domingo, 20 de mayo de 2018

CONSEJOS A UN ESCRITOR

Antón Chéjov

A Alexéi M. Peshkov (Máximo Gorki). Yalta, 3 de diciembre de 1898

Me pregunta cuál es mi opinión sobre sus cuentos. ¿Qué opinión tengo? Un talento indudable, y además un verdadero y gran talento. Por ejemplo, en el cuento “En la estepa crece” con una fuerza inhabitual, e incluso me invade la envidia de no haberlo escrito yo. Usted es un artista, una persona sabia. Siente a la perfección. Es plástico, es decir, cuando representa algo, lo observa y lo palpa con las manos. Eso es arte auténtico. Esa es mi opinión y estoy muy contento de poder expresársela. Yo, repito, estoy muy contento, y si nos hubiésemos conocido y hablado en otro momento, se hubiese convencido del alto aprecio que le tengo y de qué esperanzas albergo en su talento.

¿Hablar ahora de los defectos? No es tan fácil. Hablar sobre los defectos del talento es como hablar sobre los defectos de un gran árbol que crece en un jardín. El caso es que la imagen esencial no se obtiene del árbol en sí, sino del gusto de quien lo mira. ¿No es así?

Comenzaré diciéndole que, en mi opinión, usted no tiene contención. Es como un espectador en el teatro que expresa su entusiasmo de forma tan incontinente que le impide escuchar a los demás y a sí mismo. Especialmente esta incontinencia se nota en las descripciones de la naturaleza con las que mantiene un diálogo; cuando se leen, se desea que fueran compactas, en dos o tres líneas. Las frecuentes menciones del placer, los susurros, el ambiente aterciopelado y demás, añaden a estas descripciones cierta retórica y monotonía, y enfrían, casi cansan. La falta de continencia se siente en la descripción de las mujeres (“Malva”, “En las balsas”) y en las escenas de amor. Eso no es oscilación y amplitud del pincel, sino exactamente falta de continencia verbal. Después es frecuente la utilización de palabras inadecuadas en cuentos de su tipo. Acompañamiento, disco, armonía: esas palabras molestan. […] En las representaciones de gente instruida se nota cierta tensión, como si fuera precaución; y esto no porque usted haya observado poco a la gente instruida, usted la conoce, pero no sabe exactamente desde qué lado acercarse a ella. ¿Cuántos años tiene usted? No lo conozco, no sé de dónde es ni quién es, pero tengo la impresión de que aún es joven. Debería dejar Nizhni [Nizhni-Novgorod] y durante dos o tres años vivir, por así decirlo, alrededor de la literatura y los círculos literarios; esto no para que nuestra generación le enseñe algo, sino más bien para que se acostumbre, y siente definitivamente la cabeza con la literatura y se encariñe a ella. En las provincias se envejece pronto. Korolenko, Potapenko, Mamin [Mamin-Sibiriak], Ertel, son personas excelentes; en un primer momento, quizás le resulte a usted aburrido estar con ellos, pero después, tras dos años, se acostumbrará y los valorará como merecen, y su compañía le servirá para soportar la desagradable e incómoda vida de la capital.

A Mijail P. Chéjov (1), Taganrog, 6 y 8 de abril de 1879

Haces bien en leer libros. Acostúmbrate a leer. Con el tiempo, valorarás esa costumbre. ¿La señora Beecher Stow [novelista norteamericana, autora de La cabaña del tío Tom] te ha arrancado unas lágrimas? La leí hace tiempo y he vuelto a leerla hace unos seis meses con un fin científico, y después de la lectura sentí la sensación desagradable que sienten los mortales que comen uvas pasas en exceso… Lee los siguientes libros: Don Quijote (completo, en siete u ocho partes). Es bueno. Las obras de Cervantes se encuentran a la altura de las de Shakespeare. Aconsejo a los hermanos que lean, si aún no lo han hecho, Don Quijote y Hamlet, de Turguéniev. Tú, hermano, no lo entenderás. Si quieres leer un viaje que no sea aburrido, lee La fragata Palas, de Goncharov.

A Dmitri V. Grigoróvich, Moscú, 28 de marzo de 1886

Su carta, mi querido y buen bienhechor, me ha impactado como un rayo. Me conmovió y casi rompo a llorar. Ahora pienso que ha dejado una profunda huella en mi alma. […]

Todas las personas cercanas a mí siempre han menospreciado mi actividad de escritor y no han cesado de aconsejarme amistosamente que no cambiara mi ocupación actual por la de escritor. Tengo en Moscú cientos de conocidos, entre ellos dos decenas que escriben, y no puedo recordar ni a uno sólo que haya visto en mí a un artista. En Moscú existe el llamado “círculo literario”. Talentos y mediocridades de cualquier pelaje y edad se reúnen una vez por semana en el reservado de un restaurante y dan rienda suelta a sus lenguas. Si fuera allí y les leyera una parte de su carta, se reirían de mí. Tras cinco años de deambular por los periódicos he logrado compenetrarme con esa opinión general de mi insignificancia literaria. En seguida me acostumbré a mirar mis trabajos con indulgencia y a escribir de manera trivial. Esa es la primera razón. La segunda es que soy médico y siento una gran pasión por la medicina de modo que el proverbio sobre las dos liebres [“El que sigue dos liebres, tal vez cace una, y muchas veces, ninguna”] nunca quitó tanto el sueño a nadie como a mí. Le escribo todo esto sólo para justificar un poco ante usted mi gran pecado. Hasta ahora he mantenido, respecto a mi labor literaria, una actitud superficial, negligente y gratuita. No recuerdo ni un solo cuento mío en el que haya trabajado más de un día. “El cazador”, que a usted le gusta, lo escribí en una casa de baños. He escrito mis cuentos como los reporteros que informan de un incendio: mecánicamente, medio inconsciente, sin preocuparme para nada del lector ni de mí mismo… He escrito intentando no desperdiciar en un cuento las imágenes y los cuadros que quiero y que, sabe Dios por qué, he guardado y escondido con mucho cuidado. […]

Disculpe la comparación, pero ha actuado en mí como la orden gubernamental de “abandonar la ciudad en 24 horas”, esto es, de pronto he sentido la imperiosa necesidad de darme prisa, de salir lo antes posible del lugar donde me hallo empantanado… Estoy de acuerdo en todo con usted. El cinismo que me señala, lo sentí al ver publicado “La bruja”. Si hubiera escrito ese cuento no en un día, sino en tres o cuatro, no lo tendría… Me libraré de los trabajos urgentes, pero me llevará tiempo… No es posible abandonar el carril en el que me encuentro. No me importa pasar hambre, como ya pasé antes, pero no se trata de mí. Dedico a escribir mis horas de ocio, dos o tres por día y un poco de la noche, esto es, un tiempo apenas suficiente para pequeños trabajos. En verano, cuando tenga más tiempo libre y menos obligaciones, me ocuparé de asuntos serios.

No puedo poner mi verdadero nombre en el libro, porque ya es tarde: la viñeta ya está preparada y el libro, impreso. Mucha gente de Petersburgo me ha aconsejado, antes que usted, no echar a perder el libro con un pseudónimo, pero no les he hecho caso, probablemente por amor propio. No me gusta nada mi libro [Cuentos abigarrados se publicó bajo el pseudónimo de Antosha Chejonté]. Es una vinagreta, un batiburrillo de trabajos estudiantiles, desplumados por la censura y por los editores de las publicaciones humorísticas. Creo que, después de leerlo, muchos se sentirán decepcionados. Si hubiera sabido que usted me lee y sigue mis pasos, no lo habría publicado. La esperanza está en el futuro. Sólo tengo 26 años. Quizás me dé tiempo a hacer algo, aunque el tiempo pasa deprisa. Le pido disculpas por esta carta tan larga. […] Con profundo y sincero respeto y agradecimiento.

FIN

(1) Mijail P. Chéjov, escritor y crítico de teatro, hermano más pequeño de Antón Chéjov.
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CONSEJOS PARA ESCRITORES

Antón Chéjov

• Uno no termina con la nariz rota por escribir mal; al contrario, escribimos porque nos hemos roto la nariz y no tenemos ningún lugar al que ir.
• Cuando escribo no tengo la impresión de que mis historias sean tristes. En cualquier caso, cuando trabajo estoy siempre de buen humor. Cuanto más alegre es mi vida, más sombríos son los relatos que escribo.
• Dios mío, no permitas que juzgue o hable de lo que no conozco y no comprendo.
• No pulir, no limar demasiado. Hay que ser desmañado y audaz. La brevedad es hermana del talento.
• Lo he visto todo. No obstante, ahora no se trata de lo que he visto sino de cómo lo he visto.
• Es extraño: ahora tengo la manía de la brevedad: nada de lo que leo, mío o ajeno, me parece lo bastante breve.
• Cuando escribo, confío plenamente en que el lector añadirá por su cuenta los elementos subjetivos que faltan al cuento.
• Es más fácil escribir de Sócrates que de una señorita o de una cocinera.
• Guarde el relato en un baúl un año entero y, después de ese tiempo, vuelva a leerlo. Entonces lo verá todo más claro. Escriba una novela. Escríbala durante un año entero. Después acórtela medio año y después publíquela. Un escritor, más que escribir, debe bordar sobre el papel; que el trabajo sea minucioso, elaborado.
• Te aconsejo: 1) ninguna monserga de carácter político, social, económico; 2) objetividad absoluta; 3) veracidad en la pintura de los personajes y de las cosas; 4) máxima concisión; 5) audacia y originalidad: rechaza todo lo convencional; 6) espontaneidad.
• Es difícil unir las ganas de vivir con las de escribir. No dejes correr tu pluma cuando tu cabeza está cansada.
• Nunca se debe mentir. El arte tiene esta grandeza particular: no tolera la mentira. Se puede mentir en el amor, en la política, en la medicina, se puede engañar a la gente e incluso a Dios, pero en el arte no se puede mentir.
• Nada es más fácil que describir autoridades antipáticas. Al lector le gusta, pero sólo al más insoportable, al más mediocre de los lectores. Dios te guarde de los lugares comunes. Lo mejor de todo es no describir el estado de ánimo de los personajes. Hay que tratar de que se desprenda de sus propias acciones. No publiques hasta estar seguro de que tus personajes están vivos y de que no pecas contra la realidad.
• Escribir para los críticos tiene tanto sentido como darle a oler flores a una persona resfriada.
• No seamos charlatanes y digamos con franqueza que en este mundo no se entiende nada. Sólo los charlatanes y los imbéciles creen comprenderlo todo.
• No es la escritura en sí misma lo que me da náusea, sino el entorno literario, del que no es posible escapar y que te acompaña a todas partes, como a la tierra su atmósfera. No creo en nuestra intelligentsia, que es hipócrita, falsa, histérica, maleducada, ociosa; no le creo ni siquiera cuando sufre y se lamenta, ya que sus perseguidores proceden de sus propias entrañas. Creo en los individuos, en unas pocas personas esparcidas por todos los rincones -sean intelectuales o campesinos-; en ellos está la fuerza, aunque sean pocos.

FIN

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Consejos extraídos de Sin trama y sin final: 99 consejos para escritores, Piero Brunello.
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jueves, 17 de mayo de 2018

SIGNIFICADO DE PEDRO HENRÍQUEZ UREÑA

Por Ernesto Sábato

A medida que pasan los años, ahora que la vida nos ha golpeado como es su norma, a medida que más advertimos nuestras propias debilidades e ignorancias, más se levanta el recuerdo de Henríquez Ureña, más admiramos y añoramos aquel espíritu supremo.

Daré una idea de esa añoranza. Hace algunos años, en la sierra cordobesa, alguien propuso organizar una mesa de espiritismo, aprovechando la presencia de una mujer con fama de poseer atributos de videncia.

Se organizó la mesa, nos colocamos en su derredor y se propuso que yo invocara el espíritu de un muerto que yo extrañara mucho. Medité un instante y resolví que haría la experiencia en serio, profunda y definitivamente, pues siempre me ha preocupado el problema de la muerte. Pensé entonces, en don Pedro, pensé en él con fervor y con gravedad. Me dije: "Si algo de verdad hay en esto, si por algún medio es posible convocar el alma de los muertos ante nosotros, que sea esta noche y que sea el espíritu de Henríquez Ureña que se presente". Era muy alta la hora ya, estábamos solos en medio de la serranía, el silencio de la noche estrellada era total. Pareció de pronto como si la solemnidad de mi callada invocación hubiese influido sobre mis compañeros, aniquilando el espíritu frívolo con que de ordinario se llevan a cabo esos experimentos sin embargo tenebrosos.

No sucedió nada, no hubo ninguna respuesta que revelase la presencia invocada, mientras yo temblaba interiormente. Poco a poco los otros volvieron al aire juguetón, pero yo no pude hacerlo y nunca olvidé aquella experiencia fallida.

