Por José Carvajal
No hay duda de que “Rumor de río” es una obra escrita por un dominicano para el lector dominicano. Dudo que un extranjero logre entenderla; los localismos y las referencias historiográficas ahogan cualquier posibilidad de conquista del lector de otras tierras, y tal vez no trascienda del lector que no pertenezca a la misma generación de Luis Martín Gómez. En otras palabras, es una obra de remembranza barrial, de una época; de esas que tienen fecha de vencimiento antes de llegar a la imprenta. Eso ocurre mucho con la narrativa dominicana, desde nuestras primeras novelas hasta “Rumor de río”; las excepciones no abundan.
Lo anterior no quiere decir que Luis Martín Gómez sea mal narrador. Maneja como se espera de un escritor ya maduro los planos de la composición y los puntos de vista: la narración en primera persona, en segunda; el diálogo, el monólogo, el soliloquio; las descripciones precisas y atinadas, el humor, el ritmo narrativo, la fabulación, la invención, la hipérbole que muchos confunden con el realismo mágico, la crónica, el dato topográfico, etnográfico, historiográfico. Pero en esta primera novela escrita por un autor que ha ganado dos veces el Premio Nacional de Cuento, y el Premio Nacional de Literatura Infantil, a Luis Martín Gómez le faltó contar una historia larga que no se logra con el aparente anecdotario que conforman los capítulos que apuntan a una trama total. Por suerte, como diría Manuel de Jesús Galván en el prólogo que escribió en 1891 a “Cosas añejas” de César Nicolás Penson, «a nadie persigue la policía por creer en sí mismo».
La contraportada de la primera edición de “Rumor de río” anuncia lo siguiente: «En el Ensanche Ozama, barrio de Santo Domingo localizado a orillas del río Ozama, un grupo de niños inicia la búsqueda de unas armas enterradas durante la Revolución de Abril de 1965, incidiendo, sin proponérselo, en el desenlace fatal de una célula guerrillera que luchaba contra el gobierno de los Doce Años del dictador Joaquín Balaguer».
Esa es la “historia larga” que Luis Martín Gómez quiso contar, pero no es la historia que cuenta. Eso se debe a la falta de planeamiento y de estructura de la obra y, peor aún, a la prisa con que suelen trabajar muchos escribidores de la Isla. Parece que el autor comenzó a escribir antes de madurar la idea de lo que quería contar, y como casi todo primerizo en el género mayor, creyó que encontraría la historia en el camino; en su caso la encontró tardíamente entre recuerdos episódicos, a un poco más de la mitad del libro, pero no alcanzó a novelarla.
En realidad, los escollos de “Rumor de río” son múltiples, además del registro de un habla popular de una época que se traduce literalmente a un uso excesivo de dominicanismos y frases barriales que puede provocar el rechazo del lector culto o experimentado. También observo que como ocurre con Penson en “Cosas añejas”, según anota la académica Rita Tejada, «el autor aprovecha los sucesos narrados para insertar su opinión personal sobre cualquier asunto de la política, social o cultural del momento».
El escenario de “Rumor de río” es el Ensanche Ozama. Los personajes están trazados sobre la base de la memoria del narrador, quien cuenta episodios barriales a su padre enfermo de Alzheimer, con el fin de que este supere el olvido. Aquí parece haber un escollo, pues por asunto generacional lo que el hijo cuenta al padre no es la memoria que el padre debe recuperar, sino parte de la vida de adolescente del que narra. Es decir, la experiencia juvenil del hijo no es la misma que debió vivir (o haber vivido) el padre. Creo que ese recurso hubiera funcionado mejor si el enfermo de Alzheimer y el narrador fueran más contemporáneos.
Otro escollo es la «opinión personal» del autor «sobre cualquier asunto de la política, social o cultural del momento». La narración en primera persona es quizá la más permisiva en ese sentido, pero introducir el pensamiento propio en demasía es lacerar la historia que se cuenta, porque afecta la “fisonomía de los personajes”, algo que por lo general depende de cómo estos hablan y actúan en el escenario de la ficción.
A primera vista, Luis Martín Gómez comete el pecado literario de no crear seres singulares y por ello no logra entregarnos el “personaje típico”, excepcional, del Ensanche Ozama de su memoria. Eso, según Umberto Eco, basado en la teoría de Lukács, sería una manifestación «necesaria para extraer al personaje de la medianía estadística y erigirlo como modelo ideal que reúna en sí, no los caracteres accidentales de la realidad cotidiana [jc: como ocurre en “Rumor de río”], sino los caracteres “universales” de una realidad ejemplar».
De Umberto Eco paso a C. S. Lewis, citado por Fernando Savater en su libro “Sobre vivir”: «La experiencia literaria —escribió Lewis— cura la herida de la individualidad sin socavar sus privilegios. Hay emociones colectivas que también curan esa herida, pero destruyen los privilegios. En ella nuestra identidad personal se funde con la de los demás y retrocedemos hasta el nivel de la sub-individualidad. En cambio cuando leo la gran literatura me convierto en mil personajes diferentes sin dejar de ser yo mismo».
En fin, recordemos que la gran literatura estará siempre sujeta al lenguaje, preferiblemente universal, y al tratamiento humano de los temas; y en el caso de la novela, hay que agregar la caracterización de por lo menos un personaje que resulte inolvidable, no para el autor, sino para el lector.
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