HANIF KUREISHI
Tomado de MediaIsla
Escribir una obra que merezca la pena requiere tiempo y esfuerzo. En el camino, el autor ha de escuchar a otros.
Si es cierto, como he leído en algún sitio, que en cualquier momento hay al menos un 2% de la población que está escribiendo una novela, entonces, lo que muchos de los interrogantes sobre los cursos de “escritura creativa” y su rápida proliferación en épocas recientes se plantean es, en realidad, para qué necesitamos a otras personas. ¿Escribir es algo que uno hace a solas, o necesita a otros que le ayuden? Uno puede tener conversaciones útiles pero repetitivas consigo mismo, y puede obtener placer sexual por su cuenta, aunque tal vez sería alarmante que asegurase que ha hecho el amor consigo mismo. Se supone, en general, que la conversación y el sexo son más productivos e impredecibles con otros. Varias de las formas artísticas más importantes del siglo XX -jazz, pop, cine- son fruto de colaboraciones. ¿La escritura es como ellas, o es una cosa completamente distinta? Algunos se hacen escritores porque quieren ser independientes; no quieren ni ser competitivos ni depender de otros. Para ellos, escribir es un proceso de exploración de sí mismos totalmente personal, una forma de estar solos, de reflexionar sobre su vida y quizá de esconderse, mientras hablan con alguien que está en su cabeza. Y desde luego, sin cierta pasión por la soledad, ningún escritor es capaz de soportar la tediosa obsesión de esta profesión. Pero la cosa no acaba ahí, en soledad. Algunos estudiantes, sobre todo al principio, cuando empiezan a escribir, tienden a enseñar su trabajo a amigos y, a veces, a familiares, como manera de informarles de unas cuantas verdades pero también con la esperanza de que su reacción les sea útil. Sin embargo, por mucho que al lector bienintencionado le pueda gustar el texto, no por eso va a poseer el vocabulario necesario para expresarlo de forma útil, para decir algo que pueda ayudar a progresar al escritor. La amabilidad puede consolar mucho, pero no siempre sirve de inspiración.
Los hombres y las mujeres siempre han buscado formas de mejorar, modificar o transformar sus estados de ánimo, mediante el empleo de hierbas, nicotina, alcohol y drogas, además de descargas eléctricas a través del cráneo, opio, baños, tónicos, libros y conversación (en el siglo XVIII llegó a ser popular el “cordial de perla” -perla pulverizada- como supuesta cura para la depresión). No hay motivo para que el ejercicio de la escritura no pueda ayudar a una persona a ver lo que tiene dentro y a organizar y profundizar sus ideas de quién es. También lo hace la lectura, que proporciona un vocabulario de ideas que uno puede utilizar para contemplar su vida con nuevos ojos. Pero un profesor de escritura no es un psicoanalista dispuesto a escuchar con paciencia cómo florece el inconsciente a través de la libre asociación o los sueños, y el estudiante se extrañaría si viera a su profesor más dispuesto a curar que a instruir. Cuando es necesario, y suele serlo, el profesor tiene que enseñar, transmitir información sobre estructura, voz, punto de vista, contraste, personajes, la disciplina de escribir. Y, sobre todo cuando se enfrenta a una masa de trabajo que no puede comprender y que no sabe cómo abordar -algo especialmente horrible para un profesor que quizá piense, equivocadamente, que debe entender todo y a toda velocidad-, tal vez puede utilizar algo parecido a un método socrático. Haciendo muchas preguntas, puede devolver al alumno su trabajo con otro aspecto, al mismo tiempo más claro y más confuso. Los estudiantes, muchas veces, no saben qué decir cuando se les pregunta qué significa una imagen concreta o un diálogo determinado, no saben si cumple la función que creen que cumple. Quizás es productivo escribir desde el inconsciente, donde el mundo es más extraño y tiene menos limitaciones, pero también es preciso valorar luego el trabajo de forma racional. Y parte de ello consiste en hablar de él. Un estudiante de cine, en un corto que había rodado, había colocado a dos hombres jóvenes en un banco de un parque, donde les había filmado por detrás, con una toma de sus nucas, durante varios minutos. Cuando le pregunté por qué era una toma tan sostenida, me respondió que el momento -un momento considerable, en mi opinión- representaba “la muerte”. Dijo que quería que el espectador, en ese instante de la película, pensara en su propia muerte. Siempre dispuesto a discutir, pero intentando mantener la calma y recordándome a mí mismo que enseñar era un oficio noble, dije que no podía comprender cómo pensaba que el público iba a dar el salto de la imagen que les presentaba a esa idea. Él pareció entender que necesitaba unas imágenes más vívidas y certeras para transmitir lo que quería decir. También le fue útil que le dijera que necesitaba desarrollar una sensación de historia, y no juntar unas escenas con otras con la esperanza de que el público advirtiera la conexión. En una obra, si todo lo demás falla -por ejemplo, el humor, o la fascinación de los personajes-, la historia puede mantener por sí sola el interés del lector, como pasa en los culebrones. A este estudiante también le habría sido beneficioso el contacto con voces más autorizadas, otros artistas y poetas muertos, de los que podría haber aprendido soluciones más imaginativas para su intento de transmitir su mundo interior al exterior. Es asombroso que a los alumnos no se les suela enseñar a ver la relación que hay entre el estudio de otros artistas y su propio trabajo. Tomar prestada una voz o probar voces nuevas no es lo mismo que adquirir una propia, pero es un paso en esa dirección. Lo que uno roba se convierte en suyo cuando lo modifica de forma creativa. Dado que un artista se nutre prácticamente de todo, una educación humanística amplia, una especie de curso base que incluyera religión, psicología y literatura, sería un complemento muy útil para cualquier curso de escritura.