Vi por primera vez a Henríquez Ureña en 1924. Cursaba yo el primer año en el colegio secundario de la Universidad, colegio excepcional en que un grupo de hombres realizaba un experimento pedagógico. La Universidad de la Plata, organizada por Joaquín V. González, había nacido con una inspiración distinta: grandes institutos científicos, organizados por extranjeros de jerarquía, como el astrónomo Hartmann, daban a sus claustros el tono de la investigación que caracterizaba a los centros de Heidelberg o Goettingen; parte de ese espíritu originario se fue perdiendo luego, en la avalancha de la profesionalización y de la demagogia electoral. Al lado de aquellos grandes institutos de ciencias físicas y naturales, la Universidad llegaba, verticalmente, hasta la enseñanza secundaria y la primaria: un colegio nacional y una escuela de primeros estudios, donde los chicos tenían hasta su imprenta propia, dieron a nuestra universidad un carácter insólito en la vida argentina. Baste decir que en aquel colegio secundario tuvimos profesores como Rafael Alberto Arrieta, Henríquez Ureña y Martínez Estrada.

Fue precisamente Rafael Alberto Arrieta, miembro del Consejo Superior, quien hizo venir a Henríquez Ureña. Era en junio de 1924.

Yo estaba en primer año, cuando supimos que tendríamos como profesor a un "mexicano". Así fue anunciado y así lo consideramos durante un tiempo. Entró aquel hombre silencioso, y aristócrata en cada uno de sus gestos, que con palabra mesurada imponía una secreta autoridad. A veces he pensado, quizá injustamente, qué despilfarro constituyó tener a semejante maestro para unos chiquilines inconscientes como nosotros. Arrieta recuerda con dolor la reticencia y la mezquindad con que varios de sus colegas recibieron al profesor dominicano. Esa reticencia y esa mezquindad que inevitablemente manifiestan los mediocres ante un ser de jerarquía acompañó durante toda la vida a H. Ureña, hasta el punto de que jamás llegó a ser profesor titular de ninguna de las facultades de letras. Lo trataron tan mal como si hubiera sido argentino, lo que constituyó una suerte de demostración por el absurdo de que los países latinoamericanos efectivamente formamos, como siempre lo mantuvo don Pedro, una sola y única patria. Aquel humanista excelso, quizá único en el continente, hubo de viajar durante años y años entre Buenos Aires y La Plata, con su portafolio cargado de deberes de chicos insignificantes, deberes que venían corregidos con minuciosa paciencia y con invariable honestidad, en largas horas nocturnas que aquel maestro quitaba a los trabajos de creación humanística.

En El escritor y sus fantasmas he explicado por qué, en momentos de caos, decidí seguir ciencias físico matemáticas: buscaba en el orden platónico el orden que no encontraba en mi interior.

Perdí entonces de vista a don Pedro por años.

¡Cuánto tiempo habría ganado si, accediendo a mi inclinación literaria, hubiese seguido a su lado, en alguna de aquellas disciplinas de humanidades que tanto me atraían! Un día de 1940 supe que quería hablarme. Yo había publicado un pequeño ensayo sobre La invención de Morel, en una revista literaria que editábamos en La Plata, una de esas revistas que sobreviven hasta el tercer o cuarto número. Acababa de volver del Instituto Curie, de París, donde oficialmente había ido para trabajar en radiaciones atómicas, pero donde me pasé el tiempo dando vueltas por ahí, conversando con los surrealistas y queriendo dar forma a mi primera novela, La fuente muda; novela que siempre permaneció inacabada y de la que sólo algunos capítulos aparecieron años más tarde en Sur.

Cuando estuve delante del maestro me dijo, con una sonrisa enigmática que acababa de leer mi nota sobre Bioy Casares y que deseaba llevar algo mío a Sur. Me emocionó profundamente aquel acto de generosidad y así reanudé mis relaciones con don Pedro.

A partir de entonces lo vi con cierta frecuencia, a veces en La Plata, más tarde en Buenos Aires, sobre todo en el Instituto de Filología. A veces acompañándolo hasta el famoso y sempiterno tren de La Plata, como cuando yo era niño. Llevaba como entonces su portafolio lleno de deberes corregidos, paciente y honradamente. "¿Por qué pierde tiempo en eso?", le dije alguna vez, apenado al ver cómo pasaban sus años en tareas inferiores. Me miró con suave sonrisa, y su reconvención llegó con pausada y levísima ironía: "Porque entre ellos puede haber un futuro escritor".

Y así murió un día de 1946: después de correr tras ese maldito tren, con su portafolio colmado, con sus libros. Todos de alguna manera somos culpables de aquella muerte prematura. Todos estamos en deuda con él. Todos debemos llorarlo cada vez que se recuerde su silueta ligeramente encorvada y pensativa, con su traje siempre oscuro y su sombrero siempre negro, con aquella sonrisa señorial y ya un poco melancólica. Tan modesto, tan generoso que, como dice Alfonso Reyes, era capaz de atravesar una ciudad entera a media noche, cargado de libros, para acudir en ayuda de un amigo.

Para los que superficialmente imaginan que un centroamericano ha de ser haragán y fácil, charlatán y pomposo, era un desmentido constante. Disciplinado, trabajador y profundo, preciso y austero, parecía puesto para probar qué triviales suelen ser esas generalizaciones que establecen relación entre el clima y el temperamento. Esos lugares comunes que la mala literatura difundió, cierta filosofía pretendió fundar y que, finalmente, el cine norteamericano explotó en forma industrial: grandilocuentes italianos, que no se compaginan con el duro Dante ni con el seco Pirandello: exuberantes españoles que dejarían a Antonio Machado sin patria.

Esa teoría termológica, generalmente nacida en países de clima frío, que convierte en poco menos que charlatanes a cualquier habitante de las regiones de mucho sol, debería hacerlos esperar el máximo de estatura espiritual entre los lapones; y borraría en su favor la literatura de Homero, Esquilo, Sófocles, Horacio, Dante, Cervantes; todo el arte del Renacimiento; buena parte de la filosofía occidental (¿no dijo alguien que no es casi más que un conjunto de notas al pie de los textos platónicos?) sin contar con las tres grandes religiones monoteístas, que surgieron en los abrasadores desiertos del Mediterráneo.

Recuerda Arrieta que, apenas llegado a nuestro colegio, alguien torpemente se refirió, en la sala de profesores, a la hojarasca de las tierras calientes. Con energía, pero sin destemple, tal como le era peculiar, el antillano demolió al mediocre autor de la alusión. Seguramente como consecuencia del penoso incidente, en un número de la revista Valoraciones (1925) escribió sobre ese lugar común de los "petits pays chauds". Y volvió a la carga cuando Ortega recomendó a los argentinos "estrangular el énfasis" (ese énfasis al que Ortega era proclive), como cuando Eugenio D'Ors despidió a Reyes como aquel que "retuerce el cuello a la exuberancia". Con razón, sostenía don Pedro que en cualquier país del mundo existen los dos tipos humanos, y que en nuestro idioma hay tantos espíritus pomposos como otros que descuellan por la tersura clásica de su estilo. Y bien podría haberle puesto él mismo como ejemplo. Romántico por naturaleza, desde muchacho seguramente refrenó su impulso dionisíaco, confiando más en el trabajo que en la inspiración, más en la severidad clásica que en el mero instinto sensible. También Platón era en eso un guía, y así como Sócrates recomendaba a sus muchachos desconfiar del cuerpo y sus pasiones, fuente de toda inspiración romántica, a pesar de (por) ser un demoníaco, así H. Ureña recomendaba la matemática como maestra de la medida.

Vinculado con esta preocupación debemos ver no sólo su propia disciplina y su propia laboriosidad, que lo llevaba a trabajar su prosa y su pensamiento, sino también su reiterada recomendación de disciplina y trabajo serio a los estudiantes de la América Latina, inclinada (eso es cierto) al superficial trato de las cosas. En Patria de la Justicia, afirma: "No es ilusión la utopía, sino el creer que los ideales se realizan sobre la tierra sin esfuerzo y sin sacrificio. Hay que trabajar. Nuestro ideal no será la obra de uno o dos o tres hombres de genio, sino de la cooperación sostenida, llena de fe, de muchos, de innumerables hombres modestos".

SU PENSAMIENTO FILOSÓFICO

Si bien H. Ureña no era un filósofo en sentido estricto, todas sus ideas literarias o sociales, estéticas o políticas, emanaban de una definida concepción del mundo.

Cuenta su hermano Max que desde niño fue solicitado por dos tendencias opuestas: la matemática y la poesía. Sus familiares llegaron a creer, en algún momento, que terminaría dedicándose a las ciencias exactas. La vida lo llevó luego hacia el universo de las letras, pero lo cierto es que su espíritu fue el resultado integral de esa aparente dualidad.

Se ha dicho que se nace platónico o aristotélico. En tal caso, él nació platónico, y su temperamento lo llevó a buscar una síntesis de la ciencia y el arte, tal como en cierto modo puede afirmarse de aquella filosofía. Ya que si en la Academia imperaba el lema de la geometría, Sócrates era un hombre preocupado por la existencia concreta y entera, y su más egregio discípulo era un poeta vigilado por un matemático.

Por otra parte, la propensión didáctica (aunque más riguroso sería decir mayéutica) lo acercaba a la clásica figura, bien que no estuviese poseído por el demonismo del maestro. No ya con sus iguales, sino con sus chicos del Colegio Nacional de La Plata, discutía sobre todos los problemas del cielo y de la tierra, en calles o plazas, en cafés o patios de la escuela: infatigable, a veces ligeramente irónico (pero, en general, con tierna ironía, con apacible sátira), con aquella suerte de contenida pasión, con la serenidad que, por su estirpe filosófica, deberíamos llamar sofrosine, corrigiendo levemente a sus alumnos, alentando sus intuiciones, respondiendo siempre, pero también preguntando y —aunque resulte asombroso— aprendiendo y anotando lo que en tales ocasiones aprendía. A veces era algo sobre fútbol, otras sobre el lenguaje de un diariero; pues nada de lo humano le era indiferente.

Más adelante, cuando yo estudiaba matemáticas, sus preguntas se referían al universo no-euclideano, a los números transfinitos, o la posición de la lógica moderna sobre las aporías eleáticas. Sus demandas no eran productos de mera curiosidad, no acumulaba conocimientos, frívolamente, como un diletante objetos raros en su habitación, sino por la necesidad de integrar su cosmovisión. Sus preguntas eran exactas y revelaban un gran conocimiento previo. Vivía en permanente tensión mental, aunque lo disimulaba bajo una máscara anecdótica y risueña. Pero ni los comentarios que le merecía de pronto un sombrero femenino pertenecía al reino de la contingencia: todo parecía, por el contrario, insertarse en una concepción del mundo. Concepción del mundo que se iba desplegando e integrando con aquel diálogo perpetuo y con aquella invariable cortesía, que lo hacía admitir hasta las preguntas más chocantes de un alumno que estimaba: "¿Cómo puede soportar, don Pedro, una ópera?", preguntaba alguno de nosotros. Y él escuchaba a veces sin responder, con aquella sonrisa sutilísima y ligeramente irónica que era más temible que la respuesta oral.

Su platonismo se manifestó desde joven, en algunas de sus traducciones y conferencias. Y es probable que de este temprano amor provenga su repugnancia por el positivismo. Fue uno de los primeros en rebelarse aquí contra ese pensamiento que dominaba los cerebros dirigentes de la América Latina.

Más que una filosofía, el positivismo constituyó en nuestro continente una calamidad, pues ni siquiera alcanzó en general el nivel comtiano: casi siempre fue mero cientificismo y materialismo primario. Hacia fines de siglo la ciencia reinaba soberanamente, sin siquiera las dudas epistemológicas que aparecerían algunas décadas más tarde. Se descubrían los Rayos X, la radiactividad, las ondas hertzianas. El misterio de esas radiaciones invisibles, ahora reveladas y dominadas por el hombre, parecía mostrar que pronto todos los misterios serían revelados; poniéndose en el mismo plano de calidad el enigma del alma y el de la telegrafía sin hilos. Todo lo que estaba más allá de los hechos controlables y medibles era metafísica, y como lo incontrolable por la ciencia no existía, la metafísica era puro charlatanismo. El espíritu era una manifestación de la materia, del mismo modo que las ondas hertzianas. El alma, con otros entes semejantes, fue desterrada al Museo de las Supersticiones.

Naturalmente, la metafísica que aparatosamente era expulsada por la puerta, volvió a entrar por la ventana. Pero una de muy mala calidad. Lo que debe de ser el castigo que el patrono de los filósofos tiene preparado para los que descreen de la metafísica.

