contrario, insertarse en una concepción del mundo. Concepción del mundo que se iba desplegando e integrando con aquel diálogo perpetuo y con aquella invariable cortesía, que lo hacía admitir hasta las preguntas más chocantes de un alumno que estimaba: "¿Cómo puede soportar, don Pedro, una ópera?", preguntaba alguno de nosotros. Y él escuchaba a veces sin responder, con aquella sonrisa sutilísima y ligeramente irónica que era más temible que la respuesta oral.
Su platonismo se manifestó desde joven, en algunas de sus traducciones y conferencias. Y es probable que de este temprano amor provenga su repugnancia por el positivismo. Fue uno de los primeros en rebelarse aquí contra ese pensamiento que dominaba los cerebros dirigentes de la América Latina.
Más que una filosofía, el positivismo constituyó en nuestro continente una calamidad, pues ni siquiera alcanzó en general el nivel comtiano: casi siempre fue mero cientificismo y materialismo primario. Hacia fines de siglo la ciencia reinaba soberanamente, sin siquiera las dudas epistemológicas que aparecerían algunas décadas más tarde. Se descubrían los Rayos X, la radiactividad, las ondas hertzianas. El misterio de esas radiaciones invisibles, ahora reveladas y dominadas por el hombre, parecía mostrar que pronto todos los misterios serían revelados; poniéndose en el mismo plano de calidad el enigma del alma y el de la telegrafía sin hilos. Todo lo que estaba más allá de los hechos controlables y medibles era metafísica, y como lo incontrolable por la ciencia no existía, la metafísica era puro charlatanismo. El espíritu era una manifestación de la materia, del mismo modo que las ondas hertzianas. El alma, con otros entes semejantes, fue desterrada al Museo de las Supersticiones.
Naturalmente, la metafísica que aparatosamente era expulsada por la puerta, volvió a entrar por la ventana. Pero una de muy mala calidad. Lo que debe de ser el castigo que el patrono de los filósofos tiene preparado para los que descreen de la metafísica.
Zoólogo enérgico, Haeckel fundó un monismo materialista que, en última instancia, no era más que un hilozoísmo jónico; aunque con veinte siglos de retardo. Ese distinguido naturalista declaró vana toda discusión sobre la libertad, el determinismo, Dios y la inmortalidad: su sistema resolvía definitivamente esas cuestiones, y demostraba la falsedad del dualismo entre la materia y el espíritu, así como la contraposición entre la naturaleza y la cultura.
La Deutsche Monistbund se encargó de propagar la buena nueva, que llegaba a nuestras bibliotecas y colegios junto con máquinas electrostáticas y libros de Darwin, Haeckel y Büchner.
El profesor Richard Gans, contratado por la Universidad de La Plata para dirigir su Instituto de Física, explicaba a sus alumnos Loyarte e Isnardi el problema de la filosofía mediante este apólogo: "En el comienzo de los tiempos todos los conocimientos estaban en un gran tonel. Vino un día alguien, puso la mano y sacó las matemáticas; otro día alguien extrajo la física; más tarde se extrajeron la geografía, la zoología, la botánica y así durante un tiempo. Hasta que llegó quien, metiendo la mano, la movió en todas direcciones sin encontrar nada más. Eso que extrajo era la filosofía".
Siendo alumno de la facultad oí esa idea trasmitida por uno de sus discípulos, lo que revela que todavía en 1930 dominaba la mentalidad positivista, por lo menos en las facultades de ciencias. Por lo demás, el Comité Positivista Argentino se fundó en 1924, con la presencia, entre otros, de Alfredo Ferreira, Américo Ghioldi, M. Victoria, V.Mercante y Ángel Giménez. Creo no exagerar si digo que esa mentalidad sigue dominando subrepticia o abiertamente en la inmensa mayoría de nuestros hombres de ciencia y en buena parte de los profesores que se titulan progresistas. Ahora no están respaldados por ranas de Galvani y modestas pilas de Volta, sino por neutrones y bombas atómicas. Pero aunque el respaldo es más espectacular, filosóficamente sigue siendo tan débil como en 1900.
