Por Luis R. Decamps R.
Cuando el ingeniero Hipólito Mejía abandonó el Palacio Nacional en agosto de 2004, tras encabezar una gestión gubernamental cuya imagen había sido brutalmente estropeada por la crisis financiera que estalló en el país a mediados del año anterior a resultas de varios fraudes bancarios colosales, era generalizada la creencia de que su carrera política estaba en los estertores postreros.
En efecto, aunque los dos primeros años de su gobierno fueron bastante bien valorados (hasta el punto de que el PRD barrió a sus adversarios en las elecciones congresuales y municipales de 2002) y, además, había encarado la debacle bancaria con valentía y responsabilidad inusitadas (salvando los ahorros de muchos dominicanos y evitándole a la nación una hecatombe financiera tipo “dominó”), la mayoría de los ciudadanos, con los bolsillos y los estómagos todavía estragados por la crisis, a la sazón abominaba de Mejía.
En el marco de ese proceso de menoscabo de su nombradía pública (que colmaba su cotidianidad de incertidumbres y era nuncio de negros presagios para su futuro político) fue que Mejía, aún siendo la figura predominante del PRD y su más autorizado interlocutor hacia afuera, con singular discreción respecto de la coyuntura decidió apoyar en 2005 al ingeniero Ramón Alburquerque para que ocupara la presidencia de la entidad y, luego, al ingeniero Miguel Vargas para que ostentara en 2008 la candidatura presidencial (impugnando en los hechos la opción, estratégicamente más riesgosa para sus planes de protagonismo en el porvenir inmediato, que encarnaba la doctora Milagros Ortiz Bosch).
El ingeniero Alburquerque, sin dudas uno de los políticos dominicanos de cabeza mejor “amueblada”, en principio desempeñó la máxima autoridad del PRD con gran tino y criterio unitario, pero luego aparentemente se fue dejando ganar por los cantos de sirena de las aspiraciones presidenciales y, virtualmente tirando por la borda el excelente perfil de ejecutivo público que se había creado, asumió un estilo de dirección casi totalitario que lo encaró con gran parte de los líderes menores y mayores de la organización política.
Por su lado, el ingeniero Miguel Vargas, paralelamente a la creciente pérdida de apoyatura del mandato directivo de Alburquerque (y al influjo del ascenso de su estrella política por el impresionante desempeño que tuvo en las elecciones nacionales de 2008), emergió como el exponente de un nuevo y fuerte liderazgo dentro y fuera del PRD, y como era de esperarse (por aquello de que dos “dirigentes centrales” no pueden ocupar el mismo lugar en el “espacio vital” partidista) a la postre terminó colisionando exitosamente con el ingeniero Mejía y, en bastantes sentidos, arrinconándolo políticamente durante un tiempo.
La imagen de Mejía, empero, por lo menos desde principios del año 2009 (cuando el tratamiento que las grandes potencias del mundo le dieron a la crisis financiera internacional terminó de convencer hasta a sus más enconados contradictores de que él hizo lo correcto en el año 2003) había empezado a “limpiarse”, y aunque en aquel momento su liderazgo no parecía lo suficientemente “potable” como para desafiar en las estructuras partidarias al ingeniero Vargas (cuya ascendencia interna lucía imbatible y ya era reconocido como interlocutor válido por el gobierno y los “poderes fácticos” del país), mucha gente empezó a pensar seriamente en él como figura política y a considerarlo necesario en cualquier estrategia de búsqueda del poder por parte del PRD.
El resurgimiento político de Mejía ya estaba firmemente en marcha a mediados de 2009, cuando su sector partidista decidió asumir perfiles públicos definidos y él aceleró su activismo dentro del PRD (con un estilo aún campechano -pero menos estridente que el que lo caracterizó en el pasado- empezó a tener una presencia cada vez más constructiva en los medios de comunicación), y tomó cuerpo definitivo con el excelente mensaje navideño que dirigió al país en diciembre: todo empezó a salirle bien, y era evidente que el hombre no sólo sabía en lo que andaba sino que estaba permitiendo que sus pasos políticos fundamentales fueran informados adecuadamente por expertos en medios y conocedores del ambiente nacional.
(El olfato político de Mejía seguramente le había indicado que, como advirtieron en su momento algunos observadores, la decisión del ingeniero Vargas de asumir la presidencia del PRD era -sin que carecieran de racionalidad los criterios de legitimación que se esgrimieron pública y privadamente alrededor de ella- una “táctica de ruleta rusa”, sobre todo porque implicaba hacerse cargo de la conducción partidaria de frente a un proceso electoral de término medio que implicaría no sólo manejar los resabios -y echar azúcar o sal en las heridas internas- sino también asumir la responsabilidad política de la victoria o la derrota de la organización en el mismo).
Ya es una verdad indiscutible que Hipólito Mejía, al margen de cualquier simpatía o antipatía que se sienta por él, está rehabilitado como político con vocación de poder (lo ayudaron la verdad histórica, los desaciertos del gobierno del PLD, su espíritu de trabajo y, paradójicamente, sus adversarios internos), y eso no es sólo cierto porque lo ha dicho una encuesta de la Gallup (la menos sospechosa y desatinada de las empresas dominicanas de su tipo) sino también, y esencialmente, porque se percibe en la sociedad dominicana: la mayoría de la gente sensata del país, analizando ahora retrospectivamente sus “atípicos” giros personales o sus yerros gubernativos, declara entender muchas de sus reprochadas actuaciones de entonces y, en consecuencia, empieza a hablar bien de aquel hombre que hace sólo un par de años era objeto de los más enconados cuestionamientos.
Por supuesto, lo verdaderamente pintoresco de ese novedoso fenómeno de la política nacional ha sido la respuesta de los contradictores de Mejía: unos se han contentado con invocar fantasmas del pasado más lejano (rememorando los momentos críticos de su gobierno y de su estilo personal de manejarse en público) olvidándose de que estamos ya cronológicamente a una generación de distancia de ellos, y otros se han remitido a un pretérito más cercano (evocado cifras de apoyo y de rechazo que ya pueden no responder a los hechos porque después de las elecciones recientes hay nuevas realidades y percepciones) en un increíble ejercicio de reafirmación de “pifias” que dista mucho de la racionalidad y la inteligencia… Es obvio que, para poner un simple ejemplo entre muchos posibles, el regreso al poder de Balaguer en 1986 (superando las constantes referencias perredeistas a los espíritus del ayer) no les enseñó gran cosa.
La verdad monda y lironda es que, mientras sus antagonistas siguen “cociéndose” en su propia salsa, Hipólito Mejía, como el ave Fénix, se está levantando espectacularmente de sus propias cenizas, y la altura final de su vuelo político probablemente dependerá, más que de su trabajo proselitista (porque nadie es más conocido que él en el país), de cómo sus adversarios perredeístas terminen “toreando” los errores de la víspera y del sesgo que tome la situación política nacional en los próximos meses… Mejía está demostrando que es un “político de raza”, y su “reciclaje” definitivo, como ha acontecido siempre en América Latina con los líderes de su estirpe, ya sólo parece cuestión de tiempo.
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