Zoólogo enérgico, Haeckel fundó un monismo materialista que, en última instancia, no era más que un hilozoísmo jónico; aunque con veinte siglos de retardo. Ese distinguido naturalista declaró vana toda discusión sobre la libertad, el determinismo, Dios y la inmortalidad: su sistema resolvía definitivamente esas cuestiones, y demostraba la falsedad del dualismo entre la materia y el espíritu, así como la contraposición entre la naturaleza y la cultura.

La Deutsche Monistbund se encargó de propagar la buena nueva, que llegaba a nuestras bibliotecas y colegios junto con máquinas electrostáticas y libros de Darwin, Haeckel y Büchner.

El profesor Richard Gans, contratado por la Universidad de La Plata para dirigir su Instituto de Física, explicaba a sus alumnos Loyarte e Isnardi el problema de la filosofía mediante este apólogo: "En el comienzo de los tiempos todos los conocimientos estaban en un gran tonel. Vino un día alguien, puso la mano y sacó las matemáticas; otro día alguien extrajo la física; más tarde se extrajeron la geografía, la zoología, la botánica y así durante un tiempo. Hasta que llegó quien, metiendo la mano, la movió en todas direcciones sin encontrar nada más. Eso que extrajo era la filosofía".

Siendo alumno de la facultad oí esa idea trasmitida por uno de sus discípulos, lo que revela que todavía en 1930 dominaba la mentalidad positivista, por lo menos en las facultades de ciencias. Por lo demás, el Comité Positivista Argentino se fundó en 1924, con la presencia, entre otros, de Alfredo Ferreira, Américo Ghioldi, M. Victoria, V.Mercante y Ángel Giménez. Creo no exagerar si digo que esa mentalidad sigue dominando subrepticia o abiertamente en la inmensa mayoría de nuestros hombres de ciencia y en buena parte de los profesores que se titulan progresistas. Ahora no están respaldados por ranas de Galvani y modestas pilas de Volta, sino por neutrones y bombas atómicas. Pero aunque el respaldo es más espectacular, filosóficamente sigue siendo tan débil como en 1900.

La difusión del positivismo en América Latina tiene su explicación.

Estos países, que salían apenas de sus guerras civiles, estaban necesitados de una filosofía de la acción concreta, de un pensamiento que promoviera el progreso y la educación popular.

El fenómeno es bien visible en la Argentina, a partir de la caída de Rosas: Alejandro Korn (uno de los pensadores que inició la lucha contra el positivismo en nuestro país, y al que con la sola disculpa de la pasión política ataqué injustamente cuando yo era un estudiante marxista) sostiene que la obra civilizadora de Sarmiento y Albeidi era "positivismo en acción". Aquellos hombres, después del ocaso del romanticismo se entregaron, en buena medida forzados por las circunstancias, a ese pensamiento tan unido al progreso técnico que el país necesitaba con urgencia. Esa filosofía, que estaba en el aire y que más bien era un Zeitgeist que una Weltanschauung era el pensamiento de una clase dirigente progresista, liberal y laica; pues la Colonia, de la que querían sacudirse definitivamente, estaba para ellos vinculada a la religión, al atraso y a la "metafísica". Y en esta posición dialéctica se echan de ver ya todas las virtudes y todos los defectos que un día harían necesaria la reacción antipositivista. Pues si es verdad que la nación necesitaba progreso y educación es un grueso paralogismo imaginar que sólo podían alcanzarse mediante aquel tipo de pensamiento; pensamiento, que, llevado a sus últimas instancias, promovía un nuevo dogmatismo, más precario que el anterior y filosóficamente más superficial. Como se pudo ver cuando el tiempo redujo al absurdo sus postulados y cuando un hombre como Ingenieros se convirtió en el dechado de la ilustración argentina. Y si Paulsen pudo decir que los Enigmas del Universo, de Haeckel, era una ofensa para el pueblo que había producido un Kant o un Schopenhauer, nosotros podemos afirmar que por lo menos resultó muy triste ofrecer como paradigma de nuestra cultura las obras de este epígono de Haeckel. Para Ingenieros, la lógica y la moral, la estética y la sociología, el derecho y la teología, eran simples productos de la psicología humana: y esto, a su vez, simple producto de la anatomía y la fisiología cerebral. De semejante manera, todo quedaba reducido a un monismo zoológico.

Del daño espiritual que aquella mentalidad significó, dan cuenta los textos de enseñanza que se utilizaron durante décadas (y que en muchas partes todavía se siguen usando); aquella mentalidad que desde Paraná irradió el país entero a través de miles de maestras y profesores normalistas. Alejandro Korn nos dice que el Instituto de Paraná produjo la emancipación del chato dogmatismo de sacristía. Afirmación en que hay algo cierto: la chatura de ese dogmatismo de sacristía. Lo que no se dice es que fue suplantado por otro dogmatismo de signo contrario, tan chato y burdo como el anterior. Un dogmatismo que aún hoy impide a miles de estudiantes acceder con el espíritu abierto a las más altas filosofías contemporáneas. Si en aquel colegio modelo que fue en un tiempo el Colegio Nacional de La Plata, tuvimos que sobrellevar a un profesor de psicología que nos dedicaba la casi totalidad de su tiempo a enseñarnos la anatomía del cerebro, puede imaginarse lo que ha sucedido en escuelas filosóficamente más desamparadas.

Se comprende así la magnitud y la profundidad de la lucha que debieron llevar a cabo aquellos pioneros como H. Ureña. Inútil advertir que su actitud no era meramente la del irracionalismo, que combate al racionalismo de la ciencia desde una pura subjetividad. Tampoco era el de él un ataque a las formas más notables de la filosofía post-kantiana, muchas veces sutilmente ligadas con el positivismo, tal como es el caso de William James y de F. Nietzsche. Por el contrario, fue el primero que en este continente hizo conocer el pensamiento de estos dos pensadores. Su combate fue contra las formas comtiana y spenceriana del positivismo, y, más que todo, contra las groseras metafísicas del naturalismo científico.

Aunque de estirpe platónica, yo me inclinaría a afirmar que su pensamiento estaba muy cerca del personalismo. Así lo señalan su encarnizada defensa del hombre concreto, su posición contra la tecnolatría y al mismo tiempo su fe en las ideas y en la razón vital. De modo que si era un enemigo del cientificismo, también era un enemigo del puro irracionalismo. Fue el suyo un equilibrio muy feliz y muy adecuado a su temperamento, tan propenso a sentir la emisión intelectual de una demostración matemática bien hecha como a conmoverse ante los poemas más ininteligibles de Rimbaud.

Fue un espíritu de síntesis, que ansiaba armonizar el mundo de la razón con el de la inspiración irracional, el universo de la ciencia con el de la creación artística. Su síntesis de individuo y universo, de razón y emoción, de originalidad y tradición, de concreto y abstracto, de hombre y humanidad es evidente en toda su obra de investigación y de enseñanza. No era un ecléctico; era un romántico que quería el orden, un poeta que admiraba la ciencia.

SU ACTITUD ANTE LA GRAMÁTICA

Henríquez Ureña detestaba todo intento inquisitorial con respecto al idioma, y si colaboró en textos gramaticales fue con el sólo objeto de compensar con una obra sensata la influencia nefasta de otros libros. Sus opiniones gramaticales estaban atemperadas por su saber lingüístico. La faena que junto a Amado Alonso llevó a cabo en el Instituto de Filosofía fue inmensa, y a medida que pasa el tiempo más se ha de valorar lo que significó. De ahí surgieron investigadores de la talla de María Rosa Lida, su hermano Raimundo y Ángel Rosenblat. Así como las traducciones de las obras capitales de Saussure, Vossler y sus escuelas. Pienso que H. Ureña estaba más cerca de la posición de Vossler. Pero tanto una como otra escuela señalaron el fin de la policía gramatical.

Desde luego, negaba la existencia de un castellano general, fiel a su temperamento artístico y a su teoría idiomática. El lenguaje era para él uno y dialécticamente vario, y consideraba disparatado que a un argentino se lo obligase a hablar o a escribir como si hubiese nacido en Toledo. Sin embargo, su castellano era el que uno no hubiera elegido como común a todos, españoles e hispanoamericanos, de haber estado obligados a una decisión. Aquel idioma rico y, sin embargo, sencillo, aristocrática y no obstante lleno de amor por lo popular, delicado y a la vez de neta precisión, constituía un paradigma que todos admirábamos. Podría constituir sin duda el castellano que uniera idiomáticamente esta vasta patria que él ansiaba unir política y socialmente.

Como bien observa Alfonso Reyes, manejaba una prosa inmaculada, sin desconcertarse por la novedad. Realización cabal de la tesis vossleriana, que ve en la lengua la síntesis de tradición y de novedad, de grupo e individuo, de norma y libertad.

La cultura era para H. Ureña la síntesis del tesoro heredado y lo que el hombre y su comunidad contemporánea creaba dentro de ese cuadro preexistente; razón por la cual criticaba toda pretensión de una cultura puramente autóctona, que desconociera o menospreciara la herencia europea; como combatía la tendencia europeizante que, sobre todo bajo la influencia positivista, desdeñó la raíz americana. Así también con el lenguaje.

Me parece claro que la posición filosófica que aparece ya en sus años mozos, en su lucha contra el positivismo, esa posición integradora y espiritualista, tenía que conducirlo hacia Vossler en lo idiomático. No soy técnico e ignoro su proceso personal así como la forma en que pudo encontrarse o influir sobre Amado Alonso; pero considero cierto que su desembocadura en la filosofía del lenguaje de un Humboldt y de Vossler era inevitable.

Como siempre, sus teorías se manifestaban en su actividad, y en este caso en su forma de escribir y enseñar. Los que tuvimos la suerte de recibir sus enseñanzas somos testimonios de aquella manera suya de enseñar mediante los buenos ejemplos literarios, no a través de rígidas normas gramaticales. Decía "Donde termina la gramática empieza el arte”, lo que de paso indicaba que era absurdo aplicar las reglas de la Academia a los creadores. Enseñaba el lenguaje con el lenguaje mismo, tal como Hegel afirmaba que se debe enseñar a nadar nadando. No exigía un previo aprendizaje gramatical sino, más bien, daba ese conocimiento a medida que el aprendizaje empírico del lenguaje en los escritores valiosos lo hacía indispensable (como una guía nos sirve para recorrer una hermosa ciudad, desconocida, y sólo entonces). Recuerdo cómo nos hacía leer los buenos autores, y cómo paralelamente hacíamos el trabajo de composición. La poca gramática que se nos indicaba lo era a través de las correcciones que el profesor hacía sobre esos trabajos nuestros; que de ese modo se nos aparecían como reglas de un idioma viviente, no como normas dictadas por cadáveres para ceremonias funerarias. En aquella enseñanza se distinguía la poieses de la tekhné. En aquel colegio no hubo preceptiva, disciplina que don Pedro detestaba, denunciándola como el disfraz inofensivo con que se volvía a introducir la vieja retórica latina; inútil disciplina con que los romanos (pueblo en arte, de imitadores) pretendían enseñar la fabricación de belleza. Siendo que el arte, repetía H. Ureña, no puede reducirse a reglas ni fórmulas. Y la gramática la veía como el imperfecto conato de una ciencia del lenguaje, penoso sobreviviente de aquellas normativas latinas en espera de que la lingüística la desaloje para siempre. Los académicos tiemblan ante esta perspectiva, que les parece apocalíptica, imaginando que una lengua sin codificación fatalmente termine en el desorden. Y sin embargo —como señala Bally— hay idiomas de gran popularidad como el armenio y el turco, que no han sufrido mayormente la influencia de la escuela; así como las obras maestras de la literatura griega datan de una época en que la enseñanza gramatical no existía. Los romanos, los primeros académicos de Europa, legisladores natos, no resistieron la tentación de legislar también el idioma, y desde entonces sufrimos la calamidad. Calamidad relativa, es cierto, porque nunca la gramática ni la retórica pudieron impedir la aparición de grandes creadores. El mismo Henríquez Ureña nos recuerda que si bien esas disciplinas se propagaron en toda Europa durante la Edad Media, como medio de aprender a escribir discursos y poemas en latín, a su lado, impertérritas y vivas, se formaban las obras en lengua vulgar, que nada debieron jamás a la preceptiva escolar. Así las Eddas y las Sagas, el Cantar de los Nibelungos y la Canción de Rolando, el Cantar de Mío Cid, el romancero español, los poemas religiosos, las narraciones caballerescas, la poesía de los trovadores provenzales, la Divina Comedia, los sonetos de Petrarca, los cuentos de Boccaccio. Y aunque el Renacimiento trata de imponer las normas de la antigüedad clásica a la cultura moderna y en parte lo consiguió, también muestra H. Ureña que la mayor parte de los grandes escritores fueron rebeldes, de modo que importantísimas obras de la literatura europea se levantan aparte, cuando no francamente en contra, de las ilustres recomendaciones: las epopeyas de Boyardo y Ariosto, el teatro de Shakespeare y Marlowe, el teatro de Lope y de Calderón, y toda la novela, desde Lazarillo y el Quijote hasta el Gulliver y el Cándido.

