viernes, 11 de mayo de 2012

UN SECRETO A VOCES

INDOCUMENTADOS
Por Jorge Ramos

Jorge Ramos es periodista, ganador del Trofeo Emmy, director senior de noticias deUnivision Network. Nació en México y es autor de nueve libros de gran venta, el más reciente A Country for All: An Immigrant Manifesto

NUEVA YORK - Llegué a cenar a un restaurante que tiene la reputación de ser uno de los mejores de Manhattan. Pero lo que nadie me había dicho es que casi toda la comida era preparada por indocumentados.

Y eso es algo que los dueños del restaurante, al igual que los mismos inmigrantes, prefieren mantener en secreto. Este restaurante es el mejor ejemplo de lo que mucha gente no sabe sobre este país.

Al llegar, por supuesto, me hicieron esperar a pesar de tener un reservación: una señal inequívoca de que era un lugar de moda. Luego de que se dignaran sentarme, nos dieron un menú a mí y a mi acompañante. Ordenamos nuestra comida y seguimos esperando. De pronto su secreto quedó al descubierto. Los dos muchachos que servían el agua y el pan en las mesas hablaban español. Y también uno de los meseros, quien, ya hacia el final de la noche y con los jefes distraídos, me invitó a la cocina.

Ahí me encontré a una decena de mexicanos, de los estados de Puebla, Tlaxcala yMichoacán, que cocinaban a la perfección el pato, la chuleta de puerco y el branzino del mediterráneo a la sal.

En esa cocina no había un solo norteamericano. Ni uno.

Esto me hizo pensar acerca de los ideales estadounidenses. En la superficie, parece un país que no esconde nada. Ni sus guerras ni sus crisis. Aún queda mucho de la tradición histórica del protestantismo, que premia a quienes dicen la verdad y son transparentes. Sin embargo, basta rascar un poquito esa superficie para darnos cuenta del mundo oculto que permite funcionar a Estados Unidos.

Y contrariamente a lo que muchos pudieran pensar, la crisis económica no ha enviado a millones de norteamericanos desempleados a las cocinas de los restaurantes y a los campos de cultivo. Tampoco a limpiar cuartos de hoteles ni a despellejar pollos. La realidad es que la mayoría de los estadounidenses no quieren hacer los trabajos que realizan los indocumentados porque son los más difíciles y los peor pagados.

El éxito de este restaurante consistía en una imagen de mucha exclusividad y en un talentoso grupo de indocumentados que cocinaban para celebridades, abogados, doctores y nuevos ricos. Pero quien no se haya metido a su cocina, jamás se hubiera podido imaginar esto. Lo mismo ocurre en miles de empresas de Estados Unidos. Lo tienen muy calladito, pero sin indocumentados, muchas industrias no sobrevivirían.

Y, no obstante, obligamos a estos inmigrantes a seguir viviendo en las sombras como ciudadanos de segunda clase, particularmente en lo relativo a la educación. Por ejemplo, una madre desesperada en Nueva Jersey me envió un conmovedor correo electrónico sobre su hijo, quien tras terminar su high school con mención honorífica, no podrá ir a la universidad por ser indocumentado. Hay miles de historias como la suya en Estados Unidos.

Es cruel y absurdo que niños indocumentados puedan asistir a la escuela hasta llegar a la fecha de graduación de la preparatoria, o high school, a pesar de su estatus de ciudadanía, y sin embargo se les niegue la oportunidad de seguir avanzando porque no son elegibles para la mayoría de las becas universitarias o para el pago especial de colegiaturas que reciben los jóvenes estadounidenses de sus estados de residencia. Así que cada año unos 60.000 estudiantes, dedicados pero indocumentados, que desean contribuir al futuro de la nación, están impedidos de pasar a la educación superior. El Dream Act - una legislación que crearía una ruta hacia la ciudadanía para los hijos de los indocumentados - por supuesto podría ayudar a resolver este problema. Pero los demócratas y los republicanos siguen jugando fútbol con la legislación y, al final, ninguno de los dos partidos ha hecho nada.

Todo esto forma parte del mundo oculto que se vive en Estados Unidos. Hay millones de trabajadores y de estudiantes que dan lo mejor de sí mismos para salir adelante y para hacer de este un país mejor. Pero nadie los reconoce. Están escondidos en escuelas, bodegas, fábricas y cocinas.

Estoy seguro de que las sonrisas y bromas en el restaurante al que fui en Manhattan desaparecerían si sus elegantes y poderosos clientes se dieran cuenta que sus suculentos alimentos fueron preparados por indocumentados que viven ocultos, con miedo a ser deportados y separados de sus familias, y en la más absoluta clandestinidad.

Así nada sabe bien.

Si tiene algún comentario o pregunta para Jorge Ramos, envíe un correo electrónico a Jorge.Ramos@nytimes.com

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