La difusión del positivismo en América Latina tiene su explicación.
Estos países, que salían apenas de sus guerras civiles, estaban necesitados de una filosofía de la acción concreta, de un pensamiento que promoviera el progreso y la educación popular.
El fenómeno es bien visible en la Argentina, a partir de la caída de Rosas: Alejandro Korn (uno de los pensadores que inició la lucha contra el positivismo en nuestro país, y al que con la sola disculpa de la pasión política ataqué injustamente cuando yo era un estudiante marxista) sostiene que la obra civilizadora de Sarmiento y Albeidi era "positivismo en acción". Aquellos hombres, después del ocaso del romanticismo se entregaron, en buena medida forzados por las circunstancias, a ese pensamiento tan unido al progreso técnico que el país necesitaba con urgencia. Esa filosofía, que estaba en el aire y que más bien era un Zeitgeist que una Weltanschauung era el pensamiento de una clase dirigente progresista, liberal y laica; pues la Colonia, de la que querían sacudirse definitivamente, estaba para ellos vinculada a la religión, al atraso y a la "metafísica". Y en esta posición dialéctica se echan de ver ya todas las virtudes y todos los defectos que un día harían necesaria la reacción antipositivista. Pues si es verdad que la nación necesitaba progreso y educación es un grueso paralogismo imaginar que sólo podían alcanzarse mediante aquel tipo de pensamiento; pensamiento, que, llevado a sus últimas instancias, promovía un nuevo dogmatismo, más precario que el anterior y filosóficamente más superficial. Como se pudo ver cuando el tiempo redujo al absurdo sus postulados y cuando un hombre como Ingenieros se convirtió en el dechado de la ilustración argentina. Y si Paulsen pudo decir que los Enigmas del Universo, de Haeckel, era una ofensa para el pueblo que había producido un Kant o un Schopenhauer, nosotros podemos afirmar que por lo menos resultó muy triste ofrecer como paradigma de nuestra cultura las obras de este epígono de Haeckel. Para Ingenieros, la lógica y la moral, la estética y la sociología, el derecho y la teología, eran simples productos de la psicología humana: y esto, a su vez, simple producto de la anatomía y la fisiología cerebral. De semejante manera, todo quedaba reducido a un monismo zoológico.
Del daño espiritual que aquella mentalidad significó, dan cuenta los textos de enseñanza que se utilizaron durante décadas (y que en muchas partes todavía se siguen usando); aquella mentalidad que desde Paraná irradió el país entero a través de miles de maestras y profesores normalistas. Alejandro Korn nos dice que el Instituto de Paraná produjo la emancipación del chato dogmatismo de sacristía. Afirmación en que hay algo cierto: la chatura de ese dogmatismo de sacristía. Lo que no se dice es que fue suplantado por otro dogmatismo de signo contrario, tan chato y burdo como el anterior. Un dogmatismo que aún hoy impide a miles de estudiantes acceder con el espíritu abierto a las más altas filosofías contemporáneas. Si en aquel colegio modelo que fue en un tiempo el Colegio Nacional de La Plata, tuvimos que sobrellevar a un profesor de psicología que nos dedicaba la casi totalidad de su tiempo a enseñarnos la anatomía del cerebro, puede imaginarse lo que ha sucedido en escuelas filosóficamente más desamparadas.
Se comprende así la magnitud y la profundidad de la lucha que debieron llevar a cabo aquellos pioneros como H. Ureña. Inútil advertir que su actitud no era meramente la del irracionalismo, que combate al racionalismo de la ciencia desde una pura subjetividad. Tampoco era el de él un ataque a las formas más notables de la filosofía post-kantiana, muchas veces sutilmente ligadas con el positivismo, tal como es el caso de William James y de F. Nietzsche. Por el contrario, fue el primero que en este continente hizo conocer el pensamiento de estos dos pensadores. Su combate fue contra las formas comtiana y spenceriana del positivismo, y, más que todo, contra las groseras metafísicas del naturalismo científico.