AMÉRICA UNA Y JUSTA

Este hombre que alguien llamó "peregrino de América" (y cuando se dice América en relación a él debe entenderse América Latina, no esa teórica América total que la retórica de las cancillerías ha puesto de moda, por motivos menos admirables), tuvo dos grandes sueños utópicos; como San Martín y Bolívar, el de la unidad en la Magna Patria; y la realización de la Justicia en su territorio, así, con mayúscula.

Aquel hombre superior, que nos puso en guardia contra la estrechez del positivismo, constituye un vivo ejemplo de que no es imprescindible ser partidario fetichista de la ciencia para desear la superación de las grandes injusticias que hay en nuestra realidad social; vivo ejemplo para los espíritus mediocres que en ciertas formas actuales del viejo positivismo acusan de "reaccionarios" a los que ponen los valores del espíritu por encima de un crudo materialismo, a los que imaginen (y demuestren) que no es menester arrodillarse ante la ciencia, o (lo que es más burdo) ante una heladera eléctrica para repudiar la injusticia.

Espíritu exquisito, hecho al parecer para el ejercicio de la pura belleza, dijo sin embargo cosas como ésta: "El ideal de justicia está antes que el ideal de cultura: es superior el hombre apasionado de justicia al que sólo aspira a su propia perfección intelectual. Al diletantismo de Goethe, opongamos el nombre de Platón, nuestro primer maestro de utopía, el que entregó al fuego todas sus versiones de poeta para predicar la verdad y la justicia en nombre de Sócrates, cuya muerte le reveló la terrible imperfección de la sociedad en que vivía. Si nuestra América no ha de ser sino una prolongación de Europa, si lo único que hacemos es ofrecer suelo nuevo a la explotación del hombre por el hombre (y por desgracia, esa es hasta ahora nuestra única realidad), si no nos decidimos a que ésta sea la tierra de promisión para la humanidad cansada de buscarla en todos los climas, no tenemos justificación. Sería preferible dejar desiertas nuestras pampas si sólo hubieran de servir para que en ellas se multiplicaran los dolores humanos; no los dolores que alcanzará a evitar nunca, los que son hijos del amor y la muerte, sino los que la codicia y la soberbia infligen al débil y al hambriento. Nuestra América se justificará ante la humanidad del futuro cuando, constituida en magna patria, fuerte y próspera por los dones de su naturaleza y por el trabajo de sus hijos, dé el ejemplo de la sociedad donde se cumple la emancipación del brazo y de la inteligencia".

Fragmento que por otra parte nos muestra la firmeza y hasta la implacable consecuencia que aquel humanista apacible manifestaba cuando de la justicia se trataba. Por motivos comprensibles, hay la tendencia a recordarnos únicamente el lado amable de Pedro Henríquez Ureña. Conviene entonces advertir que su paciencia y su infinita bondad se acaba cuando se desconocían ( y sobre todo cuando se lo hacía hipócritamente) esos grandes principios que hacen a la dignidad del hombre. "Testigo insobornable" lo llamó su gran amigo Alfonso Reyes, que también nos dice que su coraje rayaba en la impertinencia cuando era necesario; momento en que de aquel ser delicado podían salir ironías demoledoras y hasta frases de violenta y viril indignación.

Su vida entera se realizó, así como su obra, en función de aquella utopía latinoamericana. Aunque pocos como él estaban dotados para el puro arte y para la estricta belleza, aunque era un auténtico Scholar y hubiera podido brillar en cualquier gran universidad europea, casi nada hubo en él que fuese arte por el arte o pensamiento por el pensamiento mismo. Su filosofía, su lucha contra el positivismo, sus ensayos literarios y filológicos, todo formó parte de su silenciosa batalla por la unidad y por la elevación de nuestros pueblos.

Aquel humanista no era uno de los que se solazan en la mera arqueología, pues todo en él se refería, de modo directo o indirecto, al hombre concreto. Alguien dijo que era un hombre de ideas y teorías. Sí, pero de ideas y teorías encarnadas. Y la carne no existe en abstracto sino en un lugar y en un tiempo determinados. Como a los seres que de verdad le importa el hombre, era éste hombre que lo apasionaba. Debemos temblar cada vez que alguien se apasiona por el hombre con H mayúscula, por esa abstracción que se llama Humanidad: entonces es capaz de guillotinar o torturar multitudes enteras. Basta pensar en Robespierre o en Stalin. En el fondo, son seres que no aman a nadie, y son mortales enemigos del hombre concreto (el único que existe) en la medida, precisamente, en que aman una abstracción.

Es cierto que H. Ureña era un humanista. Sí, lo era. Y también es cierto que su espíritu universal detestaba el provincianismo. Pero su universalidad no era genérica, no era la del técnico o el científico que trabaja con símbolos y letras griegas; era el universalismo del artista, que obra con sentimientos de individuos precisos. Por eso tomaba de la tradición lo que era vivo, lo que importaba para lo nuestro, lo de hoy y aquí; motivo por lo que era filólogo, no gramático. Y de aquel Platón que tanto admiraba, no era tanto el esplendor de sus teorías abstractas que admiraba como su aliento poético. Aliento poético que lo convierte en un ser vivo no sólo para su tiempo sino para todos los tiempos, mientras haya hombres que vivan, o amen y sufran sobre la tierra. Era, en suma, el Platón que podía ser útil en la construcción de esa utopía latinoamericana en la que siempre creyó.

Por eso tampoco podía ser un especialista. Y los que lo critican por su versatilidad no advierten que él no era un ecléctico sino un integralista; y que esa multiplicidad de intereses era la manifestación inevitable de su filosofía concreta y unitaria. La especialización, en buena medida consecuencia del desarrollo técnico de una civilización escisoria, es más que una virtud un infortunio para el hombre, aunque haya servido para aumentar nuestro poderío físico. Pues ¿quién ha dicho que es el poder físico la meta más alta del hombre?

Sacrificó mucho de lo que hubiera podido hacer en el plano teórico por esa cálida obra personal que llevó a cabo a lo largo de esta América. Sobre todo enseñando. "No debe haber cultura superior sin cultura popular". Y así, aquel notable espíritu que había sido precursor de la filosofía moderna en América Latina y que podría haber dedicado su existencia a brillantes investigaciones filológicas, se entregó a esa lucha modesta y oscura desde su juventud, desde que comenzó su tarea educativa en México, junto a Vasconcelos. Y más de una vez sostuvo que, tal como era nuestra precaria realidad, los mejores de nuestros intelectuales debían sacrificar y la obra de meditación retirada en favor de la obra comunal y la elevación del hombre medio. Así, sucedió con Martí en Cuba y con Sarmiento en Argentina. Un escritor nace en Francia y se encuentra, por decirlo así, con una patria hecha; aquí debe escribir haciéndola al mismo tiempo como aquellos pioneros del lejano oeste que cultivaban la tierra con el arma al lado. ¿No empuñó literalmente un fusil José Hernández?

Esa gran utopía con que soñaba, ardientemente en su juventud, melancólicamente en su último tiempo, era la utopía de una patria de hombres libres, de una generosa tierra integradora, una suerte de país platónico que no fuese el reinado de la pura materia. Ansiaba que termináramos con nuestras rencillas provincianas, predicaba la necesidad de unión (señalando el desastre que fue para Grecia el separatismo de sus ciudades-estado) y trataba de hacernos comprender el formidable tesoro que encierra un continente constituido por veinte naciones hermanas, de una misma lengua, y por lo tanto, de una misma tradición y cultura. Dolido de nuestros defectos, de nuestros repentismos y nuestra superficialidad, de nuestra frecuente propensión a lo fácil; dolido de nuestra miseria y nuestra división, soñaba (soñó hasta el día de su muerte) con una patria que se levantase técnicamente, que aboliese la miseria y la injusticia, pero no cometiese el mismo error de los Estados Unidos, poniendo los valores materiales por sobre los espirituales.

ERNESTO SÁBATO
Santos Lugares, setiembre de 1964.

Pedro Henríquez Ureña. Prólogo de Ernesto Sábato. Selección y notas de los profesores Carmelina de Castellanos y Luis Arturo Castellanos. Ediciones Culturales Argentinas, Dirección Generla de Difusión Cultural, Buenos Aires, 1966, pp. 7-25.
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WILLIAM FAULKNER

Entrevista por Jean Stein

William Faulkner nació en 1897 en New Albany, Mississippi, donde su padre trabajaba como conductor del ferrocarril construido por el bisabuelo del novelista, el coronel William Falkner (sin la "u"), autor de La rosa blanca de Memphis (The White Rose of Memphis). Pronto la familia se mudó a Oxford, a treinta y cinco millas de distancia, donde el joven Faulkner, aunque era un lector voraz, no pudo obtener suficientes créditos para graduarse de la escuela secundaria local. En 1918 se alistó como estudiante de aviación en la Royal Canadian Air Force. Pasó un poco más de un año como estudiante especial en la universidad estatal, Ole Miss, y más tarde trabajó como jefe de correos en la estación de la universidad hasta que fue despedido por leer en el trabajo.

Animado por Sherwood Anderson, escribió La paga de los soldados (Soldiers' Pay - 1926). Su primer libro ampliamente leído fue Santuario (Sanctuary - 1931), una novela sensacionalista que dice escribió para generar dinero puesto que sus libros anteriores, incluidos Mosquitos (Mosquitoes - 1927), Sartoris (1929), El ruido y la furia (The Sound and the Fury - 1929) y Mientras agonizo (As I Lay Dying - 1930), no habían generado suficientes regalías para mantener a una familia.

A ellas siguieron varias novelas, la mayoría de ellas relacionadas con lo que se ha llamado la saga de Yoknapatawpha: Luz de agosto (Light in August - 1932), Pilón (Pylon - 1935), ¡Absalón, absalón! (Absalom, Absalom! - 1936), Los invictos (The Unvanquished - 1938), Las palmeras salvajes (The Wild Palms - 1939), El villorrio (The Hamlet - 1940), y Desciende, Moisés y otras historias (Go Down, Moses, and Other Stories - 1941). Desde la Segunda Guerra Mundial, sus principales obras han sido Intruso en el polvo (Intruder in the Dust - 1948), Una fábula (A Fable - 1954), y La ciudad (The Town - 1957). Sus Collected Stories recibieron el National Book Award en 1951, al igual que A Fable en 1955. En 1949, Faulkner recibió el Premio Nobel de Literatura.

Recientemente, aunque tímido y retirado, Faulkner ha viajado mucho dando conferencias para el Servicio de Información de los Estados Unidos. Esta conversación tuvo lugar en la ciudad de Nueva York, a principios de 1956.

Faulkner falleció a los 64 años el 6 de julio de 1962 en Byhalia, Mississippi, Estados Unidos.

Sr. Faulkner, usted dijo hace un tiempo que no le gustan las entrevistas.

La razón por la que no me gustan las entrevistas es porque parece que reacciono violentamente a preguntas personales. Si las preguntas son sobre el trabajo, trato de responderlas. Cuando se trata de mí, puedo responder o no, pero incluso si lo hago, si me hiciera mañana la misma pregunta, la respuesta puede ser diferente.

¿Qué tal acerca de usted, como escritor?

Si yo no hubiera existido, alguien habría escrito por mí, por Hemingway, por Dostoievski, por todos nosotros. Prueba de ello es que hay alrededor de tres candidatos para la autoría de las obras de Shakespeare. Pero lo importante es Hamlet y El sueño de una noche de verano (A Midsummer Night's Dream), no quién los escribió, sino que alguien lo hizo. El artista no tiene importancia. Solo lo que él crea es importante, ya que no hay nada nuevo que decir. Shakespeare, Balzac, Homero han escrito sobre las mismas cosas, y si hubieran vivido mil o dos mil años más, los editores no habrían necesitado a nadie entonces.

Pero incluso si como parece no hay nada más que decir, ¿acaso no es importante la individualidad del escritor?

Muy importante para sí mismo. Todos los demás deberían estar demasiado ocupados con su trabajo para preocuparse por la individualidad.

¿Y sus contemporáneos?

