Las patrias, el dinero, los dioses son igualmente irreales: pero su fantasmagoría no es un obstáculo para su influencia escalofriante sobre la realidad
Por ANTONIO MUÑOZ MOLINA
El País
'El tercer día de la creación'. Ilustración de Julius Schnorr von Carolsfeld (1794-1874) / Akg-images
El Dios del Antiguo Testamento es quizás el personaje más inquietante que ha inventado nunca la literatura, el más desmedido, el más aterrador. Este Dios bíblico pertenece al linaje de los grandes varones iracundos, como el rey Lear y el capitán Ahab. Igual que ellos es tiránico y celoso de la lealtad de sus súbditos, y su omnipotencia le conduce a provocar catástrofes y a idear castigos mucho más que a proveer de felicidad a sus fieles. La ecuanimidad no es uno de sus atributos.
El Dios bíblico acepta sin explicación unas ofrendas y rechaza otras, atormenta a quienes más fielmente le sirven, despierta a conciencia en los seres humanos impulsos que él mismo se ocupará después de castigar. A Dios le complace el olor del humo de los sacrificios que hace en su honor Abel, pero le desagradan los de Caín, y su visible rechazo provoca en el hermano desfavorecido un resentimiento que lo empujará al crimen. Como un déspota caprichoso y angustiado de la literatura, Dios crea a la especie humana y luego se arrepiente de lo que hizo, al ver las iniquidades de los hombres, y decide acabar con ella desatando el Diluvio.
Dios elige como suyo al pueblo judío, pero se ofende tanto por sus brotes de idolatría o de impiedad que no tiene el menor escrúpulo en enviarle ejércitos exterminadores de enemigos que arrasan sus ciudades y sus campos y lo someten a la cautividad. Algunas noches, como un rey aburrido e insomne, como Stalin cuando llamaba por teléfono a las tres o a las cuatro de la madrugada a un pobre súbdito aterrado, el Dios de la Biblia murmura en el oído de un patriarca o de un profeta para despertarlo e impartirle alguna orden. Según los salmos de David, Dios se regocija en el espectáculo de los recién nacidos de los idólatras estrellados contra una roca o un muro, en el calor de una batalla.
Que este Dios sea tan ostensiblemente una invención literaria no desacredita su poder ni reduce su importancia. El Dios del Antiguo Testamento es una de esas figuras que atestiguan la extraordinaria capacidad de la mente humana para inventar historias infundadas que sin embargo adquieren una importancia decisiva en el funcionamiento de la vida colectiva. A los escritores se les suele mirar con algo de condescendencia, quizás con un desdén amable, por ocupar su tiempo en tareas superfluas, a diferencia de esos conciudadanos prácticos que se consagran enérgicamente al manejo de la realidad, a la política o al dinero, a levantar puentes, a reparar motores, a fumigar cosechas. Pero resulta, si uno se para a pensarlo, que el gran edificio de la civilización se asienta sobre un cierto número de ficciones, o más bien flota precariamente por encima de ellas, como esos personajes de los dibujos animados que seguían corriendo en línea recta al llegar a un precipicio, y solo se caían al mirar hacia abajo y descubrir que avanzaban sobre el vacío. Centenares de millones de personas basan su conducta moral en los mandamientos dictados por ese personaje literario de la Biblia o del Corán; la economía entera del mundo se basa en la atribución del todo arbitraria de valores fijos a rectángulos de papel de diversos colores o, más intangiblemente aún, a cifras que se deslizan en rápidos parpadeos por pantallas de computadoras; y un número incalculable de matanzas y de jubilosas celebraciones colectivas tienen su origen en las historias en gran parte inventadas de entidades ficticias a las que se da el nombre sagrado de patrias.
Las patrias, el dinero, los dioses son igualmente irreales: pero su fantasmagoría no es un obstáculo para su influencia escalofriante sobre la realidad y sobre las vidas de todos nosotros. Lo explica con claridad magnífica Yuval Noah Harari en Sapiens, que aquí se ha titulado De animales a dioses, un repaso absorbente de la peripecia humana, escrito con rigor e irreverencia ilustrada, aunque también sin el proselitismo a veces antipático de militantes como Richard Dawkins, tan ocupados en denostar la religión que no se fijan en las muy poderosas razones para su existencia y su arraigo perdurable.
Harari examina las ventajas que permitieron al Homo sapiens, desde hace unos setenta mil años, imponerse sobre todas las demás especies —algunas de ellas igualmente humanas— y llega a la conclusión de que lo decisivo no fue el tamaño del cerebro, ni el uso del lenguaje, ni la capacidad de razonar. Otras especies, los neandertales incluidos, han tenido cerebros mayores. Otras han sido también capaces de comunicarse mediante sonidos articulados y de cooperar en grupos más o menos numerosos, regidos por el parentesco. Lo que nos distingue a nosotros, dice Harari, no es que podamos dar nombres a las cosas y por lo tanto invocar lo que no está presente y contar lo sucedido, sino que somos capaces de urdir ficciones: de crear seres imaginarios e inventar historias que nunca ocurrieron: dioses que crearon el mundo y dieron leyes a los hombres, y exigen sacrificios y obediencia; héroes que fundaron linajes y reinos; demonios y enemigos exteriores a los que es prudente temer y a los que es lícito echar las culpas de los males que nos afligen; pueblos elegidos por los dioses y originados por los héroes y destinados a perdurar a través de los siglos y a reclamar la posesión de territorios que solo les pertenecen legítimamente a ellos; historias colectivas de sufrimiento y redención, de expulsión y regreso.
Todas ellas cumplen una función imprescindible y, en ocasiones, terrorífica: crear lazos de lealtad y cooperación mutua que abarcan más allá de la cercanía inmediata del parentesco y la tribu. Una banda de neandertales, con cerebros más grandes que los sapiens y mayor fortaleza física, podía unir sus fuerzas para cazar un mamut: pero solo la creencia en un dios, en un origen heroico o en un destino común puede hacer que actúen en común varios miles o incluso millones de desconocidos entre sí, que obedezcan una misma ley y en caso necesario decidan expulsar a los calificados como indignos o exterminar a los forasteros o a los infieles.
A Carlos Martínez Shaw, en la reseña del libro que publicó en estas páginas, le molesta con razón que Harari incluya los derechos humanos en su catálogo de ficciones colectivas, junto a las religiones, las patrias, las mitologías y el dinero. No todas las ficciones son lo mismo, desde luego, y la gran ventaja de la democracia como organización colectiva es que reduce al mínimo la necesidad de dioses, patrias y enemigos exteriores. Los ilustrados de otras épocas creían que el avance del pensamiento científico volverían superfluas las explicaciones sobrenaturales de las cosas e inmunizarían a los seres humanos contra la tentación de lo irracional. Pero, como dice el verso de T. S. Eliot, la especie humana no sobrelleva bien la realidad. Nuestro cerebro sapiens requiere dioses ante los que arrodillarse, estrellas que rijan el destino, patrias a las que sacrificar la vida, preferiblemente la vida de otros. Tal vez la literatura, que se basa no en la creencia, sino en la suspensión transitoria de la incredulidad, nació como un antídoto contra las abrumadoras ficciones colectivas, como un recordatorio de la conciencia solitaria y del mundo real que esas ficciones usurpan.
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