Aunque de estirpe platónica, yo me inclinaría a afirmar que su pensamiento estaba muy cerca del personalismo. Así lo señalan su encarnizada defensa del hombre concreto, su posición contra la tecnolatría y al mismo tiempo su fe en las ideas y en la razón vital. De modo que si era un enemigo del cientificismo, también era un enemigo del puro irracionalismo. Fue el suyo un equilibrio muy feliz y muy adecuado a su temperamento, tan propenso a sentir la emisión intelectual de una demostración matemática bien hecha como a conmoverse ante los poemas más ininteligibles de Rimbaud.
Fue un espíritu de síntesis, que ansiaba armonizar el mundo de la razón con el de la inspiración irracional, el universo de la ciencia con el de la creación artística. Su síntesis de individuo y universo, de razón y emoción, de originalidad y tradición, de concreto y abstracto, de hombre y humanidad es evidente en toda su obra de investigación y de enseñanza. No era un ecléctico; era un romántico que quería el orden, un poeta que admiraba la ciencia.
SU ACTITUD ANTE LA GRAMÁTICA
Henríquez Ureña detestaba todo intento inquisitorial con respecto al idioma, y si colaboró en textos gramaticales fue con el sólo objeto de compensar con una obra sensata la influencia nefasta de otros libros. Sus opiniones gramaticales estaban atemperadas por su saber lingüístico. La faena que junto a Amado Alonso llevó a cabo en el Instituto de Filosofía fue inmensa, y a medida que pasa el tiempo más se ha de valorar lo que significó. De ahí surgieron investigadores de la talla de María Rosa Lida, su hermano Raimundo y Ángel Rosenblat. Así como las traducciones de las obras capitales de Saussure, Vossler y sus escuelas. Pienso que H. Ureña estaba más cerca de la posición de Vossler. Pero tanto una como otra escuela señalaron el fin de la policía gramatical.
Desde luego, negaba la existencia de un castellano general, fiel a su temperamento artístico y a su teoría idiomática. El lenguaje era para él uno y dialécticamente vario, y consideraba disparatado que a un argentino se lo obligase a hablar o a escribir como si hubiese nacido en Toledo. Sin embargo, su castellano era el que uno no hubiera elegido como común a todos, españoles e hispanoamericanos, de haber estado obligados a una decisión. Aquel idioma rico y, sin embargo, sencillo, aristocrática y no obstante lleno de amor por lo popular, delicado y a la vez de neta precisión, constituía un paradigma que todos admirábamos. Podría constituir sin duda el castellano que uniera idiomáticamente esta vasta patria que él ansiaba unir política y socialmente.
Como bien observa Alfonso Reyes, manejaba una prosa inmaculada, sin desconcertarse por la novedad. Realización cabal de la tesis vossleriana, que ve en la lengua la síntesis de tradición y de novedad, de grupo e individuo, de norma y libertad.
La cultura era para H. Ureña la síntesis del tesoro heredado y lo que el hombre y su comunidad contemporánea creaba dentro de ese cuadro preexistente; razón por la cual criticaba toda pretensión de una cultura puramente autóctona, que desconociera o menospreciara la herencia europea; como combatía la tendencia europeizante que, sobre todo bajo la influencia positivista, desdeñó la raíz americana. Así también con el lenguaje.
Me parece claro que la posición filosófica que aparece ya en sus años mozos, en su lucha contra el positivismo, esa posición integradora y espiritualista, tenía que conducirlo hacia Vossler en lo idiomático. No soy técnico e ignoro su proceso personal así como la forma en que pudo encontrarse o influir sobre Amado Alonso; pero considero cierto que su desembocadura en la filosofía del lenguaje de un Humboldt y de Vossler era inevitable.
