Por José Carvajal
Quiérase o no; se reconozca ahora, más adelante o nunca, lo cierto es que con «La solución final de la cuestión proletaria» Edward Chá marcó la línea generacional que necesitaba la novelística dominicana para separar el ayer del hoy. El hoy es un siglo renovado en todos los aspectos; y el ayer queda detrás con los temas tradicionales enmarcados mayormente en memorias o creencias particulares o colectivas, referencias históricas y lingüísticas –sea del campo o de la ciudad–, o en torno a la vida de figuras prominentes de la política local.
Al parecer, y aunque no es el único, un precedente de la novela de Edward Chá, en cuanto al rompimiento con la temática del pasado, sería «Carnaval de Sodoma» de Pedro Antonio Valdez. El académico colombiano Julio Penenrey Navarro observa en la obra de PAV que «con una estructuración narrativa burlona, crítica, sarcástica e irónica, la novela de Valdez cuenta con la virtud de sacar a la novelística dominicana del anquilosamiento temático en el que se encontraba, el Trujillato…»
Sin embargo, y a pesar de que lo de «narrativa burlona, crítica, sarcástica e irónica», sin dejar de lado lo experimental, hermana la obra de Valdez con la de Chá, la de este último significa el eslabón de la renovación total de la temática y de la posible introducción de la novela completamente dialogada en la literatura dominicana.
«La solución final de la cuestión proletaria» está estructurada en 140 episodios dialogados, y por las escasas descripciones y el desenvolvimiento verbal que trazan el comportamiento de los personajes, puede dar la impresión de ser un guion televisivo en el que un narrador omnisciente apenas asoma las narices para ubicar la escena correspondiente. A mí me recuerda por ejemplo las novelas dialogadas de Benito Pérez Galdós, aunque el autor español, figura destacada de la famosa Generación del 98, prefería llamarle «novelas habladas». De Galdós se dice que con la forma dialogal inauguró una modalidad narrativa al publicar su obra «Realidad» en 1889.
Más cerca de nosotros, en lo temporal y en América, me asalta la memoria el nombre de Manuel Puig y sus celebradas novelas dialogadas («Boquitas pintadas», «The Buenos Aires Affaire», «El beso de la mujer araña», entre otras). En un ensayo que apareció en 2004 en Espéculo, revista de estudios literarios publicada por la Universidad Complutense de Madrid, la académica Carolina Castillo trata el caso de Puig como el de una ruptura de «lo que hasta el momento [años sesenta] se entendía por literatura en el contexto de la serie nacional [en Argentina]». Al igual que en las novelas de Puig, en la ópera prima de Edward Chá la «novedad» se apoya en la «forma narrativa que se construye a partir de la presentificación de voces que conversan». Observen que hasta este punto solo hablo de forma y de lo que se podría considerar como un «sistema discursivo» utilizado por el joven autor dominicano nacido en 1990.
En «La solución final de la cuestión proletaria» también está presente la atmósfera de clásicos como Dickens, Dostoievski, Balzac, Flaubert, que utilizaron la novela para exponer la vida de sus respectivas sociedades locales sin imaginarse que de ese modo la universalizaban para el deleite de lectores de todos los tiempos. En ese sentido la experiencia me ha llevado a concluir que cada lector escribe su propia novela sobre el texto ya publicado; el discurso narrativo del autor se convierte en solo un esquema, una propuesta a la que se reacciona de acuerdo con emociones que derivan del nivel intelectual y apreciativo del lector.
En su ensayo «El texto, el placer, el consumo» Umberto Eco establece que «Toda obra se propone dos tipos de lectores. El primero es la víctima designada de sus mismas estrategias enunciativas; el segundo es el lector crítico que goza con el modo en que se ha visto conducido a ser víctima designada. Ejemplo palmario –pero no único– de esta condición de la lectura es la novela policíaca, que siempre prevé un lector de primer nivel y un lector de segundo nivel. El lector del segundo nivel no debe gozar con la historia contada, sino con el modo en que está contada.»
Lo expresado por Eco abre la posibilidad de la interrogante con respecto a la novela de Edward Chá: ¿qué tipo de lectores tendrá «La solución final de la cuestión proletaria»? Y la respuesta puede variar, pero sin obviar que no tendrá muchos lectores en la Isla, y menos si son además escritores. El prejuicio y el rechazo al cambio que imperan en los cenáculos dominicanos, la insidia, la mezquindad y la falta de profesionalismo mantendrán a Edward Chá en la sombra de la marginalidad intelectual. Pocos le reconocerán el talento de un novelista principiante que busca la estrella de la originalidad, aunque el esfuerzo no pase de ser el de las ilusiones de un Lucien de Rubempé. Pero en Chá no solo debe ser reconocible el esfuerzo y la disciplina del escritor primerizo que se lanza al ruedo con una obra de casi 300 páginas, sino también el riesgo de atreverse a exponer temas cotidianos que para ciertos gustos serían insignificantes en el ejercicio de la literatura; lo mismo el coraje, el valor de ser si no auténtico, por lo menos parecerlo. Y es que, como dejó dicho Norman Mailer (en su libro «Un arte espectral: reflexiones sobre la escritura»), «los novelistas están comprometidos en algo análogo. Si empiezan a pensar en todo el daño que van a hacer, no pueden escribir el libro; no si son razonablemente decentes. // El tema es que uno está enfrentando un problema auténtico. O produces una obra que no enfoca lo que realmente te interesa o, si vas a la raíz con todo lo que tienes, no hay modo de no herir a tu familia, amigos y transeúntes inocentes.»
Aun hay mucho por explorar en la novela de Edward Chá. Mis apuntes y subrayados son abundantes, y espero poder exponerlos en próximas entregas. Falta echar miradas específicas, desde la clásica intencionalidad del autor al nombrar los personajes, creíbles o no, hasta la caracterización de estos y su modo de comportarse en la sociedad fallida que nos presenta el joven novelista. También sería posible adelantarnos y especular sobre el tipo de crítica que podría enfrentar el texto en la medida que vaya conquistando un público distinto del acostumbrado en la arena literaria dominicana; lo que dirían por ejemplo los académicos de pacotilla, los ganadores de premios nacionales, los promotores de la cultura oficialista, los cobardes que al no estar seguros de sus criterios prefieren expresarlos a puertas cerradas en círculos de amigos que se mueren de la envidia, o que se reúnen con la esperanza de pertenecer algún día a una élite ridícula que no pasa de ser un grupúsculo de intelectuales que responden más a los intereses de la política partidista que a los artísticos reflejos de la literatura.
Por último, creo interesante pensar, aunque sea solo como ejercicio mental, lo que habría sido de esta novela de Edward Chá en manos de críticos clásicos tan disímiles como Samuel Johnson, Taine, Sainte-Beuve, o de un Edmund Wilson. Después de todo la literatura no es más que un juego que algunos nos tomamos demasiado en serio.
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