Por José Carvajal
Nunca se sabrá qué habría dicho Pedro Henríquez Ureña si analizara su propia obra, como hizo con los trabajos de otros. La rigurosidad en primer orden, el dato como soporte de ésta, y la conclusión que no es otra cosa que un veredicto, ya sea en relación con las ideas, los conceptos, pero veredicto al fin, con el propósito de sellar una apreciación de lo que se ha escrito. Determinar si la obra es buena o mala a partir de las exigencias que siempre caracterizaron los juicios —y los prejuicios— del humanista universal de origen dominicano.
Pedro Henríquez Ureña pertenece al santuario mayor de pensadores hispanoamericanos del siglo 20. Tuvo discípulos ejemplares que aprovecharon de él la enseñanza directa del oficio, como el argentino Enrique Anderson Imbert, que no dejó de reconocerlo: “Aprendí a pensar dialogando con el socrático don Pedro, desde 1925 hasta su muerte en 1946”.
PHU escribió bastante, enseñó todavía más, y aun sigue siendo un descubrimiento para muchos, por lo que se puede decir que a pesar de su desaparición física, ocurrida en Argentina, el humanista no ha muerto; vivirá hasta que su obra tenga algo que decir; ya es más el tiempo que lleva de fallecido que el que pasó en este universo de los mortales. Y lo único que demuestra que vivió intensamente la práctica del saber es esa obra tan voluminosa que nos dejó, y las fechas lapidarias que anuncian su llegada y su partida de este mundo. Creo que ninguna de las dos fechas son acontecimientos que podemos pasar por alto. Hay que reconocer que lo que dejó detrás PHU fue un volcán en constante amenaza de erupción, por eso hay que observarlo siempre.
Sin embargo, la observación del volcán PHU requiere de lectores que asuman la obligación de examinar la lava: leer, estudiar, analizar, pensar, subrayar, y hasta cuestionarlo es tarea de todos, porque fue también suya esa tarea en relación con los otros. Llevarlo al escrutinio no con el propósito de juzgarlo ni para señalar errores, sino para entenderlo mejor.
Muchos de los trabajos de PHU fueron artículos; escribió para publicaciones periódicas y en esos textos se aprecia la información superficial en comparación con la rigurosidad de los ensayos sesudos. Y solo la lectura atenta y concienzuda puede ayudarnos a diferenciar al PHU que practicó la prosa periodística, del PHU de la docencia y el discurso académico. No creo que los compiladores de sus obras completas hayan reparado en tal distinción.
Otro aspecto que debemos analizar es la honestidad de PHU. Lo que me hace pensar esto último es que al parecer el título de la cátedra Charles Eliot Norton que dictó en Harvard entre 1940 y 1941, “Las corrientes literarias en la América hispánica”, no es muy original, ya que muchos años antes, en 1908, el humanista había presentado un estudio de Francisco García Calderón que se titula “Las corrientes filosóficas en América Latina”. En realidad esta observación puede considerarse de poca importancia, pues ni siquiera se le puede llamar plagio por tratarse solo de un título.
En mis lecturas de las obras completas de PHU he hallado también una que otra imprecisión; y una posible explicación al trato que recibió de parte de los argentinos, que según registros estos le despreciaron y discriminaron como académico. Jorge Luis Borges lo dijo alguna vez: «Creo que no le perdonamos el ser dominicano, el ser, quizás, mestizo, el ser, ciertamente, judío. Él fue profesor adjunto de un señor de cuyo nombre no quiero acordarme, que no sabía absolutamente nada de la materia, y Henríquez Ureña que sabía muchísimo, tuvo que ser su adjunto porque, finalmente, era un mero extranjero y el otro, claro, tenía esa inestimable virtud de ser argentino».
Pero el mismo PHU parecía no apreciar tanto a los argentinos. En una carta de 1908 dirigida a su hermano Max, el humanista dominicano habla de “argentinitos” al referirse a filósofos influyentes de aquella época, como José Ingenieros y Mario Bunge. De igual forma consideraba al peruano García Calderón “muy superior a los argentinos, que no han pasado de un positivismo”.
Pedro Henríquez Ureña cuidaba al extremo sus juicios y parecía trabajar con precisión de estilo. En otra carta a su hermano Max, de 1907, recordó que “siempre he escrito suficientemente despacio para trabajar tanto la forma como la idea. Ya te he dicho que mi procedimiento es pensar cada frase al escribirla, y escribirla lentamente”.
Lo sorprendente es que cuando Pedro Henríquez Ureña dijo eso último, apenas contaba 23 años de edad y ya tenía voz de maestro. ¡Sigamos observando!
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