Como siempre, sus teorías se manifestaban en su actividad, y en este caso en su forma de escribir y enseñar. Los que tuvimos la suerte de recibir sus enseñanzas somos testimonios de aquella manera suya de enseñar mediante los buenos ejemplos literarios, no a través de rígidas normas gramaticales. Decía "Donde termina la gramática empieza el arte”, lo que de paso indicaba que era absurdo aplicar las reglas de la Academia a los creadores. Enseñaba el lenguaje con el lenguaje mismo, tal como Hegel afirmaba que se debe enseñar a nadar nadando. No exigía un previo aprendizaje gramatical sino, más bien, daba ese conocimiento a medida que el aprendizaje empírico del lenguaje en los escritores valiosos lo hacía indispensable (como una guía nos sirve para recorrer una hermosa ciudad, desconocida, y sólo entonces). Recuerdo cómo nos hacía leer los buenos autores, y cómo paralelamente hacíamos el trabajo de composición. La poca gramática que se nos indicaba lo era a través de las correcciones que el profesor hacía sobre esos trabajos nuestros; que de ese modo se nos aparecían como reglas de un idioma viviente, no como normas dictadas por cadáveres para ceremonias funerarias. En aquella enseñanza se distinguía la poieses de la tekhné. En aquel colegio no hubo preceptiva, disciplina que don Pedro detestaba, denunciándola como el disfraz inofensivo con que se volvía a introducir la vieja retórica latina; inútil disciplina con que los romanos (pueblo en arte, de imitadores) pretendían enseñar la fabricación de belleza. Siendo que el arte, repetía H. Ureña, no puede reducirse a reglas ni fórmulas. Y la gramática la veía como el imperfecto conato de una ciencia del lenguaje, penoso sobreviviente de aquellas normativas latinas en espera de que la lingüística la desaloje para siempre. Los académicos tiemblan ante esta perspectiva, que les parece apocalíptica, imaginando que una lengua sin codificación fatalmente termine en el desorden. Y sin embargo —como señala Bally— hay idiomas de gran popularidad como el armenio y el turco, que no han sufrido mayormente la influencia de la escuela; así como las obras maestras de la literatura griega datan de una época en que la enseñanza gramatical no existía. Los romanos, los primeros académicos de Europa, legisladores natos, no resistieron la tentación de legislar también el idioma, y desde entonces sufrimos la calamidad. Calamidad relativa, es cierto, porque nunca la gramática ni la retórica pudieron impedir la aparición de grandes creadores. El mismo Henríquez Ureña nos recuerda que si bien esas disciplinas se propagaron en toda Europa durante la Edad Media, como medio de aprender a escribir discursos y poemas en latín, a su lado, impertérritas y vivas, se formaban las obras en lengua vulgar, que nada debieron jamás a la preceptiva escolar. Así las Eddas y las Sagas, el Cantar de los Nibelungos y la Canción de Rolando, el Cantar de Mío Cid, el romancero español, los poemas religiosos, las narraciones caballerescas, la poesía de los trovadores provenzales, la Divina Comedia, los sonetos de Petrarca, los cuentos de Boccaccio. Y aunque el Renacimiento trata de imponer las normas de la antigüedad clásica a la cultura moderna y en parte lo consiguió, también muestra H. Ureña que la mayor parte de los grandes escritores fueron rebeldes, de modo que importantísimas obras de la literatura europea se levantan aparte, cuando no francamente en contra, de las ilustres recomendaciones: las epopeyas de Boyardo y Ariosto, el teatro de Shakespeare y Marlowe, el teatro de Lope y de Calderón, y toda la novela, desde Lazarillo y el Quijote hasta el Gulliver y el Cándido.
AMÉRICA UNA Y JUSTA
Este hombre que alguien llamó "peregrino de América" (y cuando se dice América en relación a él debe entenderse América Latina, no esa teórica América total que la retórica de las cancillerías ha puesto de moda, por motivos menos admirables), tuvo dos grandes sueños utópicos; como San Martín y Bolívar, el de la unidad en la Magna Patria; y la realización de la Justicia en su territorio, así, con mayúscula.