Las conversaciones con el profesor deben servir para que el alumno se haga una idea de lo que puede pensar un lector corriente de su obra y tenga siempre presente que, en definitiva, escribe para otros. Los escritores no son exhibicionistas, sino animadores. Y esas conversaciones deben dar también al estudiante una idea de lo que pretende decir. El estudiante también puede adquirir esa claridad, junto con ideas nuevas, al trabajar con otros escritores en grupo. Aunque en general es preferible la enseñanza individual concentrada -la mayoría de los consejos sobre la escritura son demasiado generales y del tipo “escribe sobre cosas que sabes”-, la ventaja del grupo es que cada estudiante tiene la oportunidad de oír una variedad de críticas y sugerencias, algunas absurdas y otras muy valiosas. Los alumnos aprenden unos de otros. Otra modalidad es que los alumnos trabajen por parejas, leyéndose sus textos mutuamente, aunque eso no es fácil cuando se trata de obras más largas, y difícil de mantener durante todo el tiempo que puede tardarse en completar una obra de tamaño decente. Lo que hay que tener en cuenta es que el lector orienta al escritor, y éste debe ser consciente de que sólo existe en relación con aquel cuya atención solicita. El lector o espectador debe quedar convencido de que el escritor es competente y ver que su obra es verosímil y que se puede creer sin problemas. Lo que el escritor quiere es que el lector se sienta como se ha sentido él.
Al intentar escribir uno tiene que cometer algunos errores, errores que engendrarán buenas ideas, que harán sitio a más inspiración. Y hay otros errores que conviene evitar, aunque a veces es difícil distinguir entre los dos. Lo que quizá lo aclare es pensar qué ocurre cuando el escritor se bloquea, se queda atascado. Una alumna mía quería contar una historia en la voz de una niña de siete años. Como es de imaginar, le estaba resultando extraordinariamente difícil, y eso la tenía bloqueada (las cosas que uno tiene más prisas por decir pueden no ayudar a que el texto sea mejor). Con su empeño en ocupar un punto de vista que le era prácticamente imposible, estaba consiguiendo escribir poco y empezaba a desanimarse. Un buen consejo para ella habría sido que intentara contar la historia desde otra perspectiva o trabajar en otra cosa durante un tiempo, antes de volver a su idea original. Tal vez tendría que aprender a esperar la aparición de una idea mejor. Y esa cuestión de esperar, para un escritor, es muy importante. Una idea buena puede surgir de pronto, pero para desarrollarla o probarla hace falta el tiempo que hace falta. A quienes rodean al autor puede parecerles que hace poca cosa, se limita a estar tirado en el sofá con la mirada perdida o dar largos paseos (no cabe duda de que Charles Dickens estaba escribiendo cuando paseaba). A lo mejor es en esos momentos cuando se le ocurren las buenas ideas -un libro no está formado por una gran inspiración, sino por muchas pequeñas-, así que debe acostumbrarse a ser culpable de una indolencia fecunda.
La escritura y la vida no son cosas aparte, aunque pueden estar separadas y, en general, el profesor tiene la tarea de abordar la escritura como una entidad independiente. Sin embargo, con frecuencia, un estudiante utiliza la escritura para meditar sobre su vida, de modo que lo que le muestra al profesor es un problema.
