martes, 10 de abril de 2018

CARTA A JULIA DE BURGOS

De Rosario Ferré

Al releer algunos de tus poemas, Julia amiga, me siento a veces invadida por la ira, por la tentación de recriminarte, de exigirte que desde tu lugar intocable en la muerte me respondas, me hables, rompiendo la sencillez de tu conciencia, el silencio de esa paz que lograste al poder morir, como querías, en plena vida; al poderte morir, Julia, antes de muerta, para aclararme la razón de ciertas cosas.

Al releer, por ejemplo, poemas como Es un algo de sombra, o Mi senda es el espacio, no puedo menos que sentirme indignada con esos hombres a quienes te decidiste a amar, con esos hombres que escogiste y que en ningún momento estuvieron “a la altura de tu vida”, como dice el bolero popular. Hombres que considerabas fuente de todo valor, de toda alegría, de toda identidad espiritual; hombres que comparabas con el mar, con el sol (“¡Si fuera todo mar, para nunca salirme de tu senda! ¡Si Dios me hiciera viento, para encontrarme por tus velas!”)

Y que fueron siempre hombres pequeños y cicateros, que en ningún momento alcanzaron tu profundidad, tu enorme fuerza.

Siento entonces la tentación de pensar que tuviste una suerte verdaderamente deplorable al escoger a tus compañeros, precisamente entre aquellos hombres “Aburguesados de cuerpo, mente y energía que huyen ferozmente a amar", con esos hombres que escogiste y que describes en tu poema Nada; hombres para quienes tu cuerpo no fue otra cosa que un estímulo para su lujuria, útil sólo en la procreación de la dinastía, en la perpetuación de los intereses creados. Siento entonces la tentación de condenarte por tu ceguera, Julia, por tu increíble insensibilidad ante tu propia fuerza, ante la fuerza indestructible de tu capacidad para el amor.

Luego me asalta la tentación de pensar que no entendiste con claridad cuán necesario era asumir en tu vida aquellos preceptos de libertad que predicaste desde un principio en tu obra, de si tu vida fue en verdad la expresión de una mujer que luchó por sus derechos, la expresión de esa mujer auténtica que pintas en tu poema A Julia de Burgos, como nadie ha logrado hacerlo después. Leo entonces las cartas que le escribiste a tu hermana Consuelo desde Cuba, aquellas cartas desgarradoras en las que te refieres al infame X y en las cuales describes, con lúcida conciencia, tu sometimiento al rol de mujer sumisa, enamorada de un hombre que al encontrarse en la calle con sus amigos, te presentaba cobardemente como mi “amiga Julia de Burgos”, y que nunca quiso formalizar contigo públicamente la unión.

Cartas que leen así: “hago una vida más puritana que la más puritana de la momias femeninas. Paso el día cosiendo, oyendo la radio y hablando con las damas que me rodean en la casa de huéspedes, la noche sentada rígidamente en una reunión formal, comentando las ineptitudes de las sirvientas, manteniendo mi posición de ‘esposa’ prejuiciada y mojigata… Adoro a X y él me adora, pensando en primer lugar en su familia, que le ha dicho que se suicidará si se casa conmigo…”

Pienso entonces en tu gran talento, te veo moviéndote con una claridad vertiginosa en ese breve espacio que te fue otorgado, entre el día de tu nacimiento, en 1914, y el día de tu muerte, a los 39 años, en 1953, como una estrella enceguecida por su cauda y pienso que es necesario andarse con cautela, no adelantarse formulando juicios, en 1977, ante una vida que no podía ser, en 1953, de otra manera.

Recuerdo lo que dijo Virginia Woolf en Una habitación propia, aquello de si para un hombre (dueño del mundo por derecho de nacimiento) escribir una obra perfecta en un mundo que no necesita ni de los poemas, ni de las novelas, ni de los libros de historia, un mundo al cual le importa un comino que “Flaubert encuentre la palabra exacta” y que, por lo tanto, no paga un céntimo por lo que no quiere, es endemoniadamente difícil; mucho más difícil ha de serlo para una mujer. La indiferencia del mundo que Keats, Flaubert y otros han encontrado tan difícil de soportar, en el caso de una mujer no es indiferencia sino hostilidad. El mundo no le dice a ella, como les decía a ellos; “Escribe si quieres, a mí no me importa nada.” El mundo le dice, con una risotada, “¿Escribir? Para qué quieres tú escribir?”

Son ya parte de nuestra leyenda, del mito de nuestro pueblo, los hechos de tu vida. Naciste de origen campesino y piel trigueña en el pueblo de Carolina. No es sorprendente que, luego de tu militancia en el Partido Nacionalista, luego de tus poemas incendiarios, en los que defiendes a las mujeres, a los obreros, a los negros, a todos los desamparados de la tierra; luego de tus dos divorcios y de tu vida supuestamente escandalosa, durante la cual “te diste a la bebida y a la vida fácil”, como suelen decir los que te envidian aún más allá de la muerte, se te despreciara, si no públicamente, en privado, razón por la cual sabías que no hallarías trabajo en Puerto Rico después de tu rompimiento con X. Es un dato revelador de nuestro tiempo el hecho de que, al ingresar al hospital de Harlem donde habías de morir, te identificaras como “maestra y escritora de vocación”, entrada que fue tachada por los oficiales de admisión del mismo, y sustituido por la de “amnésica”.

Es un dato aún más revelador la soledad y el anonimato de tu muerte, el casi entierro en la fosa común de Nueva York, la recolecta entre los amigos para recuperar tus restos y traerlos a descansar en Puerto Rico.

Pero todos estos hechos se borran, vuelan ante mí como nubes inconsecuentes barridas por el viento cada vez que abro tu Obra Poética. Porque todas tus incongruencias, todas tus debilidades, comprensibles, inevitables, quedan reducidas a la nada, a esa misma nada de la sociedad burguesa que tan bien describes en tu poema, ante el despliegue de tu talento.

Lejos de recriminarte tu servidumbre ante el amor, Julia, si te sirvió para crear, tengo que admirarte por ello; lejos de recriminarte por tu sometimiento a seres incomparablemente inferiores a ti y de quienes tú te forjabas una imagen totalmente irreal y enloquecida, si te sirvió para crear, tengo que admirarte por ello. Porque tú lograste superar la situación opresiva de la mujer, su humillación de siglos. Y al ver que no podías cambiarla, utilizaste esa situación, la empleaste, a pesar de que se te desgarraban las entretelas del alma, para ser lo que en verdad fuiste; ni mujer ni hombre, sino simple y sencillamente poeta.

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