Todos nosotros fracasamos en alcanzar nuestro sueño de perfección. Así que nos calificamos sobre la base de nuestro espléndido fracaso de hacer lo imposible. En mi opinión, si pudiera volver a escribir todo mi trabajo, estoy convencido de que lo haría mejor, que es la condición más saludable para un artista. Es por eso que sigue trabajando, intentando de nuevo; él cree cada vez que lo hará, que lo logrará. Por supuesto que no, y es por lo que esta condición es saludable. Una vez hecho, una vez atado el trabajo con la imagen, el sueño, nada quedará sino cortar su garganta, saltar del otro lado de ese pináculo de la perfección al suicidio. Soy un poeta fallido. Tal vez todo novelista quiera escribir poesía primero, descubra que no puede, y luego pruebe con el cuento, que es la forma más exigente después de la poesía. Y, fallando en ello, solo entonces comienza a escribir novelas.

-¿Existe alguna fórmula que sea posible seguir para ser un buen novelista?

-99% de talento… 99% de disciplina… 99% de trabajo. El novelista nunca debe sentirse satisfecho con lo que hace. Lo que se hace nunca es tan bueno como podría ser. Siempre hay que soñar y apuntar más alto de lo que uno puede apuntar. No preocuparse por ser mejor que sus contemporáneos o sus predecesores. Tratar de ser mejor que uno mismo. Un artista es una criatura impulsada por demonios. No sabe por qué ellos lo escogen y generalmente está demasiado ocupado para preguntárselo. Es completamente amoral en el sentido de que será capaz de robar, tomar prestado, mendigar o despojar a cualquiera y a todo el mundo con tal de realizar la obra.

-¿Quiere usted decir que el artista debe ser completamente despiadado?

-El artista es responsable sólo ante su obra. Será completamente despiadado si es un buen artista. Tiene un sueño, y ese sueño lo angustia tanto que debe librarse de él. Hasta entonces no tiene paz. Lo echa todo por la borda: el honor, el orgullo, la decencia, la seguridad, la felicidad, todo, con tal de escribir el libro. Si un artista tiene que robarle a su madre, no vacilará en hacerlo; la "Oda en una urna griega" vale más que cualquier número de ancianas.

-Entonces la falta de seguridad, de felicidad, honor, etcétera, ¿sería un factor importante en la capacidad creadora del artista?

-No. Esas cosas sólo son importantes para su paz y su contento, y el arte no tiene nada que ver con la paz y el contento.

-Entonces, ¿cuál sería el mejor ambiente para un escritor?

-El arte tampoco tiene nada que ver con el ambiente; no le importa dónde está. Si usted se refiere a mí, el mejor empleo que jamás me ofrecieron fue el de administrador de un burdel. En mi opinión, ese es el mejor ambiente en que un artista puede trabajar. Goza de una perfecta libertad económica, está libre del temor y del hambre, dispone de un techo sobre su cabeza y no tiene nada qué hacer excepto llevar unas pocas cuentas sencillas e ir a pagarle una vez al mes a la policía local. El lugar está tranquilo durante la mañana, que es la mejor parte del día para trabajar. En las noches hay la suficiente actividad social como para que el artista no se aburra, si no le importa participar en ella; el trabajo da cierta posición social; no tiene nada qué hacer porque la encargada lleva los libros; todas las empleadas de la casa son mujeres, que lo tratarán con respeto y le dirán “señor”. Todos los contrabandistas de licores de la localidad también le dirán “señor”. Y él podrá tutearse con los policías. De modo, pues, que el único ambiente que el artista necesita es toda la paz, toda la soledad y todo el placer que pueda obtener a un precio que no sea demasiado elevado. Un mal ambiente sólo le hará subir la presión sanguínea, al hacerle pasar más tiempo sintiéndose frustrado o indignado. Mi propia experiencia me ha enseñado que los instrumentos que necesito para mi oficio son papel, tabaco, comida y un poco de whisky.

-¿Bourbon?

-No, no soy tan melindroso. Entre escocés y nada, me quedo con escocés.

-Usted mencionó la libertad económica. ¿La necesita el escritor?

-No. El escritor no necesita libertad económica. Todo lo que necesita es un lápiz y un poco de papel. Que yo sepa nunca se ha escrito nada bueno como consecuencia de aceptar dinero regalado. El buen escritor nunca recurre a una fundación. Está demasiado ocupado escribiendo algo. Si no es bueno de veras, se engaña diciéndose que carece de tiempo o de libertad económica. El buen arte puede ser producido por ladrones, contrabandistas de licores o cuatreros. La gente realmente teme descubrir exactamente cuántas penurias y pobreza es capaz de soportar. Y a todos les asusta descubrir cuán duros pueden ser. Nada puede destruir al buen escritor. Lo único que puede alterar al buen escritor es la muerte. Los que son buenos no se preocupan por tener éxito o por hacerse ricos. El éxito es femenino e igual que una mujer: si uno se le humilla, le pasa por encima. De modo, pues, que la mejor manera de tratarla es mostrándole el puño. Entonces tal vez la que se humille será ella.

-¿Trabajar para el cine es perjudicial para su propia obra de escritor?

-Nada puede perjudicar la obra de un hombre si éste es un escritor de primera, nada podrá ayudarlo mucho. El problema no existe si el escritor no es de primera, porque ya habrá vendido su alma por una piscina.

-Usted dice que el escritor debe transigir cuando trabaja para el cine. ¿Y en cuanto a su propia obra? ¿Tiene alguna obligación con el lector

-Su obligación es hacer su obra lo mejor que pueda hacerla; cualquier obligación que le quede después de eso, puede gastarla como le venga la gana. Yo, por mi parte, estoy demasiado ocupado para preocuparme por el público. No tengo tiempo para pensar en quién me lee. No me interesa la opinión de Juan Lector sobre mi obra ni sobre la de cualquier otro escritor. La norma que tengo que cumplir es la mía, y esa es la que me hace sentir como me siento cuando leo La tentación de Saint Antoine o el Antiguo Testamento. Me hace sentir bien, del mismo modo que observar un pájaro me hace sentir bien. Si reencarnara, sabe usted, me gustaría volver a vivir como un zopilote. Nadie lo odia, ni lo envidia, ni lo quiere, ni lo necesita. Nadie se mete con él, nunca está en peligro y puede comer cualquier cosa.

-¿Qué técnica utiliza para cumplir su norma?

-Si el escritor está interesado en la técnica, más le vale dedicarse a la cirugía o a colocar ladrillos. Para escribir una obra no hay ningún recurso mecánico, ningún atajo. El escritor joven que siga una teoría es un tonto. Uno tiene que enseñarse por medio de sus propios errores; la gente sólo aprende a través del error. El buen artista cree que nadie sabe lo bastante para darle consejos, tiene una vanidad suprema. No importa cuánto admire al escritor viejo, quiere superarlo.

-Entonces, ¿usted niega la validez de la técnica?

-De ninguna manera. Algunas veces la técnica arremete y se apodera del sueño antes de que el propio escritor pueda aprehenderlo. Eso es tour de force y la obra terminada es simplemente cuestión de juntar bien los ladrillos, puesto que el escritor probablemente conoce cada una de las palabras que va a usar hasta el fin de la obra antes de escribir la primera. Eso sucedió con Mientras agonizo. No fue fácil. Ningún trabajo honrado lo es. Fue sencillo en cuanto que todo el material estaba ya a la mano. La composición de la obra me llevó sólo unas seis semanas en el tiempo libre que me dejaba un empleo de doce horas al día haciendo trabajo manual. Sencillamente me imaginé un grupo de personas y las sometí a las catástrofes naturales universales, que son la inundación y el fuego, con una motivación natural simple que le diera dirección a su desarrollo. Pero cuando la técnica no interviene, escribir es también más fácil en otro sentido. Porque en mi caso siempre hay un punto en el libro en el que los propios personajes se levantan y toman el mando y completan el trabajo. Eso sucede, digamos, alrededor de la página 275. Claro está que yo no sé lo que sucedería si terminara el libro en la página 274. La cualidad que un artista debe poseer es la objetividad al juzgar su obra, más la honradez y el valor de no engañarse al respecto. Puesto que ninguna de mis obras ha satisfecho mis propias normas, debo juzgarlas sobre la base de aquélla que me causó la mayor aflicción y angustia del mismo modo que la madre ama al hijo que se convirtió en ladrón o asesino más que al que se convirtió en sacerdote.

-¿Qué obra es ésa?

-El Sonido y la Furia. La escribí cinco veces distintas, tratando de contar la historia para librarme del sueño que seguiría angustiándome mientras no la contara. Es una tragedia de dos mujeres perdidas: Caddy y su hija. Dilsey es uno de mis personajes favoritos porque es valiente, generosa, dulce y honrada. Es mucho más valiente, honrada y generosa que yo.

-¿Cómo empezó El Sonido y la Furia?

-Empezó con una imagen mental. Yo no comprendí en aquel momento que era simbólica. La imagen era la de los fondillos enlodados de los calzoncitos de una niña subida a un peral, desde donde ella podía ver a través de una ventana el lugar donde se estaba efectuando el funeral de su abuela y se lo contaba a sus hermanos que estaban al pie del árbol. Cuando llegué a explicar quiénes eran ellos y qué estaban haciendo y cómo se habían enlodado los calzoncitos de la niña, comprendí que sería imposible meterlo todo en un cuento y que el relato tendría que ser un libro. Y entonces comprendí el simbolismo de los calzoncitos enlodados, y esa imagen fue reemplazada por la de la niña huérfana de padre y madre que se descuelga por el tubo de desagüe del techo para escaparse del único hogar que tiene, donde nunca ha recibido amor ni afecto ni comprensión. Yo había empezado a contar la historia a través de los ojos del niño idiota, porque pensaba que sería más eficaz si la contaba alguien que sólo fuera capaz de saber lo que sucedía, pero no por qué. Me di cuenta de que no había contado la historia esa vez. Traté de volver a contarla, ahora a través de los ojos de otro hermano. Tampoco resultó. La conté por tercera vez a través de los ojos del tercer hermano. Tampoco resultó. Traté de reunir los fragmentos y de llenar las lagunas haciendo yo mismo las veces de narrador. Todavía no quedó completa, hasta quince años después de la publicación del libro, cuando escribí, como apéndice de otro libro, el esfuerzo final para acabar de contar la historia y sacármela de la cabeza de modo que yo mismo pudiera sentirme en paz. Ese es el libro por el que siento más ternura. Nunca pude dejarlo de lado y nunca pude contar bien la historia, aun cuando lo intenté con ahínco y me gustaría volver a intentarlo, aunque probablemente fracasaría otra vez.

-¿Qué emoción suscita Benjy en usted?

-La única emoción que puedo sentir por Benjy es aflicción y compasión por toda la humanidad. No se puede sentir nada por Benjy porque él no siente nada. Lo único que puedo sentir por él personalmente es preocupación en cuanto a que sea creíble tal cual yo lo creé. Benjy fue un prólogo, como el sepulturero en los dramas isabelinos. Cumple su cometido y se va. Benjy es incapaz del bien y del mal porque no tiene conocimiento alguno del bien y del mal.

-¿Podía Benjy sentir amor?

-Benjy no era lo suficientemente racional ni siquiera para ser un egoísta. Era un animal. Reconocía la ternura y el amor, aunque no habría podido nombrarlos; y fue la amenaza a la ternura y al amor lo que lo llevó a gritar cuando sintió el cambio en Caddy. Ya no tenía a Caddy; siendo un idiota, ni siquiera estaba consciente de la ausencia de Caddy. Sólo sabía que algo andaba mal, lo cual creaba un vacío en el que sufría. Trató de llenar ese vacío. Lo único que tenía era una de las pantuflas desechadas de Caddy. La pantufla era la ternura y el amor de Benjy que éste podría haber nombrado, y sólo sabía que le faltaban. Era mugroso porque no podía coordinar y porque la mugre no significaba nada para él. Así como no podía distinguir entre el bien y el mal, tampoco podía distinguir entre lo limpio y lo sucio. La pantufla le daba consuelo aun cuando ya no recordaba la persona a la que había pertenecido, como tampoco podía recordar por qué sufría. Si Caddy hubiese reaparecido, Benjy probablemente no la habría reconocido.

-¿Ofrece ventajas artísticas el componer la novela en forma de alegoría, como la alegoría cristiana que usted utilizó en Una fábula?

-La misma ventaja que representa para el carpintero construir esquinas cuadradas al construir una casa cuadrada. En Una fábula, la alegoría cristiana era la alegoría indicada en esa historia particular, del mismo modo que una esquina cuadrada oblonga es la esquina indicada para construir una casa rectangular oblonga.

-¿Quiere decir que un artista puede usar el cristianismo simplemente como cualquier otra herramienta, de la misma manera que un carpintero tomaría prestado un martillo?