Una mujer decide escribir sobre su madre pero se encuentra abrumada por la pena y los sufrimientos. Sigue adelante, pero se detiene, aterrada de lo que puede querer decir. Al final tiene que decidir si quiere seguir o no con ese tema tan doloroso pero fundamental. Quizá prefiera escribir sobre otra cosa. O tal vez necesite descubrir si es capaz de afrontar ese asunto tan difícil. Y también puede pensar: ¿escribir es una forma de aplacar el terror, o de crearlo? Vemos que en este caso la escritora es el material; el poema es la persona. Son la misma cosa. De aquí se deriva que una de las angustias del escritor es el miedo a lo que sus palabras pueden hacerles a otros y lo que otros pueden hacerle a él si dice lo que piensa, aunque sea de forma ficticia. Como siempre hay ciertas ideas que se prohíben o se frenan en las familias -y en todas las instituciones-, casi todos los adultos, aunque sea de manera inconsciente, tienen miedo de expresar lo que piensan sobre determinados hechos. Temen que les acusen de traición y les castiguen, cosas muy posibles. Por lo tanto, deben preguntarse si van a poder soportarlo. Por otra parte, puede ser que exista una verdad personal concreta y que eso sea lo que el escritor desea revelar por encima de todo, y eso crea un conflicto insoportable que le hace bloquearse. Si un alumno no puede escribir más que monólogos deprimentes al final de los cuales el orador se suicida, uno tiene que preguntarse, no sólo sobre el estado de ánimo del autor, sino también por qué no hay más personajes en la obra, por qué no se oyen otras voces. En el caso del que hablo, era evidente que este alumno -que había estado ingresado en instituciones psiquiátricas en las que le habían hecho poco caso- me estaba mostrando algo que me tenía que tomar en serio y sobre lo que debía reflexionar. Era inquietante, y no me fue fácil ver cómo avanzar. Al final le convencí de que introdujera otros personajes para convertirlo más en una conversación. La verdad es que, al cabo de unas semanas, fue capaz de hacerlo, aunque los suicidios continuaron. Comprendí que, cuando por fin estaba a punto de abordar lo que le era imposible decir, el suicidio era una salida cómoda. Era otra versión del bloqueo del escritor. Pero una vez que sus personajes empezaron a dialogar -y el estudiante vio la importancia de debatir consigo mismo, de abrir su mente-, su obra se desarrolló. Las escenas se alargaron y la gente empezó a hablar. Su obra empezó a ser más accesible para otros. Durante un tiempo, al menos, pareció que el escritor había traspasado parte de su locura a sus personajes. Estaban más enfermos que él. La verdad es que los más sanos no suelen ser los más creativos. Como nos recordó Proust, “todo lo bueno que hay en el mundo procede de neuróticos. Disfrutamos de mil manjares intelectuales, pero no tenemos ni idea del precio que han pagado sus creadores, en noches de insomnio, lágrimas, risa espasmódica, erupciones, asma, epilepsia y el miedo a la muerte, que es peor que todo lo demás”. Lo que me tranquilizaba era el entusiasmo de mi alumno, su empeño en el trabajo. Nuestras reuniones le proporcionaban una estructura útil. Creo que, si no hubiera tenido un profesor que le acompañase en el proceso, habría dado penosas vueltas sin fin y se habría aislado cada vez más. Su obra era una de las más extrañas e imaginativas que he leído, muy alejada del realismo romo y los convencionalismos que la mayoría de los estudiantes suelen considerar un trabajo imaginativo.
Algunos estudiantes tienen grandes fantasías sobre lo que es ser escritor, sobre los beneficios que creen que ser escritor les va a suponer. Eso despierta su deseo y les ayuda a comenzar. Pero, cuando se dan cuenta de lo difícil que es terminar una obra decente, escribir unas 15.000 palabras que merezcan la pena y, al mismo tiempo, se hacen a la idea de que es prácticamente imposible ganar mucho dinero con la escritura, experimentan un bajón, se van a pique, se desaniman y se sienten impotentes. La pérdida de una ilusión puede ser dolorosa, pero, si el alumno consigue superarla -si el profesor consigue mostrarle que su trabajo tiene cosas buenas y le ayuda a soportar la frustración a aprender a hacer algo difícil-, entonces hará mejores progresos.
Al final, el escritor aprende sobre todo de sí mismo, y siempre querrá evolucionar, encontrar nuevas formas para sus intereses. Si tiene suerte, mientras aprende a dar rienda suelta a su imaginación, editará y evaluará su propio trabajo. Eso no quiere decir, claro está, que nunca vaya a necesitar a nadie. Quizá prefiera ignorar a los demás, pero antes tendrá que escucharles, al mismo tiempo que continúa hablando.
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