Aquel hombre superior, que nos puso en guardia contra la estrechez del positivismo, constituye un vivo ejemplo de que no es imprescindible ser partidario fetichista de la ciencia para desear la superación de las grandes injusticias que hay en nuestra realidad social; vivo ejemplo para los espíritus mediocres que en ciertas formas actuales del viejo positivismo acusan de "reaccionarios" a los que ponen los valores del espíritu por encima de un crudo materialismo, a los que imaginen (y demuestren) que no es menester arrodillarse ante la ciencia, o (lo que es más burdo) ante una heladera eléctrica para repudiar la injusticia.
Espíritu exquisito, hecho al parecer para el ejercicio de la pura belleza, dijo sin embargo cosas como ésta: "El ideal de justicia está antes que el ideal de cultura: es superior el hombre apasionado de justicia al que sólo aspira a su propia perfección intelectual. Al diletantismo de Goethe, opongamos el nombre de Platón, nuestro primer maestro de utopía, el que entregó al fuego todas sus versiones de poeta para predicar la verdad y la justicia en nombre de Sócrates, cuya muerte le reveló la terrible imperfección de la sociedad en que vivía. Si nuestra América no ha de ser sino una prolongación de Europa, si lo único que hacemos es ofrecer suelo nuevo a la explotación del hombre por el hombre (y por desgracia, esa es hasta ahora nuestra única realidad), si no nos decidimos a que ésta sea la tierra de promisión para la humanidad cansada de buscarla en todos los climas, no tenemos justificación. Sería preferible dejar desiertas nuestras pampas si sólo hubieran de servir para que en ellas se multiplicaran los dolores humanos; no los dolores que alcanzará a evitar nunca, los que son hijos del amor y la muerte, sino los que la codicia y la soberbia infligen al débil y al hambriento. Nuestra América se justificará ante la humanidad del futuro cuando, constituida en magna patria, fuerte y próspera por los dones de su naturaleza y por el trabajo de sus hijos, dé el ejemplo de la sociedad donde se cumple la emancipación del brazo y de la inteligencia".
Fragmento que por otra parte nos muestra la firmeza y hasta la implacable consecuencia que aquel humanista apacible manifestaba cuando de la justicia se trataba. Por motivos comprensibles, hay la tendencia a recordarnos únicamente el lado amable de Pedro Henríquez Ureña. Conviene entonces advertir que su paciencia y su infinita bondad se acaba cuando se desconocían ( y sobre todo cuando se lo hacía hipócritamente) esos grandes principios que hacen a la dignidad del hombre. "Testigo insobornable" lo llamó su gran amigo Alfonso Reyes, que también nos dice que su coraje rayaba en la impertinencia cuando era necesario; momento en que de aquel ser delicado podían salir ironías demoledoras y hasta frases de violenta y viril indignación.
Su vida entera se realizó, así como su obra, en función de aquella utopía latinoamericana. Aunque pocos como él estaban dotados para el puro arte y para la estricta belleza, aunque era un auténtico Scholar y hubiera podido brillar en cualquier gran universidad europea, casi nada hubo en él que fuese arte por el arte o pensamiento por el pensamiento mismo. Su filosofía, su lucha contra el positivismo, sus ensayos literarios y filológicos, todo formó parte de su silenciosa batalla por la unidad y por la elevación de nuestros pueblos.
Aquel humanista no era uno de los que se solazan en la mera arqueología, pues todo en él se refería, de modo directo o indirecto, al hombre concreto. Alguien dijo que era un hombre de ideas y teorías. Sí, pero de ideas y teorías encarnadas. Y la carne no existe en abstracto sino en un lugar y en un tiempo determinados. Como a los seres que de verdad le importa el hombre, era éste hombre que lo apasionaba. Debemos temblar cada vez que alguien se apasiona por el hombre con H mayúscula, por esa abstracción que se llama Humanidad: entonces es capaz de guillotinar o torturar multitudes enteras. Basta pensar en Robespierre o en Stalin. En el fondo, son seres que no aman a nadie, y son mortales enemigos del hombre concreto (el único que existe) en la medida, precisamente, en que aman una abstracción.