-Al carpintero del que estamos hablando nunca le falta ese martillo. A nadie le falta cristianismo, si nos ponemos de acuerdo en cuanto al significado que le damos a la palabra. Se trata del código de conducta individual de cada persona, por medio del cual ésta se hace un ser humano superior al que su naturaleza quiere que sea si la persona sólo obedece a su naturaleza. Cualquiera que sea su símbolo -la cruz o la media luna o lo que fuere-, ese símbolo es para el hombre el recordatorio de su deber como miembro de la raza humana. Sus diversas alegorías son los modelos con los que se mide a sí mismo y aprende a conocerse. La alegoría no puede enseñar al hombre a ser bueno del mismo modo que el libro de texto le enseña matemáticas. Le enseña cómo descubrirse a sí mismo, cómo hacerse de un código moral y de una norma dentro de sus capacidades y aspiraciones al proporcionarle un ejemplo incomparable de sufrimiento y sacrificio y la promesa de una esperanza. Los escritores siempre se han nutrido, y siempre se nutrirán de las alegorías de la conciencia moral, por la razón de que las alegorías son incomparables: los tres hombres de Moby Dick, que representan la trinidad de la conciencia: no saber nada, saber y no preocuparse, y saber y preocuparse. La misma trinidad está representada en Una fábula por el viejo aviador judío, que dice “Esto es terrible. Me niego a aceptarlo, aun cuando deba rechazar la vida para hacerlo”; el viejo cuartelmaestre francés, que dice: “Esto es terrible, pero podemos llorar y soportarlo”; y el mismo mensajero del batallón inglés que dice: “Esto es terrible, voy a hacer algo para remediarlo”.

-¿Fueron reunidos en un solo volumen los dos temas no relacionados de Las palmeras salvajes con algún propósito simbólico? ¿Se trata, como sugieren algunos críticos, de una especie de contrapunto estético o de una simple casualidad?

-No, no. Aquello era una historia: la historia de Charlotte Rittenmeyer y Harry Wilbourne, que lo sacrificaron todo por el amor y después perdieron eso. Yo no sabía que iban a ser dos historias separadas sino después de haber empezado el libro. Cuando llegué al final de lo que ahora es la primera sección de Las palmeras salvajes, comprendí súbitamente que faltaba algo, que la historia necesitaba énfasis, algo que la levantara como el contrapunto en la música. Así que me puse a escribir El viejo hasta que Las palmeras salvajes volvió a ganar intensidad. Entonces interrumpí El viejo en lo que ahora es su primera parte y reanudé la composición de Las palmeras salvajes hasta que empezó a decaer nuevamente. Entonces volví a darle intensidad con otra parte de su antítesis, que es la historia de un hombre que conquistó su amor y pasó el resto del libro huyendo de él, hasta el grado de volver voluntariamente a la cárcel en que estaría a salvo. Son dos historias sólo por casualidad, tal vez por necesidad. La historia es la de Charlotte y Wilbourne.

-¿Qué porción de sus obras se basan en la experiencia personal?

-No sabría decirlo. Nunca he hecho la cuenta, porque la “porción” no tiene importancia. Un escritor necesita tres cosas: experiencia, observación e imaginación. Cualesquiera dos de ellas, y a veces una puede suplir la falta de las otras dos. En mi caso, una historia generalmente comienza con una sola idea, un solo recuerdo o una sola imagen mental. La composición de la historia es simplemente cuestión de trabajar hasta el momento de explicar por qué ocurrió la historia o qué otras cosas hizo ocurrir a continuación. Un escritor trata de crear personas creíbles en situaciones conmovedoras creíbles de la manera más conmovedora que pueda. Obviamente, debe utilizar, como uno de sus instrumentos, el ambiente que conoce. Yo diría que la música es el medio más fácil de expresarse, puesto que fue el primero que se produjo en la experiencia y en la historia del hombre. Pero puesto que mi talento reside en las palabras, debo tratar de expresar torpemente en palabras lo que la música pura habría expresado mejor. Es decir, que la música lo expresaría mejor y más simplemente, pero yo prefiero usar palabras, del mismo modo que prefiero leer a escuchar. Prefiero el silencio al sonido, y la imagen producida por las palabras ocurre en el silencio. Es decir, que el trueno y la música de la prosa tienen lugar en el silencio.

-Usted dijo que la experiencia, la observación y la imaginación son importantes para el escritor. ¿Incluiría usted la inspiración?

-Yo no sé nada sobre la inspiración, porque no sé lo que es eso. La he oído mencionar, pero nunca la he visto.

-Se dice que usted como escritor está obsesionado por la violencia.

-Eso es como decir que el carpintero está obsesionado con su martillo. La violencia es simplemente una de las herramientas del carpintero. El escritor, al igual que el carpintero, no puede construir con una sola herramienta.

-¿Puede usted decir cómo empezó su carrera de escritor?

-Yo vivía en Nueva Orleáns, trabajando en lo que fuera necesario para ganar un poco de dinero de vez en cuando. Conocí a Sherwood Anderson. Por las tardes solíamos caminar por la ciudad y hablar con la gente. Por las noches volvíamos a reunirnos y nos tomábamos una o dos botellas mientras él hablaba y yo escuchaba. Antes del mediodía nunca lo veía. Él estaba encerrado, escribiendo. Al día siguiente volvíamos a hacer lo mismo. Yo decidí que si esa era la vida de un escritor, entonces eso era lo mío y me puse a escribir mi primer libro. En seguida descubrí que escribir era una ocupación divertida. Incluso me olvidé de que no había visto al señor Anderson durante tres semanas, hasta que él tocó a mi puerta -era la primera vez que venía a verme- y me preguntó: “¿Qué sucede? ¿Está usted enojado conmigo?”. Le dije que estaba escribiendo un libro. Él dijo: “Dios mío”, y se fue. Cuando terminé el libro, La paga de los soldados, me encontré con la señora Anderson en la calle. Me preguntó cómo iba el libro y le dije que ya lo había terminado. Ella me dijo: “Sherwood dice que está dispuesto a hacer un trato con usted. Si usted no le pide que lea los originales, él le dirá a su editor que acepte el libro”. Yo le dije “trato hecho”, y así fue como me hice escritor.

-¿Qué tipo de trabajo hacía usted para ganar ese “poco dinero de vez en cuando”?

-Lo que se presentara. Yo podía hacer un poco de casi cualquier cosa: manejar lanchas, pintar casas, pilotar aviones. Nunca necesitábamos mucho dinero porque entonces la vida era barata en Nueva Orleáns, y todo lo que quería era un lugar donde dormir, un poco de comida, tabaco y whisky. Había muchas cosas que yo podía hacer durante dos o tres días a fin de ganar suficiente dinero para vivir el resto del mes. Yo soy, por temperamento, un vagabundo y un golfo. El dinero no me interesa tanto como para forzarme a trabajar para ganarlo. En mi opinión, es una vergüenza que haya tanto trabajo en el mundo. Una de las cosas más tristes es que lo único que un hombre puede hacer durante ocho horas, día tras día, es trabajar. No se puede comer ocho horas, ni beber ocho horas diarias, ni hacer el amor ocho horas… lo único que se puede hacer durante ocho horas es trabajar. Y esa es la razón de que el hombre se haga tan desdichado e infeliz a sí mismo y a todos los demás.

-Usted debe sentirse en deuda con Sherwood Anderson, pero, ¿qué juicio le merece como escritor?

-Él fue el padre de mi generación de escritores norteamericanos y de la tradición literaria norteamericana que nuestros sucesores llevarán adelante. Anderson nunca ha sido valorado como se merece. Dreiser es su hermano mayor y Mark Twain el padre de ambos.

-Y, ¿en cuanto a los escritores europeos de ese período?

-Los dos grandes hombres de mi tiempo fueron Mann y Joyce. Uno debe acercarse al Ulysses de Joyce como el bautista analfabeto al Antiguo Testamento: con fe.

-¿Lee usted a sus contemporáneos?

-No; los libros que leo son los que conocí y amé cuando era joven y a los que vuelvo como se vuelve a los viejos amigos: El Antiguo Testamento, Dickens, Conrad, Cervantes… leo el Quijote todos los años, como algunas personas leen la Biblia. Flaubert, Balzac -éste último creó un mundo propio intacto, una corriente sanguínea que fluye a lo largo de veinte libros-, Dostoyevski, Tolstoi, Shakespeare. Leo a Melville ocasionalmente y entre los poetas a Marlowe, Campion, Jonson, Herrik, Donne, Keats y Shelley. Todavía leo a Housman. He leído estos libros tantas veces que no siempre empiezo en la primera página para seguir leyendo hasta el final. Sólo leo una escena, o algo sobre un personaje, del mismo modo que uno se encuentra con un amigo y conversa con él durante unos minutos.

-¿Y Freud?

-Todo el mundo hablaba de Freud cuando yo vivía en Nueva Orleáns, pero nunca lo he leído. Shakespeare tampoco lo leyó y dudo que Melville lo haya hecho, y estoy seguro de que Moby Dick tampoco.

-¿Lee usted novelas policíacas?

-Leo a Simenon porque me recuerda algo de Chéjov.

-¿Y sus personajes favoritos?

-Mis personajes favoritos son Sarah Gamp: una mujer cruel y despiadada, una borracha oportunista, indigna de confianza, en la mayor parte de su carácter era mala, pero cuando menos era un carácter; la señora Harris, Falstaf, el Príncipe Hall, don Quijote y Sancho, por supuesto. A lady Macbeth siempre la admiro. Y a Bottom, Ofelia y Mercucio. Este último y la señora Gamp se enfrentaron con la vida, no pidieron favores, no gimotearon. Huckleberry Finn, por supuesto, y Jim. Tom Sawyer nunca me gustó mucho: un mentecato. Ah, bueno, y me gusta Sut Logingood, de un libro escrito por George Harris en 1840 ó 1850 en las montañas de Tenesí. Lovingood no se hacía ilusiones consigo mismo, hacía lo mejor que podía; en ciertas ocasiones era un cobarde y sabía que lo era y no se avergonzaba; nunca culpaba a nadie por sus desgracias y nunca maldecía a Dios por ellas.

-Y, ¿en cuanto a la función de los críticos?

-El artista no tiene tiempo para escuchar a los críticos. Los que quieren ser escritores leen las críticas, los que quieren escribir no tienen tiempo para leerlas. El crítico también está tratando de decir: “Yo pasé por aquí”. La finalidad de su función no es el artista mismo. El artista está un peldaño por encima del crítico, porque el artista escribe algo que moverá al crítico. El crítico escribe algo que moverá a todo el mundo menos al artista.

-Entonces, ¿usted nunca siente la necesidad de discutir sobre su obra con alguien?

-No; estoy demasiado ocupado escribiéndola. Mi obra tiene que complacerme a mí, y si me complace entonces no tengo necesidad de hablar sobre ella. Si no me complace, hablar sobre ella no la hará mejor, puesto que lo único que podrá mejorarla será trabajar más en ella. Yo no soy un literato; sólo soy un escritor. No me da gusto hablar de los problemas del oficio.

-Los críticos sostienen que las relaciones familiares son centrales en sus novelas.

-Esa es una opinión y, como ya le dije, yo no leo a los críticos. Dudo que un hombre que está tratando de escribir sobre la gente esté más interesado en sus relaciones familiares que en la forma de sus narices, a menos que ello sea necesario para ayudar al desarrollo de la historia. Si el escritor se concentra en lo que sí necesita interesarse, que es la verdad y el corazón humano, no le quedará mucho tiempo para otras cosas, como las ideas y hechos tales como la forma de las narices o las relaciones familiares, puesto que en mi opinión las ideas y los hechos tienen muy poca relación con la verdad.

-Los críticos también sugieren que sus personajes nunca eligen conscientemente entre el bien y el mal.

-A la vida no le interesa el bien y el mal. Don Quijote elegía constantemente entre el bien y el mal, pero elegía en su estado de sueño. Estaba loco. Entraba en la realidad sólo cuando estaba tan ocupado bregando con la gente que no tenía tiempo para distinguir entre el bien y el mal. Puesto que los seres humanos sólo existen en la vida, tienen que dedicar su tiempo simplemente a estar vivos. La vida es movimiento y el movimiento tiene que ver con lo que hace moverse al hombre, que es la ambición, el poder, el placer. El tiempo que un hombre puede dedicarle a la moralidad, tiene que quitárselo forzosamente al movimiento del que él mismo es parte. Está obligado a elegir entre el bien y el mal tarde o temprano, porque la conciencia moral se lo exige a fin de que pueda vivir consigo mismo el día de mañana. Su conciencia moral es la maldición que tiene que aceptar de los dioses para obtener de éstos el derecho a soñar.

-¿Podría usted explicar mejor lo que entiende por movimiento en relación con el artista?

