domingo, 25 de octubre de 2009

Locos de invierno

Por Pablo Neruda

Fragmento de sus memorias, Confieso que he vivido.

Entre los poetas locos que conocí en otros tiempos, hablaré de Alberto Valdivia. El poeta Alberto Valdivia era uno de los hombres más flacos del mundo y era tan amarillento como si hubiera sido hecho sólo de hueso, con una brava melena gris y un par de gafas que cubrían sus ojos miopes, de mirada distante. Lo llamábamos “el cadáver Valdivia”.

Entraba y salía silenciosamente en bares y cenáculos, en cafés y en conciertos, sin hacer ruido y con un misterioso paquetito de periódicos bajo el brazo. “Querido cadáver” le decíamos sus amigos, abrazando su cuerpo incorpóreo con la sensación de abrazar una corriente de aire.

Escribió preciosos versos cargados de sentimiento sutil, de intensa dulzura. Algunos de ellos son estos: “Todo se irá, la tarde, el sol, la vida: /será el triunfo del mal, lo irreparable. /Sólo tú quedarás, inseparable / hermana del ocaso de mi vida”.

Un verdadero poeta era aquel a quien llamábamos “el cadáver Valdivia”, y lo llamábamos así, con cariño. Muchas veces le dijimos: “Cadáver, quédate a comer con nosotros”. Nuestro sobrenombre no le molestó nunca. A veces, en sus delgadísimos labios, había una sonrisa. Sus frases eran escasas, pero cargadas de intención. Se hizo un rito llevarlo todos los años al cementerio. La noche anterior al primero de noviembre se le ofrecía una cena tan suntuosa como lo permitían los escuálidos bolsillos de nuestra juventud estudiantil y literaria. Nuestro “cadáver” ocupaba el sitio de honor. A las 12 en punto se levantaba la mesa y en alegre procesión nos íbamos al cementerio. En el silencio nocturno se pronunciaba algún discurso celebrando al poeta “difunto”. Luego, cada uno de nosotros se despedía de él con solemnidad y partíamos dejándolo completamente solo en la puerta del camposanto. El “cadáver Valdivia” había ya aceptado esta tradición en la que no había ninguna crueldad, puesto que hasta el último momento él compartía la farsa. Antes de irnos se le entregaban algunos pesos para que comiera un sándwich en el nicho.

Dos o tres días después no sorprendía a nadie que el poeta cadáver entrara de nuevo sigilosamente por corrillos y cafés. Su tranquilidad estaba asegurada hasta el próximo primero de noviembre.

En Buenos Aires conocí a un escritor argentino, muy excéntrico, que se llamaba Omar Vignole. No sé si vive aún. Era un hombre grandote, con un grueso bastón en la mano. Una vez, en un restaurante del centro donde me había invitado a comer, ya junto a la mesa se dirigió a mí con un ademán oferente y me dijo con voz estentórea que se escuchó en toda la sala repleta de parroquianos: “¡Sentate, Omar Vignole!” Me senté con cierta incomodidad y le pregunté de inmediato: “Por qué me llamas Omar Vignole, a sabiendas de que tú eres Omar Vignole y yo Pablo Neruda?” “Sí" –me respondió-, "pero en este restaurante hay muchos que sólo me conocen de nombre y, como varios de ellos me quieren dar una paliza, yo prefiero que te la den a ti”.

Este Vignole había sido agrónomo en una provincia argentina y de allá se trajo una vaca con la cual trabó una amistad entrañable. Paseaba por todo Buenos Aires con su vaca, tirándola de una cuerda. Por entonces publicó algunos de sus libros que siempre tenían títulos alusivos: Lo que piensa la vaca, Mi vaca y yo, etc., etc. Cuando se reunió por primera vez en Buenos Aires el congreso del Pen Club mundial, los escritores presididos por Victoria Ocampo temblaban ante la idea de que llegara al congreso Vignole con su vaca. Explicaron a las autoridades el peligro que les amenazaba y la policía acordonó las calles alrededor del Hotel Plaza para impedir que arribara al lujoso recinto donde se celebraba el congreso, mi excéntrico amigo con el rumiante. Todo fue inútil. Cuando la fiesta estaba en su apogeo, y los escritores examinaban las relaciones entre el mundo clásico de los griegos y el sentido moderno de la historia, el gran Vignole irrumpió en el salón de conferencias con su inseparable vaca, la que para complemento comenzó a mugir como si quisiera tomar parte en el debate. La había traído al centro de la ciudad dentro de un enorme furgón cerrado que burló la vigilancia policial.

De este mismo Vignole contaré que una vez desafió a un luchador de catch-as-can. Aceptado el desafío por el profesional, llegó la noche del encuentro en un Luna Park repleto. Mi amigo apareció puntualmente con su vaca, la amarró a una esquina del cuadrilátero, se despojó de su elegantísima bata y se enfrentó a “El Estrangulador de Calcuta”.

Pero aquí no servía de nada la vaca, ni el suntuoso atavío del poeta luchador. “El Estrangulador de Calcuta” se arrojó sobre Vignole y en un dos por tres lo dejó convertido en un nudo indefenso, y le colocó, además, como signo de humillación, un pie sobre su garganta de toro literario, entre la tremenda rechifla de un público feroz que exigía la continuación del combate.

Pocos meses después publicó un nuevo libro: Conversaciones con la vaca. Nunca olvidaré la originalísima dedicatoria impresa en la primera página de la obra. Así decía, si mal no recuerdo: “Dedico este libro filosófico a los cuarenta mil hijos de puta que me silbaban y pedían mi muerte en el Luna Park la noche del 24 de febrero”.

1 comentario:

  1. Y entró intempestivamente a youmethemus, como Juan por su casa, bendecido sólo con la invitación de la amistad.
    ¿Qué encontraré mañana? ¡Sabe Dios!, desde ya estoy regodeándome con lo que descubriré, manjar adobado con especies de sorprendente sabor.
    Gracias, Isaías, por compartir tanta variedad de lo suyo y dejar que lo lea.
    Un saludo fraternal desde San Salvador.
    José Antonio Bonilla G.

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