Es cierto que H. Ureña era un humanista. Sí, lo era. Y también es cierto que su espíritu universal detestaba el provincianismo. Pero su universalidad no era genérica, no era la del técnico o el científico que trabaja con símbolos y letras griegas; era el universalismo del artista, que obra con sentimientos de individuos precisos. Por eso tomaba de la tradición lo que era vivo, lo que importaba para lo nuestro, lo de hoy y aquí; motivo por lo que era filólogo, no gramático. Y de aquel Platón que tanto admiraba, no era tanto el esplendor de sus teorías abstractas que admiraba como su aliento poético. Aliento poético que lo convierte en un ser vivo no sólo para su tiempo sino para todos los tiempos, mientras haya hombres que vivan, o amen y sufran sobre la tierra. Era, en suma, el Platón que podía ser útil en la construcción de esa utopía latinoamericana en la que siempre creyó.
Por eso tampoco podía ser un especialista. Y los que lo critican por su versatilidad no advierten que él no era un ecléctico sino un integralista; y que esa multiplicidad de intereses era la manifestación inevitable de su filosofía concreta y unitaria. La especialización, en buena medida consecuencia del desarrollo técnico de una civilización escisoria, es más que una virtud un infortunio para el hombre, aunque haya servido para aumentar nuestro poderío físico. Pues ¿quién ha dicho que es el poder físico la meta más alta del hombre?
Sacrificó mucho de lo que hubiera podido hacer en el plano teórico por esa cálida obra personal que llevó a cabo a lo largo de esta América. Sobre todo enseñando. "No debe haber cultura superior sin cultura popular". Y así, aquel notable espíritu que había sido precursor de la filosofía moderna en América Latina y que podría haber dedicado su existencia a brillantes investigaciones filológicas, se entregó a esa lucha modesta y oscura desde su juventud, desde que comenzó su tarea educativa en México, junto a Vasconcelos. Y más de una vez sostuvo que, tal como era nuestra precaria realidad, los mejores de nuestros intelectuales debían sacrificar y la obra de meditación retirada en favor de la obra comunal y la elevación del hombre medio. Así, sucedió con Martí en Cuba y con Sarmiento en Argentina. Un escritor nace en Francia y se encuentra, por decirlo así, con una patria hecha; aquí debe escribir haciéndola al mismo tiempo como aquellos pioneros del lejano oeste que cultivaban la tierra con el arma al lado. ¿No empuñó literalmente un fusil José Hernández?
Esa gran utopía con que soñaba, ardientemente en su juventud, melancólicamente en su último tiempo, era la utopía de una patria de hombres libres, de una generosa tierra integradora, una suerte de país platónico que no fuese el reinado de la pura materia. Ansiaba que termináramos con nuestras rencillas provincianas, predicaba la necesidad de unión (señalando el desastre que fue para Grecia el separatismo de sus ciudades-estado) y trataba de hacernos comprender el formidable tesoro que encierra un continente constituido por veinte naciones hermanas, de una misma lengua, y por lo tanto, de una misma tradición y cultura. Dolido de nuestros defectos, de nuestros repentismos y nuestra superficialidad, de nuestra frecuente propensión a lo fácil; dolido de nuestra miseria y nuestra división, soñaba (soñó hasta el día de su muerte) con una patria que se levantase técnicamente, que aboliese la miseria y la injusticia, pero no cometiese el mismo error de los Estados Unidos, poniendo los valores materiales por sobre los espirituales.
ERNESTO SÁBATO
Santos Lugares, setiembre de 1964.
Pedro Henríquez Ureña. Prólogo de Ernesto Sábato. Selección y notas de los profesores Carmelina de Castellanos y Luis Arturo Castellanos. Ediciones Culturales Argentinas, Dirección Generla de Difusión Cultural, Buenos Aires, 1966, pp. 7-25.
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Femenina de 42 años de edad con historia de esplenectomía previa hace unos
años y 4 cesáreas. Consulta con su gastroenterólogo por estreñimiento
severo y...
Hace 3 días
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