-La finalidad de todo artista es detener el movimiento que es la vida, por medios artificiales y mantenerlo fijo de suerte que cien años después, cuando un extraño lo contemple, vuelva a moverse en virtud de qué es la vida. Puesto que el hombre es mortal, la única inmortalidad que le es posible es dejar tras de sí algo que sea inmortal porque siempre se moverá. Esa es la manera que tiene el artista de escribir “Yo estuve aquí” en el muro de la desaparición final e irrevocable que algún día tendrá que sufrir.

-Malcom Cowley ha dicho que sus personajes tienen una conciencia de sumisión a su destino.

-Esa es su opinión. Yo diría que algunos la tienen y otros no, como los personajes de todo el mundo. Yo diría que Lena Grove en Luz de agosto se entendió bastante bien con la suya. Para ella no era realmente importante en su destino que su hombre fuera Lucas Birch o no. Su destino era tener un marido e hijos y ella lo sabía, de modo que fue y los tuvo sin pedirle ayuda a nadie. Ella era la capitana de su propia alma. Uno de los parlamentos más serenos y sensatos que yo he escuchado fue cuando ella le dijo a Byron Bunch en el instante mismo de rechazar su intento final, desesperado, desesperanzado, de violarla, “¿No te da vergüenza? ¡Podías haber despertado al niño!” No se sintió confundida, asustada ni alarmada por un solo momento. Ni siquiera sabía que no necesitaba compasión. Su último parlamento, por ejemplo: “No llevo viajando más que un mes y ya estoy en Tenesí. Vaya, vaya, cómo rueda uno”. La familia Brunden, en Mientras agonizo, se las arregló bastante bien con su destino. El padre, después de perder a su esposa, necesitaba naturalmente otra, así que se la buscó. De un solo golpe no sólo reemplazó a la cocinera de la familia, sino que adquirió un fonógrafo para darles gusto a todos mientras descansaban. La hija embarazada no logró deshacerse de su problema esa vez, pero no se descorazonó. Lo intentó nuevamente, y aun cuando todos los intentos fracasaron, al fin y al cabo no fue más que otro bebé.

-¿Qué le sucedió a usted entre La paga de los soldados y Sartoris? Es decir, ¿cuál fue el motivo de que usted empezara a escribir la saga de Yoknapatawpha?

-Con La paga de los soldados descubrí que escribir era divertido. Pero más tarde descubrí que no sólo cada libro tiene que tener un designio, sino que todo el conjunto o la suma de la obra de un artista tiene que tener un designio. La paga de los soldados y Mosquitos los escribí por el gusto de escribir, porque era divertido. Comenzando con Sartoris descubrí que mi propia parcela de suelo natal era digna de que se escribiera acerca de ella y que yo nunca viviría lo suficiente para agotarla, y que mediante la sublimación de lo real en lo apócrifo yo tendría completa libertad para usar todo el talento que pudiera poseer, hasta el grado máximo. Ello abrió una mina de oro de otras personas, de suerte que creé un cosmos de mi propiedad. Puedo mover a esas personas de aquí para allá como Dios, no sólo en el espacio sino en el tiempo también. El hecho de que haya logrado mover a mis personajes en el tiempo, cuando menos según mi propia opinión, me comprueba mi propia teoría de que el tiempo es una condición fluida que no tiene existencia excepto en los avatares momentáneos de las personas individuales. No existe tal cosa como fue; sólo es. Si fue existiera, no habría pena ni aflicción. A mí me gusta pensar que el mundo que creé es una especie de piedra angular del universo; que si esa piedra angular, pequeña y todo como es, fuera retirada, el universo se vendría abajo. Mi último libro será el libro del Día del Juicio Universal, el Libro de Oro del Condado de Yoknapatawpha. Entonces quebraré el lápiz y tendré que detenerme.

The Paris Review, Spring 1956
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martes, 15 de mayo de 2018

MI AMIGO PEDRO HENRÍQUEZ UREÑA

Por Jorge Luis Borges

Como aquél día del otoño de 1946 en que bruscamente supe su muerte, vuelvo a pensar en el destino de Pedro Henríquez Ureña y en los singulares rasgos de su carácter. El tiempo define, simplifica y sin duda empobrece las cosas; el nombre de nuestro amigo sugiere ahora palabras como maestro de América y otras análogas. Veamos, pues, lo que estas palabras encierran.

Evidentemente, maestro no es quien enseña hechos aislados o quien se aplica a la tarea mnemónica de aprenderlos y repetirlos, ya que en tal caso una enciclopedia sería mejor maestro que un hombre. Maestro es quien enseña con el ejemplo una manera de tratar con las cosas, un estilo genérico de enfrentarse con el incesante y vario universo. La enseñanza dispone de muchos medios; la palabra directa no es más que uno. Quien haya recorrido con fervor los diálogos socráticos, las Analectas de Confucio o los libros canónicos que registran las parábolas y sentencias del Buddha, se habrá sentido defraudado más de una vez; la oscuridad o la trivialidad de tal cual dictamen, piadosamente recogido por los discípulos, le habrá parecido incompatible con la fama de esas palabras, que resonaron, y siguen resonando, en lo cóncavo del espacio y del tiempo. (Que yo recuerde, los Evangelios nos ofrecen la única excepción a esta regla, de la que ciertamente no se salvan las conversaciones de Goethe o de Coleridge.) Indaguemos la solución de esta discordia. Ideas que están muertas en el papel fueron estimulantes y vívidas para quienes las escucharon y conservaron, porque detrás de ellas, y en torno a ellas, había un hombre. Aquel hombre y su realidad las bañaban. Una entonación, un gesto, una cara, les daban una virtud que hoy hemos perdido. Cabe aquí recordar el caso histórico o simbólico, del judío que fue al pueblo de Mezeritz, no para escuchar al predicador sino para ver de qué modo éste se ataba los zapatos. Evidentemente todo era ejemplar en aquel maestro, hasta los actos cotidianos. Martin Buber, a quien debemos esta anécdota singular, habla de maestros que no sólo exponían la Ley sino que eran la Ley. De Pedro Henríquez Ureña sé que no era varón de muchas palabras. Su método, como el de todos los maestros genuinos, era indirecto. Bastaba su presencia para la discriminación y el rigor. A mi memoria acuden unos ejemplos de lo que se podría llamar su "manera abreviada". Alguien —acaso yo— incurrió en la ligereza de preguntarle si no le desagradaban las fábulas y él respondió con sencillez: No soy enemigo de los géneros. Un poeta de cuyo nombre no quiero acordarme, declaró polémicamente que cierta versión literal de las poesías de Verlaine era superior al texto francés, por carecer de metro y de rima. Pedro se limitó a copiar esta desaforada opinión y a agregar las suficientes palabras: En verdad... Imposible corregir con más cortesía. El dilatado andar por tierras extrañas, el hábito del destierro, habían afinado en él esa virtud. Alfonso Reyes ha referido alguna inocente o distraída irregularidad de sus años mozos; cuando lo conocí, hacia 1925, ya procedía con cautela. Rara vez condescendía a la censura de hombres o de pareceres equivocados; yo le he oído afirmar que es innecesario fustigar el error porque éste por sí solo se desbarata. Le gustaba alabar; su memoria era un preciso museo de las literaturas. Días pasados, hallé en un libro una tarjeta, en la que había anotado, de memoria, unos versos de Eurípides, curiosamente traducidos por Gilbert Murray; fue entonces que dijo unas cosas sobre el arte de traducir, que al correr de los años yo repensé y tuve por mías, hasta que la cita de Murray (With the stars from the windwooven rose) me recordaron que eran suyas y la oportunidad que las inspiró.

Al nombre de Pedro (así prefería que lo llamáramos los amigos) vincúlase también el nombre de América. Su destino preparó de algún modo esta vinculación; es verosímil sospechar que Pedro, al principio, engañó su nostalgia de la tierra dominicana suponiéndola una provincia de una patria mayor. Con el tiempo, las verdaderas y secretas afinidades que las regiones del continente le fueron revelando, acabaron por justificar esa hipótesis. Alguna vez hubo de oponer las dos Américas —la sajona y la hispánica— al viejo mundo; otra, las repúblicas americanas y España a la República del Norte. No sé si tales unidades existen en el día de hoy; no sé si hay muchos argentinos o mexicanos que sean americanos también, más allá de la firma de una declaración o de las efusiones de un brindis. Dos acontecimientos históricos han contribuido, sin embargo, a fortalecer nuestro sentimiento de una unidad racial o continental. Primero las emociones de la guerra española, que afiliaron a todos los americanos a uno u otro bando; después, la larga dictadura que demostró, contra las vanidades locales, que no estamos eximidos, por cierto, del doloroso y común destino de América. Pese a lo anterior, el sentimiento de americanidad o de hispanoamericanidad sigue siendo esporádico. Basta que una conversación incluya los nombres de Lugones y Herrera o de Lugones y Darío para que se revele inmediatamente la enfática nacionalidad de cada interlocutor.

Para Pedro Henríquez Ureña, América llegó a ser una realidad; las naciones no son otra cosa que ideas y así como ayer pensábamos en términos de Buenos Aires o de tal cual provincia, mañana pensaremos de América y alguna vez del género humano. Pedro se sintió americano y aun cosmopolita, en el primitivo y recto sentido de esa palabra que los estoicos acuñaron para manifestar que eran ciudadanos del mundo y que los siglos han rebajado a sinónimo de viajero o aventurero internacional. Creo no equivocarme al afirmar que para él nada hubiera representado la disyuntiva Roma o Moscú; había superado por igual el credo cristiano y el materialismo dogmático, que cabe definir como un calvinismo sin Dios, que sustituye la predestinación por la causalidad. Pedro había frecuentado las obras de Bergson y de Shaw que declaran la primacía de un espíritu que no es, como el Dios de la tradición escolástica, una persona, sino todas las personas y, en diverso grado, todos los seres.

Su admiración no se manchaba de idolatría. Admiraba this side idolatry, según la norma de Ben Jonson; era muy devoto de Góngora, cuyos versos vivían en su memoria, pero cuando alguien quiso elevarlo al nivel de Shakespeare, Pedro citó aquel juicio de Hugo en el que se afirma que Shakespeare incluye a Góngora. Recuerdo haberle oído observar que muchas cosas que se ridiculizan en Hugo se veneran en Whitman. Entre sus aficiones inglesas figuraban, en primer término, Stevenson y Lamb; la exaltación del siglo XVIII promovida por Eliot y su reprobación de los románticos le parecieron una maniobra publicitaria o una arbitrariedad. Había observado que cada generación establece, un poco al azar, su tabla de valores, agregando unos nombres y borrando otros, no sin escándalo y vituperio, y que al cabo de un tiempo se retoma tácitamente el orden anterior.

Otro diálogo quiero rememorar, de una noche cualquiera, en una esquina de la calle Santa Fe o de la calle Córdoba. Yo había citado una página de De Quincey en la que se escribe que el temor de una muerte súbita fue una invención o innovación de la fe cristiana, temerosa de que el alma del hombre tuviera que comparecer bruscamente ante el Divino Tribunal, cargada de culpas. Pedro repitió con lentitud el terceto de la Epístola Moral:

¿Sin la templanza viste tú perfecta alguna cosa?
¡Oh muerte, ven callada como sueles venir en la saeta!


Sospecho que esta invocación, de sentimiento puramente pagano, fuera traducción o adaptación de un pasaje latino. Después yo recordé al volver a mi casa, que morir sin agonía es una de las felicidades que la sombra de Tiresias promete a Ulises, en el undécimo libro de la Odisea, pero no se lo pude decir a Pedro, porque a los pocos días murió bruscamente en un tren, como si alguien —el Otro— hubiera estado aquella noche escuchándonos.

Gustav Spiller ha escrito que los recuerdos que setenta años de vida dejan en una memoria normal abarcarían evocados en orden, dos o tres días; yo ante la muerte de un amigo, compruebo que lo recuerdo con intensidad pero que los hechos o anécdotas que me es dado comunicar son muy pocas. Las noticias de Pedro Henríquez Ureña que estas páginas dan las he dado ya, porque no hay otras a mi alcance, pero su imagen, que es incomunicable, perdura en mí y seguirá mejorándome y ayudándome. Esta pobreza de hechos y esta riqueza de gravitación personal corrobora tal vez lo que ya se dijo sobre lo secundario de las palabras y sobre el inmediato magisterio de una presencia.

Buenos Aires, 4 de marzo de 1959

Prólogo a Pedro Henríquez Ureña, Obra Crítica, Edición, bibliografía e índice onomástico por Emma Susana Speratti Piñero.

Fondo de Cultura Económica, México D.F., 1960, pp. VII-X.
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domingo, 6 de mayo de 2018

UNA HISTORIA SIN HISTORIA

El escritor dominicano, uno de los intelectuales más eruditos de América latina, fue un prosista admirable que, según algunos, depuró el estilo de Borges con sus comentarios. Su labor como profesor benefició a discípulos de la talla de Ernesto Sábato.

