sábado, 25 de mayo de 2013

DIARIO DE LA CIGUAPA

LA MEDICINA COMO ESTAFA EN RD
Por Sara Pérez


El periódico Acento publicó ayer una reseña de un testimonio tremendo, terrible y conmovedor del médico cardiovascular Julio César Barnett, jefe de cirugía cardiovascular en el hospital Salvador B. Gautier, en el Instituto Dominicano de Seguros Sociales (IDSS) y cirujano cardiovascular en el Instituto Dominicano de Cardiología.

El médico expresaba su indignación porque, como bien sabe cualquiera que haya puesto un pie en una clínica, la práctica médica en nuestro país resulta “lamentable, interesada, vergonzosa y vergonzante”.

Y es verdad. Es un desastre. Un desastre horrible. Un desastre con abusos, negligencias, fraude e impunidad. Un desastre armado con silencios y complicidades mafiosas. Un desastre en el que conductas delictivas, acaban imponiéndose como la rutina de “lo mismo que hacen todos” y en el que el acceso a los servicios resulta complicado, lento, enojoso y no responde a las necesidades de salud del paciente, sino a las expectativas mercantiles del médico ante su cliente, cuyas dudas, angustias, padecimientos y debilidades, no son para aliviarse, sino para explotarse.

Dice el doctor Barnett que le da vergüenza ser médico. Me pregunto si otros médicos también sentirán vergüenza de serlo. Y cuántos periodistas, abogados, policías y jueces se sienten avergonzados de su profesión. Se trata de vergüenza ajena, porque quienes tienen la conciencia necesaria para sentirla, difícilmente incurren en las prácticas que la desencadenan.

La reseña cita un relato del doctor Barnett sobre su vida profesional, donde hace referencias a los múltiples mecanismos con que los médicos estafan a sus pacientes, sin que existan, o sin que se apliquen, sanciones. También se refiere a “la codicia”, que de ser una particularidad escasa y dispersa entre los profesionales médicos décadas atrás, ha pasado a ser el uniforme de la epidemia que los afecta. También los médicos quieren ser tutumpotes, como los diputados, como los abogados, como los narcotraficantes.

El señalamiento trae a colación el problema colectivo del deterioro de la calidad humana, de la pérdida del profesional con sentido de responsabilidad social y con capacidad de empatía y solidaridad.

Las observaciones del doctor Barnett describen los problemas del ejercicio actual de la medicina, pero en realidad hablan de algo mucho más vasto y terrible: del empobrecimiento masivo que hemos sufrido como entes sociales, de la renuncia a ser gente sensible, generosa, que da lo mejor de sí; para convertirse en fierecitas arteras y taimadas que viven calculando qué pueden arrancarle a quien tengan delante.

Se refiere a los negocios turbios entre los médicos y los laboratorios y centros de resonancia, a las exigencias excesivas de las clínicas, a las referencias entre colegas con mediación de dinero por las recomendaciones, a las intervenciones quirúrgicas, exámenes y estudios costosos e innecesarios y en sentido general, al desplume tipo asalto que perpetran muchos doctores contra sus pacientes.

Sin entrar en el problema primordial de la salud como mercancía, en la medicina que trata síntomas y no repara en los orígenes y se apoya excesivamente en los medicamentos de los laboratorios y en el error del punto de partida de un sistema de salud concebido para bregar con crisis por enfermedades (o para simular hacerlo) y no para prevenirlas, la verdad es que la relación médico-paciente no puede ser más abusiva. Se exageran y manipulan los síntomas. Se hacen operaciones innecesarias. Las malas prácticas no tienen consecuencias. Al paciente se le exprime.

El problema de los horarios es un desastre absoluto. Para ver un médico es común tener que esperar dos, tres, cuatro, cinco, seis horas, porque trabajan en varios sitios al mismo tiempo y pueden acordar hacer una cirugía, en las mismas horas en que tienen dos docenas de pacientes haciendo turno en su sala de espera para consultas. No se respetan los turnos, el propio médico manda a poner a alguien de primero. Se ponen a discutir por teléfono el precio de unos muebles, mientras atienden al paciente.

Se habla de las enfermedades “catastróficas”, con relación a esos padecimientos que usualmente agotan todo rastrojo de recursos, no solo del enfermo, sino de la familia completa; pero habría que hablar también de medicina y de médicos catastróficos, que actúan como sanguijuelas y de un Estado y unos gobiernos catastróficos, que marcan la pauta del éxito de la catástrofe: la sed insaciable de tener cosas y la legitimación del enriquecimiento instantáneo.

Lo que pasa con los enfermos y sus médicos es exactamente igual a lo que ocurre cuando hay un accidente en la carretera y los accidentados son despojados de sus pertenencias por quienes debían auxiliarlos.

Para el común de los médicos, la salud no solo es una mercancía, sino una mercancía de lujo y cada uno aspira a convertirse en una empresa de alto rendimiento, al menos en el acápite de los beneficios económicos.

Parecen aves de rapiña, con el inconveniente de que no esperan a que la víctima sea un cadáver, sino que se la comen viva.

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