A fines de los años veinte, en una carta al mitológico editor Armando Orfila Reynal, el ensayista y filólogo dominicano Pedro Henríquez Ureña declaró su curiosidad por las historias en las que nada sucede. “Hace falta un talento extraordinario para escribir bien sobre sucesos ordinarios, pero cuando se trata de escribir sobre nada, es preciso tener un don especial”.

Henríquez Ureña era entonces, quizá, el más erudito de los escritores de América Latina. Sólo Alfonso Reyes podía comparársele por la extensión y densidad de su conocimiento. Su prosa era de una rara perfección: concisa, sin un solo adjetivo de sobra, transparente y elegante como el cielo de octubre. Había publicado piezas muy curiosas sobre otros eruditos, como el renacentista español Hernán Pérez de Oliva y el monumental Menéndez y Pelayo, y ejercía la docencia con tantos escrúpulos que empleaba horas en corregir una página de cualquiera de sus estudiantes, porque “tal vez hay en él la semilla de un escritor”.

La vida de Henríquez Ureña parecía discurrir sin que nada sucediera. Era uno de esos hombres grises, cargados de hombros, vestidos de negro, sobre los que le habría gustado leer. Cuando murió, en 1946, ya el neorrealismo italiano estaba poblando el cine con esos antihéroes y algunos narradores latinoamericanos como Juan Rulfo y Juan Carlos Onetti se entregaban al desafío de contar historias en las que nada o casi nada pasa, pero por debajo de las cuales transcurre el universo.

Dos hechos vinculados a Henríquez Ureña son la razón de esta página. Uno de ellos es la fábula, que ha vuelto a circular esta primavera en las universidades norteamericanas, sobre la deuda literaria que Jorge Luis Borges contrajo con él y que habría marcado su obra de modo decisivo.

Según esa conjetura, dos o tres años después de emigrar a Buenos Aires, en 1924, Henríquez Ureña, llamó la atención de Borges sobre el afectado criollismo y la sintaxis retorcida de sus primeros libros. Aunque la reseña crítica que escribió sobre Inquisiciones, en 1926, fue generosa, casi admirativa, el profesor dominicano subrayaba en privado, con lápiz rojo, el exceso de adjetivos. Uno de los párrafos censurados decía: “No es Buenos Aires una ciudad izada y ascendente que inquieta la divina limpidez con éxtasis de asiduas torres”. Se lo habría mostrado a Borges en un café, sugiriéndole que escribiera en castellano pero que armara las frases en inglés.

Nada en esa leyenda es verificable, salvo la frase, que pertenece a Borges. Es cierto, sin embargo, que a partir de 1931, el año en que se funda Sur y en que los dos escritores comienzan a encontrarse con regularidad, Borges adquiere los rasgos de estilo que caracterizarían el resto de su obra y convierte su erudición pasmosa en un instrumento para recrear el mundo.

El otro hecho es la muerte. Un sábado, el 11 de mayo de 1946, Henríquez Ureña tuvo un paro cardíaco o una embolia cuando acababa de tomar el tren que salía de Constitución rumbo a La Plata, donde dictaba clases de castellano. Borges y Ernesto Sábato han evocado esa muerte con un acento elegíaco, como si despidieran a un guerrero griego. En El oro de los tigres escribió Borges: “Dentro de unas horas te apresurarás por el último andén de Constitución para dictar tu clase en la Universidad de La Plata. Alcanzarás el tren, pondrás la cartera en la red y te acomodarás en el asiento, junto a la ventanilla. Alguien, cuyo nombre no sé pero cuya cara estoy viendo, te dirigirá unas palabras. No le contestarás, porque estás muerto”.

Y Sábato, en el prólogo que escribió en 1967 para una antología de Henríquez Ureña, señala que “jamás llegó a ser profesor titular de ninguna de las facultades de letras. Lo trataron tan mal como si hubiera sido argentino”. Sobre la escena de la muerte añade dos detalles: dice que casi perdió el tren y que corrió para alcanzarlo, con el portafolios colmado de libros. “Todos estamos en deuda con él”, repite. “Todos debemos llorarlo cada vez que se recuerde su silueta ligeramente encorvada y pensativa, con su traje siempre oscuro y su sombrero siempre negro, con aquella sonrisa señorial y ya un poco melancólica. Tan modesto, tan generoso que, como dice Alfonso Reyes, era capaz de atravesar una ciudad entera a media noche para acudir en ayuda de un amigo”.

La tarde anterior a la muerte, Henríquez Ureña había acudido a la tertulia de la librería Viau, en la calle Florida, donde Ezequiel Martínez Estrada lo notó demacrado, sin fuerzas. “Se sentó frente a una estantería como si meditara”, recordó el ensayista de Radiografía de la pampa. “Nuestro último diálogo fue este: -¿No se encuentra bien? -No -respondió- no estoy bien, pero ha pasado. Voy a hojear unos libros. -¿Lo acompaño a su casa? -No, ya estoy repuesto”.

Es el diálogo —otra vez— de una película neorrealista y, a la vez, el preludio de una muerte silenciosa. La mañana del sábado fatídico Henríquez Ureña pasó por la editorial Losada, donde dirigía la colección Las cien obras maestras de la literatura y el pensamiento universal. En esa casa había dado a conocer la Gramática Castellana que escribió con Amado Alonso, y los ensayos ejemplares de Plenitud de España, una de sus obras capitales. Allí también hizo traducir a Ferdinand de Saussure mucho antes de que su Curso de lingüística general se conociera fuera de Ginebra. El editor Gonzalo Losada lo invitó a almorzar, pero el dominicano, que había faltado a clase el día anterior, no quiso hacerlo otra vez.

Caminó las quince cuadras que separaban la editorial de Constitución a paso rápido, para alcanzar el tren del mediodía. En uno de los vagones, reconoció al profesor Augusto Cortina y, mientras dejaba el sombrero en la red de equipajes, le preguntó, con una sonrisa distraída: “¿Quiere darme el suyo, Augusto?” La última sílaba fue un balbuceo. Se desplomó entonces en el asiento. El tren, indiferente, pasaba entre las casas iguales del suburbio. Al llegar a la estación de Barracas, la primera después de Constitución, lo llevaron al hospital. Ya estaba muerto.

BORGES EN PRIVADO - Le faltaba poco más de un mes para cumplir 62 años. Debió de ser un profesor como no hubo otro. Sábato lo recuerda así, porque no había pregunta a la que no supiera responder, en cualquier disciplina. Uno solo de sus libros, Las corrientes literarias en la América Hispánica, que reúne ocho conferencias en inglés dictadas en Harvard entre el 6 de noviembre de 1940 y el 4 de marzo de 1941, sigue siendo texto de referencia obligada en las universidades norteamericanas, y, leído hoy, mantiene la frescura y el talento con que ya entonces definía una obra entera en diez palabras. “Otra vida gastada en servir”, dice allí de un par de autores. Quizá pensaba así de su vida.

Los atributos que se conocían de su personalidad son, según coinciden Borges y Sábato, la generosidad, la fecundidad, el trabajo incansable, la modestia, el silencio. Puede añadirse un revés a esa trama: la infelicidad conyugal. Se había casado un año antes de llegar a Buenos Aires con una mexicana diecinueve años menor, Isabel Lombardo Toledano, a la que los testigos describen como caprichosa, insatisfecha, acaso frívola. Al parecer, atormentaba todos los días al marido por las penurias económicas, y le exigía que aceptara más cátedras y trabajara más horas.

Es difícil desentrañar qué vida habría querido para sí Henríquez Ureña. Su reserva era extrema, y jamás dejó traslucir sus ambiciones. He leído que entre los veinte y los veinticinco años escribió algunos versos que desechó. Tenía una sensibilidad alerta y un oído musical afinadísimo. Quizás haya querido, en secreto, ser poeta. Generoso —pero a la vez estricto— en los juicios críticos, es en sus cartas donde quizá pueda leerse mejor su verdadero juicio sobre algunas obras. En las que le envió al cubano José Rodríguez Feo desde 1941 hasta poco antes de morir puede rastrearse con claridad lo que pensaba de uno de los momentos más luminosos de la literatura argentina.

El 2 de marzo de 1942 llama a Sur —nuestra revista—, al tiempo que la descalifica: “No es muy buen ejemplo de cómo se debe escribir el castellano ni, sobre todo, de cómo se debe traducir a él”. Sobre José Bianco aventura que, “como persona, es poco interesante”, lo que puede ser desmentido por quienes lo conocieron después. A Eduardo Mallea lo define como “muy apasionado bajo un exterior frío; muy justo y muy recto”. María Rosa Oliver lo seduce, Silvina Bullrich le parece “tonta”, Ezequiel Martínez Estrada suscita en él una admiración instantánea. Quien más lo inquieta, sin embargo, es Borges.

En siete de las cartas lo menciona, a veces de paso. En dos habla de él con detalle. Vale la pena señalar que Rodríguez Feo tenía entonces poco más de veinte años, era el heredero de una de las mayores fortunas azucareras de Cuba y sería el mecenas de Orígenes, la revista de José Lezama Lima. Su curiosidad por Buenos Aires —donde viviría algún tiempo, años después— era insaciable, y Henríquez Ureña trataba de responder con candor a sus preguntas, que son también ingenuas. La espontaneidad de ese lenguaje resulta ahora invalorable.

Borges, escribe Henríquez Ureña aquel mismo día de marzo, “ya no es tan joven: pasa de los cuarenta, y se le están acentuando las manías. Ha estado ciego, se operó, alcanza a ver bastante, pero le ha quedado una gran torpeza de movimiento. Todo en él es muy raro. Habla con cortes extraños en las frases. Pero lo ha leído todo, y sobre todas las cosas tiene opiniones, a veces muy extrañas, desesperantes”.

Tres años después, cuando Rodríguez Feo pide opinión sobre los escritores de Buenos Aires que podrían colaborar en Orígenes, Henríquez Ureña es más explícito. “Tu admiración por Borges me parece exagerada. Cierto que es muy agudo, el más agudo de los argentinos, excepto Martínez Estrada. Pero ¡es tan caprichoso, tan arbitrario en sus juicios! Con eso ha hecho mucho daño a su generación, a la cual autorizó a ser ignorante, siendo él todo lo contrario. El resultado es que su generación se inutilizó, salvo los poetas, que se salvan con poca cultura, y Mallea, que nunca cayó bajo la sugestión borgiana (como diría el cuñado de Jorge Luis, Guillermo de Torre, en su deplorable estilo). Borges mismo ha confesado que tuvo la culpa de eso (los ensayistas fracasaron todos; los novelistas y cuentistas, que necesitan otra disciplina que los poetas, también), y me ha confesado que la causa es que le hizo caso a Macedonio Fernández (anciano hoy, hombre inteligente pero loco, e incapaz de producir otra cosa que chispazos, en medio de muchas tonterías: Borges también me confiesa que la relectura de Papeles de recién venido, en la edición nueva, le produjo decepción): Macedonio decía que para escribir bien bastaba con ser porteño. La confesión es extraña; te la transmito tal cual”.

Detrás del tono informativo, cálido pero a la vez neutro de la carta, ya no está el profesor bonachón y distante del que todos hablaban entonces, sino un guerrero literario de puñal y granadas. Al final, escribe: “Borges es un modelo muy peligroso, porque sólo tiene un tono y no una serie de tonos: es como si compusiera siempre en fa sostenido; es enteramente incapaz de manejar, por ejemplo, el tono de mi bemol mayor, el tono en que están muchos pasajes de Homero, y de Esquilo, y del Infierno, y del Othello. Cree demasiado, como ciertos ingleses, que hay que tener humor”.

Poco después, en el prólogo a la Obra crítica de Henríquez Ureña que se publicó en México, Borges diría que según Pedro (lo llamaba así, con familiaridad), “cada generación establece, al azar, su tabla de valores, agregando unos nombres y omitiendo otros, no sin escándalo y vituperio, y que al cabo de un tiempo se restablece tácitamente el orden anterior”. Tanto uno como el otro fueron, desde sus primeros libros, autores clásicos, de cuya perennidad nadie dudaba. Al morir, Henríquez Ureña cayó en el olvido, al menos para algunos a los que deslumbran las modas. Nadie encontraba interés en su vida lisa, en la que sin embargo llegó a saber más de lo que cualquier hombre aprende en varias vidas. Ahora, sin embargo, lentamente, se restablece un orden que nunca debió trastornarse.

Publicado el 20 de julio de 2003 en el Suplemento de Cultura de La Nación, Argentina. No dice quién lo escribió.

Enlace: https://www.lanacion.com.ar/512381-una-historia-sin-historia
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